martes, 28 de agosto de 2018

¡Qué noche la de aquel día!




¡La Nochebuena! ¡Ah, la Nochebuena! Jamás celebraré yo la Nochebuena…
Y Enrique Templier decía esto con una voz tan furiosa como si le propusieran una infamia.
Los otros, riendo, exclamaban:
—¿Por qué te encolerizas así?
—Porque la Nochebuena me ha jugado la más abominable de las burlas. Porque guardo un invencible horror a esta noche de alegría imbécil.
—¿Qué fue?
—¿Qué? ¿Vosotros queréis saberlo? Pues escuchad. Aquel invierno era muy frío, tan frío que hacía morir a los pobres en las calles. Tenía yo entonces entre manos una obra urgente y rehusé todas las invitaciones que me fueron hechas para celebrar la Nochebuena, prefiriendo pasar la noche delante de mi mesa de trabajo. Comí solo y volví a mi tarea. Pero hacia las diez, el ruido de las calles, que a pesar de mis preocupaciones percibía, y los preparativos de cena que se advertían en la vecindad, me agitaron.
No sabía lo que hacía. Escribía cien disparates y comprendí que no haría cosa de provecho en aquella noche. Daba grandes paseos por mi cuarto; me sentaba, me levantaba; indudablemente sufría la misteriosa influencia de la alegría de fuera, y me resigné. Llamé a mi muchacha y le dije:
—Ángela, vaya usted a buscar cena para dos; ostras, una perdiz y cangrejos, jamón y pasteles. Traiga usted también dos botellas de champaña; ponga dos cubiertos y acuéstese usted.
Obedeció un poco sorprendida. Cuando todo estuvo preparado me puse el abrigo y salí.
Quedaba una gran cuestión que resolver. ¿Con quién celebraría mi Nochebuena? Mis amigos estarían todos invitados. Para contar con uno hubiera sido necesario comprometerle anticipadamente. Entonces pensé en realizar una buena acción al mismo tiempo que me procuraba compañía. Y me dije: “París está lleno de hermosas y pobres jóvenes que no tienen cena esta noche y que andan errantes en busca de un muchacho generoso. Yo seré la Providencia de Navidad para una de esas desheredadas. Voy a corretear un poco por las calles, entraré en los lugares del placer, preguntaré, ojearé y escogeré a mi gusto”.
Y empecé a recorrer la ciudad. Desde luego, encontré gran número de muchachas infelices que buscaban aventura, pero unas eran feas hasta proporcionar una indigestión, y otras tan delgadas que podían quebrarse por los pies si se tropezaban. Yo soy débil, ya lo sabéis. Adoro a las mujeres llenitas. Cuanto más metidas en carnes, más me gustan. De pronto, cerca del teatro de Variedades, descubro un perfil que me agrada. Una cabeza hermosa y dos curvas atractivas: la del pecho, muy bella; la de más abajo, sorprendente. Una barriga de pato gordo. Me quedaba un punto que esclarecer: el rostro. El rostro es el postre; y el resto, el asado. Apreté el paso. Era encantadora, muy joven, morena y con grandes ojos negros. Le hice mi proposición, que aceptó sin vacilar. Un cuarto de hora después estábamos sentados a la mesa en el comedor de mi casa.
Al entrar exclamó:
—¡Ah, qué bien se está aquí!
Y miraba alrededor con la satisfacción visible de haber encontrado habitación y mesa en aquella noche glacial.
Era una mujer arrogante y gruesa. Se quitó el abrigo y el sombrero. Se sentó y se puso a comer; pero no parecía del todo bien dispuesta. De cuando en cuando, su cara, un poco pálida, se alteraba como si sufriese un dolor oculto. Le pregunté:
—¿Tienes algún disgusto?, ¿te pasa algo?
Me contestó:
—¡Bah! Olvidémonos de todo.
Empezó a beber. Vaciaba de un sorbo su vaso de champaña y lo llenaba sin cesar. Bien pronto empezó a ponerse encarnada y a reír locamente. Yo la adoraba ya. La besaba apasionadamente y descubrí que no era vulgar ni grosera.
En fin: llegó el momento de acostarse, y mientras yo levantaba la mesa colocada delante de la chimenea, ella se desnudó vivamente y se deslizó entre las sábanas. Mis vecinos hacían un ruido infernal, riendo y cantando como locos, y yo pensaba: “He hecho bien en ir a buscar a esta hermosa muchacha. No habría sido posible trabajar de ningún modo”.
Un quejido profundo me hizo volver la cabeza.
—¿Qué tienes, querida?
No respondió, pero siguió suspirando dolorosamente, como si sufriera de una manera horrible.
—¿Estás indispuesta? —le pregunté.
Entonces lanzó un grito, un grito espantoso. Me precipité hacia ella con una bujía en la mano. Su fisonomía estaba descompuesta por el dolor. Se retorcía las manos y salían de su garganta gemidos sordos como el estertor de un agonizante. Aturdido, yo le preguntaba:
—¿Qué tienes?
No respondía y comenzó a dar alaridos. De pronto, las vecinas callaron y se pusieron a escuchar lo que pasaba en mi habitación.
—¿Qué tienes? Dímelo —repetía yo—. ¿Qué te duele?
Entonces balbuceó:
—¡Oh, mi vientre, mi vientre!
Levanté sus ropas y vi…
Aquella mujer, amigos míos ¡estaba dando a luz!
Entonces, con la cabeza perdida, fui hacia la pared de mi cuarto y empecé a dar puñetazos gritando con todas mis fuerzas:
—¡Socorro, socorro!
La puerta se abrió y se precipitó en mi cuarto una multitud de hombres vestidos de frac, mujeres escotadas, pierrots, turcos, mosqueteros. Esta invasión me enloquecía de tal modo que no acertaba a encontrar una explicación. Temían un accidente grave, un crimen, quizá, y no me comprendían. Yo pude decir al fin:
—Es… es que está dando a luz.
Entonces todos la examinaron, dando cada uno su opinión. Un capuchino, sobre todo, pretendía ser inteligente en el asunto y quería ayudar a la Naturaleza. Todos estaban más o menos borrachos y creo que la hubieran matado. Yo me precipité sin sombrero por la escalera para buscar un médico viejo que vivía cerca. Cuando volví con el médico, los vecinos de todos los pisos ocupaban mi habitación. Cuatro desahogados, sentados a la mesa, concluían con mis cangrejos y mi champaña.
A mi llegada, oí un grito formidable y una lechera me presentó sobre una tabla un pedazo de carne, arrugada y doblada, que gemía y maullaba como un gato.
—Es una niña —me dijo.
El médico examinó a la recién parida, declarando que su estado era grave por haber sucedido el parto después de una cena, y se fue, anunciándome que mandaría a una enfermera y una nodriza. Las dos mujeres llegaron una hora después, trayendo un paquete de medicamentos. Yo pasé la noche en una butaca, demasiado aturdido para poder reflexionar sobre las consecuencias del lance.
Volvió el médico por la mañana y halló bastante mal a la enferma.
—Su mujer de usted —me dijo.
—No es mi mujer —le interrumpí.
—O su querida, poco me importa —y siguió enumerando los cuidados, los medicamentos y el régimen que necesitaba.
¿Qué hacer? Enviar a esa desgraciada al hospital hubiera significado aparecer a los ojos de toda la vecindad, del barrio entero, como un desalmado. La retuve en mi casa y estuvo seis semanas enferma en mi misma cama.
¿El niño? Lo di a criar en un pueblo cercano. Me cuesta cincuenta pesetas al mes y, habiendo pagado hasta hoy, me veo obligado a pagar hasta que me muera. Cuando tenga criterio para comprender, supondrá que soy su padre.
Y para colmo de desdichas, cuando estuvo curada…, me quería, me quería con delirio la muy…
Pero se puso delgada como un gato hambriento. Y me paso el día huyendo de la maldita, que parece un esqueleto, y me aguarda en las calles, se esconde para verme pasar, me detiene de noche cuando salgo, para besarme la mano, me aburre y me vuelve loco.
Ya sabéis por qué no celebraré nunca la Nochebuena.
Fin
(Guy de Maupassant)

