jueves, 22 de julio de 2021

La terrible sorpresa que se llevaron al abrir el testamento

                                                                                     



Los invisibles átomos del aire

en derredor palpitan y se inflaman,

el cielo se deshace en rayos de oro,

la tierra se estremece alborozada.

Oigo flotando en olas de armonías

rumor de besos y batir de alas;

mis parpados se cierran...¿Qué sucede?

¿Dime?... ¡Silencio! ¡Es el amor que pasa!

--Bécquer--



Todo el pueblo había asistido al velatorio y posterior entierro del señor Cayetano. Las últimas palabras del discurso de la alcaldesa se grabaron en la memoria de todos: «¡fue un tipo estupendo, un modelo de honradez!»

Don Cayetano dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era un buen abogado, y la hija, casada con el notario de un pueblo vecino, una chica estupenda.

Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.

En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Así lo quiso Don Cayetano.

Fue el yerno quien rompió el sobre en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:

"Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no os hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.

Tenía yo entonces veinticuatro años y hacía mis primeros estudios en Madrid, llevando la vida de los jóvenes de provincias de clase alta que iban a parar, sin relaciones, sin amigos, sin parientes, a la capital.

Tuve una amante, una joven que trabajaba en el servicio doméstico de una familia rica del barrio de Salamanca. Era dulce, buena, sencilla; sus padres vivían en Cáceres. Ella iba a pasar unos días en su casa de vez en cuando.

Durante un año viví bastante tranquilo con ella, pero decidido a abandonarla cuando encontrase una mujer que me agradara lo bastante para casarme.

Pero hete aquí que un día me anunció la chica que estaba embarazada. Quedé aterrado, percibí en un segundo todo el desastre de mi existencia. Mi espíritu quedó trastornado con la noticia.

¿Y si abortara? Pero nació. 

Así que tuve una familia en mi apartamento de soltero, una falsa familia con un hijo, una cosa horrible. Se parecía a todos los niños. Yo no lo quería. 

Transcurrió un año más; yo huía ahora de mi casa, demasiado pequeña, donde tropezaba a cada paso con pañales, con mantillas, con calcetines del tamaño de guantes, con mil cosas de todas clases dejadas en un mueble, sobre el brazo de un sillón, en todas partes. Huía sobre todo para no oírlo llorar, pues lloraba a cada momento: cuando lo mudaban, cuando lo lavaban, cuando lo tocaban, cuando lo acostaban, cuando lo levantaban, sin cesar.

Por esas fechas yo había entablado ya algunas amistades, y encontré en una fiesta a la que sería vuestra madre. Me enamoré y el deseo de casarme con ella despertó en mí. La cortejé y la pedí en matrimonio..

Y me encontré de golpe cogido en una trampa: ¿Casarme y tener hijos con vuestra madre, a la que adoraba, teniendo ya un hijo clandestino? ¡No me lo iban a permitir!..

Pasé un horrible mes de angustias, de torturas morales; un mes en el que me obsesionaron mil ideas espantosas; y sentía crecer en mi interior el odio contra mi hijo, contra aquel pedacito de carne viva y chillona que obstaculizaba mi camino.

Un día la madre de mi compañera de piso cayó enferma y tuvo que ir a verla a Cáceres. Me quedé solo con el niño.

Estábamos en diciembre, hacía un frío terrible. ¡Qué noche! Mi amante acababa de marcharse. Yo había cenado solo en la cocina y entré despacito en la habitación donde el pequeño dormía.

Me senté en un sillón al calor de la lumbre. El viento soplaba, hacía crujir los cristales, un viento seco de helada, y yo veía, a través de la ventana, brillar las estrellas con esa luz aguda que tienen en las noches gélidas.

Entonces, la obsesión que me perseguía desde hacía un mes penetró de nuevo en mi cabeza. Yo quería expulsarla, rechazarla, abrir mi pensamiento a otras cosas, a esperanzas nuevas, como se abre una ventana al viento fresco de la mañana para expulsar el aire viciado de la noche; pero no podía, ni siquiera un segundo, hacerla salir de mi cerebro.

¡Mi existencia estaba acabada! ¿Cómo saldría de esta situación? ¿Cómo retroceder, y cómo confesar? Y yo amaba a la que iba a convertirse en madre de ustedes con una pasión loca.

Una cólera terrible crecía dentro de mí, me oprimía la garganta, una cólera que rozaba con la locura… ¡con la locura! ¡Sí, estaba loco aquella noche!

El niño dormía. Me levanté y lo miré dormir. Dormía con la boca abierta, enterrado bajo las mantas, en una cuna, junto a mi cama, ¡donde yo no podría dormir!

