La bruma
triste los envolvía:
ella gemía
¿qué haré yo ahora?...
Y una
gaviota revoladora
oyó al marino que
le decía
que era su virgen, su
pescadora,
que no llorara, que
volvería...
---D. Urrutia--
Era el atardecer de un día
bochornoso y Santiago no tenía nada que hacer;
quizás por eso, buscando como las cochinillas un lugar fresco, se le
ocurrió entrar a la vieja iglesia y sentarse a soñar en ese rincón
oscuro detrás del confesionario, mientras veía cómo iba
extinguiéndose la luz a través del rosetón.
Dormitaba, casi... de pronto, y sin saber cómo ni
por qué, se convirtió en involuntario testigo de una confesión.
---¡Le repito, padre, que puse
veneno en su tisana!---esto lo oyó nítidamente, ¡y eran palabras
dichas con impaciencia por su madre!. Después, nada más. Su madre,
cuyo rostro no alcanzaba a ver, se levantó del reclinatorio y,
silenciosamente, desapareció en la espesura de las tinieblas. El
sacerdote estaba quieto como un muerto, y largos minutos
transcurrieron antes que abriera la portezuela y se marchara él
también, con el paso lento de un hombre destrozado.
Santiago necesitó del
persistente tintineo de las llaves del sacristán, cuya invitación a
retirarse resonó largamente en la nave, para poder levantarse, a tal
punto esas palabras que le repercutían como un clamor lo habían
dejado estupefacto. ¡Había reconocido perfectamente la voz de su
madre! ¡Oh, imposible equivocarse! Había reconocido también su
manera de caminar cuando la sombra femenina se irguió a dos pasos de
él.
Pero, ¿qué había ocurrido?
¡Todo se derrumbaba, se esfumaba, todo no era más que una
monstruosa broma! Vivía solo con esa madre, que no veía casi a
nadie y apenas si salía para asistir a los servicios religiosos. Se
había acostumbrado a venerarla con toda su alma, como a un modelo de
rectitud y de bondad. Hasta donde pudo remontarse en el pasado, no
encontró nada oscuro, nada extraño, ni una duda, ni un desvío.
Desde la muerte de su esposo, al
que mataron en la guerra, y de quien Santiago apenas guardaba un
recuerdo, ella nunca había dejado de vestir de duelo y de ocuparse
exclusivamente en la educación de su hijo, de quien no se separaba
un solo día.
En verdad, aquello era como para
perder la razón---pensaba Santiago con tristeza---como para salirlo a gritar por
las calles. ¡Su madre, una asesina! Era insensato, era un millón de
veces absurdo, era absolutamente imposible y, no obstante, era
cierto. ¿No acababa acaso de confesarlo ella misma? Era como para
arrancarse los cabellos. Pero, ¿asesina de quién? ¡Dios mí, él
no sabía de nadie que hubiese muerto envenenado entre la gente
conocida!.
Ebrio de horror y desesperación,
Santiago volvió a su casa. Su madre corrió en seguida a abrazarlo.
---¡Qué tarde vuelves, mi
querido hijo! ¡Y qué pálido estás! ¿Te sientes mal, acaso?
---No-–respondió él---no estoy
enfermo, pero el fuerte calor que hace me fatiga y creo que no podré
cenar. ¿Y tú, mamá, no sientes ningún malestar? ¿No has salido a
buscar un poco de frescura? Me pareció divisarla de lejos en el
muelle.
---He salido, en efecto, pero no
pudiste verme en el muelle. Fui a confesarme, cosa que tú, pillastre, me parece ya no práctica desde hace tiempo.
Santiago se sorprendió de no
sentirse ahogado, de no caer de espaldas, fulminado, como ocurre en
las buenas novelas que solía leer. ¡Entonces era verdad que había
ido a confesarse! No se había quedado dormido en la iglesia, y esa
horrible catástrofe no fue una pesadilla, como llegó a imaginar,
enloquecido por un momento.
No se desvaneció, pero
palideció profundamente, tanto que su madre se alarmó.
---¿Qué tienes, mi pequeño
Santiago?–le dijo--tú sufres, tú ocultas algo a tu madre.
Deberías tener más confianza en ella, que sólo te ama a ti y que
sólo te tiene a ti… ¡Cómo me miras, querido tesoro mío!… ¿qué
te ocurre, pues? ¡Me asustas!…
Lo tomó amorosamente entre sus
brazos.
---Escúchame con atención,
muchacho. No soy una mujer curiosa, bien lo sabes, y no pretendo
juzgarte. No me digas nada, si no quieres decirme nada, pero déjame
que te cuide. Vas a acostarte en seguida. Entre tanto, te prepararé
una comida muy liviana que te llevaré yo misma a la cama, ¿de
acuerdo? Y si tienes fiebre esta noche, te prepararé una TISANA…
Esta vez sí que Santiago rodó
por tierra; cayó fulminado por un infarto.
---¡Por fin!---suspiró ella, un
poco cansada, extendiendo la mano hacia una
campanilla.
Santiago tenía un aneurisma en el corazón en último
grado, y su madre, un amante que no deseaba ser padrastro.
--L. B.--
Por cierto, ¿creéis que esta historia es sólo un relato de ficción? Pues no lo creáis, pasó realmente en un pueblo cuyo nombre prefiero omitir para no levantar suspicacias.