Nota sobre el autor:
No se alarmen, es verdad que el cuento es un poco duro para las entendederas de hoy en día, pero tengan en cuenta que se escribió hace ya ciento cincuenta años, y entonces es lo que había.
A Enrique, el protagonista del cuento, le salió el tiro por la culata y por culpa de una mala noche se le fastidió la vida. Él, que sólo buscaba pasar una noche loca en compañía de alguna mujer gordita, (ya nos advirtió su preferencias por las rellenitas) mira por donde fue a encontrar una a punto de parir. Imagino que se le dio una situación poco habitual pero perfectamente posible entonces, en donde ésas pobres mujeres de “dudosa vida” se ganaban el sustento exponiendo y vendiendo sus cuerpos y salud al mejor postor apurando tiempo y momentos para no dejar de ganar.
De todas maneras debemos reconocer las buenas maneras de Enrique, así como su educación, pues desde un principio podía haber dicho la verdad y eximirse del mal trago, aunque quizás más que educación, que también, fue “el qué dirán” muy extendido en aquellos tiempos, lo que hizo que tragara con el asunto.
Hoy en día la posibilidad de que vivamos una situación así es muy remota, pues cualquier mujer, prostituta o no, está mucho más protegida y enseguida los servicios sociales se harían cargo de ella y del niño. También, pocos hombres, que requiriesen los servicios de alguna fulana iban a apechugar tan fácilmente con madre e hijo sin comerlo ni beberlo, salvo situación desesperada; afortunadamente ya no intimida tanto “el qué dirán” además tenemos las infalibles pruebas del ADN que nos asegurarían que el niño no es nuestro.
Lamentablemente el mundo de la prostitución ha existido siempre y existirá por más leyes restrictivas que hagan al respecto. Ahora se pretende castigar a los clientes y proteger a las putas; de lo segundo estoy de acuerdo, de lo primero tengo mis dudas razonables de que sea efectivo. Y es que soy de los que piensan, aunque sea una barbaridad decirlo, que el oficio tiene que existir mientras algún hombre tenga necesidad de sexo razonable y alguna mujer necesite ganar un dinero fácil. Eso sí, todo por mutuo acuerdo, sin coacción de ningún tipo y bajo aceptables medidas higiénicas. No olviden lo que se dice de la prostitución: “que es el oficio más viejo del mundo”
Por cierto, el autor del relato es el francés Guy de Maupassant. Ya he expuesto algún cuento más de él y he comentado algo sobre su tarambana vida. Este cuento de hoy lo tituló “La Nochebuena”, y ya saben el porqué.
Dicho queda…