¿Cómo realicé lo que hice? ¿Acaso lo sé? ¿Qué fuerza me empujó, qué maléfico poder me poseyó? ¡Oh!, la tentación del crimen me llegó sin que la sintiera anunciarse. Recuerdo solamente que el corazón me latía espantosamente. Latía con tanta fuerza que lo oía como se oyen unos martillazos detrás de los tabiques. ¡Sólo recuerdo eso! ¡Mi corazón latía! En mi cabeza había una extraña confusión, un tumulto, un desorden de toda razón, de toda sangre fría.

Levanté suavemente las mantas que tapaban el cuerpo de mi hijo; las eché a los pies de la cuna, y lo vi, desnudo. No se despertó. Entonces me dirigí a la ventana, despacio, muy despacito, y la abrí.

Un soplo de aire helado entró como un asesino, tan frío que retrocedí ante él; y las dos velas palpitaron. Y me quedé de pie junto a la ventana, sin atreverme a darme la vuelta, como para no ver lo que ocurría a las espaldas. El aire seguía entrando.

No pensaba en nada, no reflexionaba en nada. De repente una tosecita hizo que un horrible escalofrío me recorriera de pies a cabeza, un escalofrío que siento aún en este momento, en la raíz de los cabellos. Y con un movimiento asustado cerré bruscamente las dos hojas de la ventana, y después, volviéndome, corrí hacia la cuna.

Él seguía durmiendo, con la boca abierta, completamente desnudo. Toqué sus piernas; estaban heladas, y las tapé. Mi corazón de pronto se enterneció, se rompió, se llenó de piedad, de ternura, de amor hacia aquel pobre inocente que había querido matar. Besé un buen rato sus finos cabellos; y después volví a sentarme ante el fuego.

Pensaba con estupor, con horror, en lo que había hecho, preguntándome de dónde provienen esas tormentas del alma en las que el hombre pierde toda noción de las cosas, toda autoridad sobre sí mismo, y actúa con una especie de enloquecida embriaguez.

El niño tosió una vez más, y me sentí desgarrado hasta el fondo del alma. ¿Y si se muriese? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué sería de mí?

Me levanté para ir a mirarlo. Me incliné sobre él. Al verlo respirar con tranquilidad, me serené; pero tosió por tercera vez; y sentí dentro de mi una sacudida horrorosa.

Enseguida me di cuenta de que tenía las sienes bañadas en sudor, ese sudor caliente y helado al mismo tiempo que producen las angustias del alma,

Y me quedé hasta que se hizo de día inclinado sobre mi hijo, calmándome cuando estaba un buen rato tranquilo, y traspasado por abominables dolores cuando una débil tos salía de su boca.

Se despertó con los ojos rojos, la garganta obstruida, un aire doliente.

Cuando entró mi asistenta, la envié en seguida a buscar un médico. Llegó al cabo de una hora, y pronunció, tras haber examinado al niño:

--¿No habrá cogido frío?

Me puse a temblar como tiemblan las personas muy viejas, y balbucí:

--No, no creo.

Después pregunté:

--¿Qué tiene? ¿Es algo grave?

Respondió:

--Aún no lo sé. Volveré esta tarde.

Volvió por la tarde. Mi hijo había pasado casi todo el día en una modorra invencible, tosiendo de vez en cuando.

Por la noche se le declaró una pleuresía.

Y la cosa duró diez días. No puedo expresar lo que sufrí durante esas interminables horas que separan la mañana de la noche y la noche de la mañana. Murió.

Y desde… desde ese momento, no he pasado una hora, no, ni una sola hora, sin que el recuerdo atroz, punzante, ese recuerdo que roe, que parece retorcer el espíritu al desgarrarlo, no se agitase en mí como un animal furioso encerrado en el fondo de mi alma. ¡Oh! ¡Si hubiera podido volverme loco!"

El yerno notario se sacó las gafas con un movimiento que le era familiar cuando había acabado la lectura de un contrato; y los tres herederos del muerto se miraron sin decir una palabra, pálidos, inmóviles.

Al cabo de un minuto prosiguió: 

---¡Hay que destruir esto!.

Los otros dos bajaron la cabeza en señal de asentimiento. Encendió una vela, separó cuidadosamente las páginas que contenían la peligrosa confesión de las páginas que contenían las disposiciones sobre el dinero, después las acercó a la llama y las arrojó a la chimenea.

Y contemplaron cómo se consumían las hojas blancas. Pronto no formaron sino una especie de montoncitos negros. Y como se veían aún algunas letras que se dibujaban en blanco, la hija, con la punta del pie, aplastó a golpecitos la ligera costra del papel chamuscado, mezclándola con las cenizas viejas.

Después se quedaron aún los tres algún tiempo mirando aquello, como si temieran que el secreto quemado escapase por la chimenea. 

Maupassant / Joaquín






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