                                                                                  Joaquin Yerga
                                                                                    29/08/2018

sábado, 25 de agosto de 2018

Un marido frustrado


Teodoro iba a casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza próxima a realizarse. La boda sería en mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno terrible: Teodoro entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria.
Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de nervios; derramó lágrimas que corrían por sus mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, o empapaban el pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.
Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso y evitando referir las molestias y las privaciones de la cruel campana, por no angustiar a la niña ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de Teodoro -no hay hombre que no caiga en estas puerilidades si está muy lejos y ama de veras-, mandaba noticias de que la muchacha vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la epidermis.
Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el caballo; le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vio que tenía destrozado el hueso de la pierna -fractura complicada, gravísima-. El médico dio su fallo: para salvar la vida había que practicar urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la operación con los ojos abiertos, y vio cómo el bisturí incidía su piel y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar al tuétano y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era llevada a que la enterrasen… Y no exhaló un grito ni un gemido; tan sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que chupaba.
Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo supuración ni calentura; cicatrizó el muñón bien y pronto, y Teodoro no tardó en ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar a Alemania otra hecha con arreglo a los últimos adelantos…
Al escribir a su novia desde el hospital, sólo había hablado de herida, y herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la herida alarmó a la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y acompañarle, y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba a resistir hasta la carta siguiente, donde él participase su mejoría?
Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar a Teodoro, le causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba a cada instante que iba a regresar, a ver a su adorada, y que ella le vería también…, pero ¡cómo! ¡Qué diferencia! Ya no era el gallardo oficial de esbelta figura y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece; tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción y que recibir una limosna de amor o de lástima, otorgada por caridad a su desventura. Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la impresión de su novia, cuando él llegase así, cojo y mutilado -él, el apuesto novio que antes envidiaban las amigas-. Ver la luz de la compasión en unos ojos adorados…. ¡qué triste sería, qué triste! Mirose al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su futura… Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que surgía al canto del lagrimal; pidió papel y pluma y escribió una breve carta de rompimiento y despedida eterna.
Dos años pasaron. Teodoro había vuelto a la Península, aunque no a la ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir a ella pocos días, y aunque evitaba salir a la calle, una tarde encontró de improviso a la que fue su novia, y, sofocado, tembloroso, se detuvo y la dejó pasar. Iba ella del brazo de un hombre: su marido. El amputado, repuesto, firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, de rodillas huesudas e innoble pie… y una sonrisa de melancólica burla jugó en su semblante grave y varonil.
Fin
(Emilia Pardo Bazán)


Nota sobre la autora:


Miré sus obras y seleccioné unos cuantos para hacerles partícipes de ellos, la mayoría sin mucha transcendencia pero fáciles de leer. Casi todos los cuentos cortos de esta gran mujer son de amor o desamor, asuntos a los que Emilia le dedicó muchas páginas durante su vida de escritora. Éste de hoy, imagino, sería muy frecuente en aquella belicosa época, y les cuento por qué…
Conozco mucha gente que, al igual que al mozo del relato, el Servicio Militar Obligatorio (Mili) les trastocó, como poco, sus vidas. Jóvenes con una vida placentera por delante, familiar o amorosa, incluso laboral, veían como se truncaba sus aceptables expectativas de futuro al tener que reincorporarse al ejército. Sin ir más lejos el que esto escribe: yo también sufrí las consecuencias de esta anomalía personal y os aseguro que no exagero si os digo que ésta (Mili) condicionó grandemente mi vida.
De todas maneras la “Mili” que a mí me correspondió ejercer durante un año y de la que no saqué nada práctico, no tiene nada que ver con las guerras que se desarrollaban en la época en las que Emilia nos encuadra la historia. Entonces hablábamos de batallas y de muertos; lo mío de paréntesis en la vida y perdidas de tiempo. Imagino que la guerra en la que perdió una pierna el protagonista, le hizo perder su amor y le destrozó su vida, serían las guerras carlistas, una de las tres que tuvimos en España entre mitad y finales del siglo XIX.
Espero que hayan disfrutado del relato. Reconozcan que se lee fácil.
Dicho queda…


Joaquín Yerga







martes, 21 de agosto de 2018

El amante indecente





-Explíqueme usted -dije al señor de Bernárdez- una cosa que siempre me infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que según usted asegura ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano?… ¿No sabe usted?: una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos a la frente.
El septuagenario parpadeó, se detuvo y un matiz rosa cruzó por sus mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo atribuí a cansancio, y le ofrecí el brazo, animándole a continuar el paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio. Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien situado para dominar el paisaje, nos tentó, y a un mismo tiempo nos dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez, se hizo cargo de mi pregunta.
-Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos; ¡en poblaciones como Colmenar, cada quisque mete la nariz en la vida del vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua lo inventa!
Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios a la par Cristo y Cirineo y echarse a cuestas su historia. He aquí la de Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del verde monte en que se asienta Colmenar:
-Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes con la leche en los labios. Ella tenía quince años; yo, dieciocho. Una muchachada, quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fue que, queriéndonos y llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al entrar yo en los treinta y cinco mi mujer empezó a parecerme así… vamos, como mi hermana. Le profesaba una ternura sin límites; no hacía nada sin consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase no veía sino por sus ojos…, pero todo fraternal, todo muy tranquilo.
No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos rogativas ni oferta a ningún santo para que nos enviase tal dolor de cabeza. La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría prosperaba; tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras; gozábamos de mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto, como el marino que se acerca al término de un viaje feliz, emprendido por iniciativa propia por gusto y por deber.
Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la huérfana, criatura de cinco años.
-Podríamos recogerla, Hipólito- añadió Romana-. Parte el alma verla así. Le enseñaríamos a planchar, a coser, a guisar, y tendríamos cuando sea mayor una cianita fiel y humilde.
-Di que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de manteca.
Esto fue lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre pudiese prever dónde salta su destino!
Recogimos, pues, la criatura, que se llama Mercedes, y así que la lavamos y la adecentamos, amaneció una divinidad, con un pelo ensortijado como virutas de oro y unos ojos que parecían dos violetas, y una gracia y una zalamería… Desde que la vimos…. ¡adiós planes de enseñarle a planchar y a poner el puchero! Empezamos a educarla del modo que se educan las señoritas…. según educaríamos a una hija, si la tuviésemos. Claro que en Colmenar no la podíamos afinar mucho; pero se hizo todo lo que permite el rincón este. Y lo que es mimarla… ¡Señor! ¡En especial Romana…. un desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan modesta para sí que jamás la vi encaprichada con un perifollo-. Encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes a la mejor modista de Madrid. ¿Qué tal?
Cuando llegó la chiquilla a presumir de mujer, empezaron también a requebrarla y a rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas, y yo a rabiar cuando notaba que le hacían cocos. Ella se reía y me decía, siempre, mirándome mucho a la cara:
-Padrino -me llamaba así-, vamos a burlarnos de estos tontos; a usted le quiero más que a ninguno.
Me complacía tanto que me lo dijese (¡cosas del demonio!), que le reñía solo por oírla repetir:
-Le quiero más a usted…
Hasta que una vez, muy bajito, al oído:
-¡Le quiero más, y me gusta más…. y no me casaré nunca, padrino!
¡Por estas, que así habló la rapaza!
Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal y, sin embargo, no sé, en mi pellejo lo que harían más de cien santones. En fin, repito que me puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias (porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché a rodar todo en un día…. en un cuarto de hora…
Todo a rodar, no; porque tan cierto como Dios nos oye, yo seguía consagrando un cariño profundo, inalterable, a mi mujer, y si me proponen que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos -se lo confesé a Mercedes misma, no crea usted, y lloró a mares-, antes me aparto de cien Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida común, se me figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse a mí, la sangre me daba una sola vuelta de arriba abajo y se me abrasaba el paladar, y en los oídos me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me aturdía.
-¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?- pregunté al viejo.
-De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Segovia, que iban a pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse a Mercedes, y lo que hice fue amueblar en la capital un piso, donde Mercedes se estableció decorosamente, con una cianita. Al pretexto de asuntos, yo veía a la muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fue mejor… vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo techo, y yo entre ellas.
Romana callaba -era muy prudente-, pero andaba inquieta, pensativa, alteada. Y decía yo: ¿Por dónde estallará la bomba? Y estalló… ¿Por dónde creerá usted?
Una tarde que volví de Madrid, mi mujer, sin darme tiempo a soltar la capa, se encerró conmigo en mi cuarto, y me dijo que no ignoraba el estado de Mercedes… (¡Ya supondrá usted cuál sería el estado de Mercedes!…), y que, pues había sufrido tanto y con tal paciencia, lo que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda propiedad…. como si lo hubiese parido Romana misma…
Me quedé tonto… Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera, ¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de derecho para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo vi empañado, lo envolví en un chal de calceta que me dio Romana para ese fin, y en el coche de Madrid  a Colmenar hizo su primer viaje de este mundo.
-¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted, dentro de los marcos gemelos?
-¡Ajajá! Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni Alfonso XIII se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él. El niño dormía en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le tenía en el regazo, ella le enseñaba a juntar las letras y ella le hacía rezar. Hasta formó resolución de testar en favor del niño… Sólo que él falleció antes que Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el veinte de marzo y una semana después voló a la gloria… Y Romana…. el siete de abril fue cuando la desahució el médico, y la perdí a la madrugada siguiente.
-¿Se le pegaron las viruelas?- pregunté al señor de Bernárdez, que se aplicaba el pañuelo sin desdoblar a los ribeteados y mortecinos ojos.
-¡Naturalmente… Si no se apartó del niño!
-Y usted, ¿cómo no se casó con Mercedes?
-Porque malo soy, pero no tanto como eso -contestó en voz temblona, mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrimas asomaba a sus áridos lagrimales.
FIN
(Emilia Pardo Bazán)

Nota sobre la autora:

Este cuento de amor, porque, aunque ahora estaría muy mal visto no deja de ser una historia de amor, lo escribió la gallega Emilia Pardo Bazán. Debemos tener en cuenta, antes de llevarnos la mano a la cabeza, que la acción se desarrolla en el siglo XIX, y ya sabemos cómo era la sociedad de machista entonces.
Para que veamos lo que ha cambiado las cosas, sobre todo en cuestiones de relaciones sociales y de los derechos de las mujeres, que hoy estaría el protagonista del relato en la cárcel, por yacer y procrear con jovencita menor de edad, sin embargo entonces era asunto casi habitual y nadie se escandalizaba.
El argumento principal del cuento sería muy común en aquellos tiempos. Imaginemos por un momento en aquellos años de penuria y hambre, donde la mayoría de la población andaba bajo el umbral de la pobreza excepto los privilegiados de siempre, la cantidad de niños y niñas huérfanos y desamparados que quedaban contantemente en la calle y al albur de hombres sin escrúpulos que, como poco, las obligaban a contraer matrimonios convenidos, o quedaban destinadas directamente a ser candidatas al abuso y violaciones.
Emilia Pardo Bazán escribió muchos cuentos cortos de amor y en muchos de ellos se vislumbra sus vivencias infantiles en paisajes rurales gallegos. Más tarde cambió su temática y debido a sus años de residencia en Madrid, empezó a tratar el cosmopolitismo de la capital.
El estilo de Emilia, como escritora de su época, fue el realismo y naturalismo que se llevaba entonces. Tengan en cuenta que había terminado ya el romanticismo, en donde todo era más subjetivo e idealista.
Compañeros de la escritora gallega, que tuvo muchos, fueron casi todos los intelectuales de entonces, por ejemplo, el andaluz Valera, ligón de tomo y lomo y autor de novelas como “Juanita la Larga”, Ramón de Campoamor, Unamuno, o Benito Pérez Galdós, que fue su amante durante unos años.
De los muchos cuentos que tiene esta avanzada mujer he escogido este porque me parece uno de los más amenos e interesante, aunque quizás el más famoso suyo fue “El encaje roto” que ya una vez lo expuse. Éste se titula Sara y Agar, ignoro el por qué.
Espero que lo hayan disfrutado.

                                                   Joaquin Yerga
                                                      21/08/2018

viernes, 17 de agosto de 2018

El amor llamó a mi puerta




"Supongo que a veces te toca ser sólo un momento en la vida de alguien"

Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.
Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:
-¿Quién llama?
Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:
-Un viajero.
Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor, acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa, muda, veloz como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían a Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Que en olvido las tenía puestas…. cuando el huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que «ya» había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.
Y habéis de saber que sólo al oír esta declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el huésped.
Fin

(Emilia Pardo Bazán)


Nota sobre la autora:

Emilia Pardo Bazán, la Pardo Bazán como le llamaban, fue una mujer de “armas tomar”, una mujer muy adelantada a su tiempo, no en vano estudió, escribió, viajó he hizo cosas que en aquella época era impensable vérselas hacer a las mujeres.
Gallega, aunque afincada en Madrid y de familia adinerada se casó muy pronto pero su matrimonio fracasó y decidieron separarse por mutuo acuerdo. Separarse físicamente porque entonces, siglo XIX, como ya sabemos no existía el divorcio. El marido se fue a Galicia y ella se quedó en Madrid coleccionando amantes, todos ellos gente ilustrada. El más famoso fue Benito Pérez Galdós.
Emilia escribió un montón de novelas y relatos cortos y hoy en día está considerada una de las mejores escritoras españolas de todos los tiempos. El relato que nos ocupa hoy, “El viajero” creo, que es una especie de canto al amor. No soy critico ni especialista pero mi impresión es que el viajero que viene y va, que da muchos disgustos unas veces y satisfacciones otras, no son más que las secuelas del amor más profundo.
Espero que lo hayan disfrutado.

                                                                  Joaquín Yerga
                                                                   18/08/2018
                                                                 


domingo, 12 de agosto de 2018

El corazón delator





¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
 Fin.
(Edgar Allan Poe)




Nota sobre el autor:

Qué decir de Edgar Allan Poe que no sepan todos. Quizás que fue el precursor de toda la novela policiaca, de intriga o incluso de terror. Pocos escritores de novelas han existido después de él que no se hayan dejado influenciar por sus escritos.
Poe nació en Boston en 1809, es decir, cuando aquí estábamos aun en plena guerra de la Independencia y murió en Baltimore en los Estados Unidos, a los cuarenta años, demasiado joven. Imaginaros la cantidad de novelas y buenos libros que nos hemos perdido por su temprana muerte.
Los padres de Poe murieron pronto y dejaron al niño huérfano de ambos, lo que hizo que lo adoptara un rico comerciante de origen escocés que era pariente de su madre. Este hombre se portó muy bien con él y a su muerte le dejó una herencia que le permitió dedicarse de lleno a la literatura.
Cambió de ciudad varias veces y estuvo, incluso en Europa, visitando Londres y Paris. De vuelta en América se trasladó a vivir a Nueva York y Baltimore donde llego a hacerse cargo de un periódico que estaba en la ruina y que él levantó y lo hizo próspero gracias a sus relatos por entregas que publicaba semanalmente en él.
Con 26 años se casó con Virginia Clemmfg, una jovencita de 13 años, lo que ha dado lugar a que muchos biógrafos y expertos en su figura entiendan que lo hizo por padecer algún problema de cariz psicológico, como el complejo de Edipo. Creen que Poe se comportó con ella como un padre o hermano mayor más que como esposo y que todo esto fue debido a una más que probable impotencia sexual. Sea lo que fuere, él la quiso y cuando murió su mujer, a los pocos años, comenzaron sus desgracias tanto físicas como psicológicas; se agarró al alcohol y al láudano (opio) que a la postre le llevaron a la tumba.
Aunque personalmente después de morir su mujer su calidad de vida empeoró de manera notable, literariamente fue el momento de mayor esplendor, quizás el alcohol y el opio hiciera estragos en su privilegiada mente hasta el punto de hacerle engendrar esas magnificas historias de terror psicológico que nos ha regalado a la humanidad para nuestro deleite.
Murió en plena calle tras una sonora borrachera, y padecer unos cuántos años de alcoholismo con sus “Deliriums tremens” producidos por la bebida. Después de morir su mujer intentó rehacer su vida sentimental y profesional pero las borracheras y la mala vida se lo impidieron, hasta el punto de ir degenerando poco a poco camino de su temprana muerte.
Lo que escribió Edgar Allan Poe fue inmenso por su cantidad y muy bueno por su calidad; apuesto que poca gente se ha resistido a leer algunas de sus novelas y relatos. A mí, que las he leído casi todas, me gusta especialmente “Los crímenes de la calle Morgue” que fue la precursora del moderno relato deductivo policíaco, o “La carta robada” del mismo estilo. Luego están los relatos cortos como “El cuervo”, “Manuscrito encontrado en una botella” o el “El escarabajo de oro”. Y qué me dicen de “La caja oblonga”, “El barril de amontillado” o “El gato negro” … En fin, lo bueno de Poe era la sencillez de su prosa y lo intrigante de su argumento que hacía que cualquiera, incluidos los jovencitos como era mi caso cuando leía sus relatos, nos engancháramos ávidos a su lectura, y re-lectura, porque yo los sigo leyendo como el primer día.

Dicho queda…
                                                                                Joaquin Yerga
                                                                                13/08/2018

domingo, 5 de agosto de 2018

Armas de mujer






Después de comer en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para salir, y se puso a despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así la última noche del año, solo, escribiendo; recordaba cuanto le había ocurrido en doce meses, todo lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus meditaciones la imagen de un amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo cordial de Año Nuevo.
Se sentó, abrió un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y darle un beso, la dejó encima de la mesa y empezó una carta: "Mi adorable Irene: Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en ti..." No pasó adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venía... Desde marzo tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de aventuras, actriz, callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido y logrado con verdadero amor.
El ya no era un joven; pero distando todavía de ser viejo, miraba seriamente las cosas a través de un prisma positivo y práctico. "Hizo balance" de su pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de sus amistades y de todas las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado su primer apasionamiento ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto la quería y cuál pudiera ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió arraigado en su alma un cariño profundo, mezcla de ternura, encanto y agradecimiento, poderosos lazos que sujetan para toda la vida.
Un campanillazo le hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un desconocido, que al pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía, salió al recibimiento, hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio en el descansillo a su querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en la pared. Sorprendido, preguntó:
—¿Qué te pasa?
Ella dijo: —¿Puedo entrar?
—¡Ya lo creo!
—¿No me verá nadie?
—Absolutamente nadie.
 —¿Ibas a salir?
—No.
Entró, como quien tiene muy conocida la casa, y desplomándose, casi desmayada, en el diván del gabinete, rompió a llorar. El, arrodillado junto a ella, procuraba suavemente descubrir y ver sus ojos, repitiendo:
—Irene, Irene mía, ¿por qué lloras? Te lo suplico. ¡Dime por qué lloras!
La mujer balbució entre sollozos:
—¡No puedo.., vivir así!
No la comprendía. —¿Vivir así? ¿Cómo?
—No puedo vivir así... en mi casa. No quise decírtelo nunca, pero es horrible... No puedo..., sufro demasiado... Me atormenta... Me ha maltratado!...
—¿Tu marido?
—Sí...
—¡Ah!... Le sorprendió, porque no imaginaba— ¡cómo imaginarlo! —que fuera brutal con su querida el marido; un hombre de finos modales, que frecuentaba el casino, la sala de armas, paseos y escenarios; jinete y tirador; muy conocido y estimado en sociedad, correcto y cortés; hombre de pocos alcances y de limitados conocimientos, pero con la inteligencia indispensable para discurrir como todas las gentes de su mundo y respetar las preocupaciones y rutinas elegantes. Parecía ocuparse de su mujer, como debe hacerlo un hombre, acaudalado y aristócrata: atendiendo a sus caprichos, a su salud, a sus trajes y dejándola perfectamente libre.
Desde que Randal fue presentado a Irene y ella le recibió con agrado, tuvo derecho a las deferencias que todo marido culto sabe guardar a los contertulios de su mujer. Cuando Randal pasó de ser amigo a ser amante, las deferencias del esposo aumentaron, es natural. Y como nada le hizo sospechar que hubiese tempestades íntimas en aquel matrimonio, le sorprendía mucho esta revelación inesperada. ¡Te ha maltratado! No llores y dime cómo fue.
Irene contó una historia muy larga: sus desavenencias, al principio triviales pero más hondas de día en día, la incompatibilidad de sus temperamentos. Empezaron las disputas, acabando en una separación completa; el marido se mostró suspicaz, violento. Más adelante, celoso, celoso de Randal; y acababa de maltratarla.
 —... No vuelvo a mi casa, no. Dime lo que debo hacer.
Jacobo se había sentado muy cerca, y le cogió las manos.
—Piénsalo mucho, y no lo hagas ciegamente; que todas las culpas caigan sobre tu marido; tu salva tu posición de mujer irreprochable.
Mirándole con inquietud, Irene le preguntó: —¿Qué me aconsejas? —Vuelve a tu casa y sufre con resignación hasta encontrar un pretexto para separarte con todos los honores.
 —¿No es algo cobarde tu consejo?
—Es prudente. No puedes arrojar por la ventana tu honra y las atenciones que debes a tu familia. ¡Qué dirán de ti si renuncias a todo en un momento de locura!
Irene se levantó excitada, violenta:
—No puedo más. Todo acabó. ¡Se acabó, se acabó y se acabó!
Luego, apoyando ambas manos en e1 pecho de su amante, le miró a los ojos.
 —¿Me quieres?
—Mucho.
—¿De veras?
—¡Tan de veras!
—Pues bien; viviremos juntos en tu casa.
Randal exclamó asombrado:
—¿En mi casa? ¿Conmigo? ¿Te has vuelto loca? ¿Comprometerte, deshonrarte para toda la vida?
Ella repuso, lentamente, con seriedad, midiendo las palabras:
—Oye, Jacobo. Me ha prohibido que te vea. Yo no soy mujer de las que mienten y engañan. Si vuelvo a mi casa, no volveré más a la tuya. Elige. —Si te divorciases, nos casaríamos —Era necesario esperar dos o tres años... Tu cariño, ¿tiene tanta paciencia? ¿No se sublevaría en ese tiempo? —Reflexiona. Si te quedas hoy aquí, mañana te reclamará; es tu marido: el derecho le asiste, le .ampara la ley.
 —No me interesa quedarme aquí, lo que yo quiero es ir contigo a cualquier parte. Si me quieres, vámonos a donde tú digas, y si no me quieres, adiós.
Jacobo la detuvo:
—Irene, ten calma;
Ella no quería oírle; con los ojos llenos de lágrimas, repetía:
—Déjame..., déjame..., déjame...
La hizo sentar a la fuerza y se arrodilló de nuevo a sus pies. Trató —acumulando reflexiones y consejos— de hacerle comprender lo irreparable de aquella resolución. Estuvo elocuente, y hasta en su mismo cariño halló argumentos convincentes. Le suplicó una y mil veces que le atendiera, que razonara como él, que no se ofuscase.
Fría, serena, cuando Jacobo calló, Irene dijo:
—Está bien; permite que me levante y que me vaya
—No; eso, no.
—Déjame. Tú me rechazas, me voy
—Te vas, pensando que no te quiero.
—Me rechazas.
—¡Dime si tu resolución, si tu loca resolución, de la cual te arrepentirás luego, es irrevocable!
—Sí... Pero ¡déjame!
—No; si estás decidida, mi casa es tu casa. Nos iremos lo antes posible a un lugar seguro; te acompañaré, te seguiré...
—No; no quiero que te sacrifiques. Comprendo... que te sacrificas.    Espera; hice cuanto pude para convencerte; no quise contribuir a perjudicarte. Pero lo que tú hagas
—Habla; explícame cómo te convenciste cuando te proponías convencerme; dime lo que has pensado.
—No he pensado nada. Te advierto que haces una locura, una terrible y dolorosa locura. Insistes, y te pido mi parte; lo de cada uno debe ser de los dos: tu locura, como todo.
—Tampoco me convences.
—Óyeme bien. No se trata ni de sacrificio ni de abnegación. Cuando comprendí que te amaba, pensé lo que debieran pensar todos los amantes en situaciones parecidas: "El hombre que pretende a una mujer, que la enamora, que la consigue, contrae un sagrado compromiso. Naturalmente, cuando se trata de una como tú y no de una mujer fácil y casquivana. El matrimonio, que tiene mucha importancia social, un gran valor legal, a mi juicio, vale poco, moralmente, por las condiciones que lo determinan. Así, cuando una mujer sujeta por ese lazo jurídico, pero que no quiere a su esposo, que no puede quererle, cuyo corazón es libre, siente cariño por un hombre y se hace suya, ese hombre se compromete más en ese mutuo consentimiento que formalizando legalmente un matrimonio. Y si ella y él son personas honradas, la unión debe ser más íntima y estrecha que si la consagraran todas las ceremonias. En tales circunstancias, la mujer se arriesga mucho. Y, porque no lo ignora, porque lo da todo, su corazón, su cuerpo, su alma, su honor, su vida; porque se ha resignado a sufrir todas las miserias y todas las derrotas; porque realiza su amor heroicamente; porque se ha resuelto a desafiar las iras de su marido, que .puede matarla, y el desprecio del mundo, que puede perderla, ¡es digna de respeto! Por eso también su amante, al pretenderla, debió pensarlo y prevenirlo todo, preferiría siempre a todo, en cualquier circunstancia. No tengo nada que añadir. Advertí primero —como un hombre prudente; ahora ya puedo hablar como un hombre apasionado. ¡Soy tuyo!
Radiante de alegría, Irene selló sus labios con un beso.
—Viviremos como siempre; no ha pasado nada: he fingido... Quise ver cuánto me querías...
Una prueba muy arriesgada...
Ya la hice... ¡Qué feliz Año Nuevo me ofreces!!

 (Guy de Maupassant. 7 de enero de 1887)



Nota sobre el autor:
Es éste otro ameno relato de Maupassant y, aunque reconozco que estoy un poco pesado y repetitivo con este autor no por ello no deja de ser mejor ofrecerles mil veces cualquiera de él que los muy tediosos y aburridos míos.
Hablando un poco del autor y su época, debemos tener en cuenta que la de Maupassant (siglo XIX) eran  tiempos en donde predominaba, sobre todo en la alta y media sociedad los buenos modos y la caballerosidad, y el orgullo y la honra eran bienes muy preciados. También es verdad que se trataba de un mundo un poco hipócrita pues la apariencia y la dignidad de las personas estaban muy sobrevaloradas; importaba mucho más las formas y el qué dirán que el fondo de las cosas; recuerden que era muy común batirse en duelo ante cualquier ofensa o agravio de tipo familiar, sentimental o económico que se hiciera.
El siglo XIX, sobre todo la segunda mitad, fue el siglo de Francia como nación importante y marcadora de tendencias de todo tipo: arte, literatura, ciencia etc. En esa época y contemporáneos de Maupassant estaban, nada menos, que Balzac (Eugenia Grandet) Víctor Hugo (Los Miserables) Flaubert (Madame Bovary) Gautier, Alejandro Dumas (El conde de Montecristo) Julio Verne (20.000 leguas de viaje submarino), sin contar con Pasteur, Madame Curí, Manet, Monet, Delacrix. etc. etc.
La ciudad más admirada, visitada e imitada del mundo en ése siglo era sin duda París. Era la meca de cualquier artista que quisiera triunfar en la vida. Paris le debe a ésos tiempos su fisionomía más conocida, recuerden, la Torre Eiffel se hizo en 1889 para una exposición de carácter temporal, luego se quedó para siempre. También los grandes bulevares o el Arco de Triunfo se hicieron en esa dorada época parisina. Gay de Maupassant vivió en aquellos tiempos, y les aseguro que les sacó buen provecho. Se fue “al otro barrio” bien satisfecho, no se privó de nada “el tío”, sobre todo de asuntos carnales.

Dicho queda…

                                                                         Joaquin Yerga
                                                                          05/08/2018