Yo
te amaré en silencio... como algo inaccesible,
como
un sueño que nunca lograré realizar;
y
el lejano perfume de mi amor imposible
rozará
tus cabellos... y jamás lo sabrás.
--J.
A. Buesa--
Me invitaron a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo
de Meneses pero no pude asistir, y lo lamentaré siempre, porque me enteré al día siguiente que Micaelita, al pie mismo del
altar, al preguntarle el cura si recibía a Bernardo por
esposo, soltó un NO claro y enérgico.
Me imaginé el cuadro, y qué coraje me dio por no haberlo contemplado por mis propios ojos. Me figuraba el salón
atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y
terciopelo, con collares de pedrería y al brazo la mantilla blanca
para tocársela en el momento de la ceremonia.Y
entre el silencio y la respetuosa atención de los circunstantes, el
sacerdote formula una interrogación, a la cual responde un «NO» seco
como un disparo, rotundo como una bala, ¡Oh!..
Me
imaginé también el movimiento del novio, que se revuelve herido; el
ímpetu de la madre que se lanza para proteger y amparar a su hija;
la insistencia del obispo asombrado; el estremecimiento del concurso;
el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa?
¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Qué dice «no»?
Imposible... Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio, dios mío!... «
Todo
esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el
caso de Micaelita a la par que drama fue inaudito.
Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se
limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre
y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del altar, mientras
el SÍ no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa
se devanaban los sesos emitiendo suposiciones inverosímiles.
A
los tres años (cuando ya casi nadie iba acordándose de lo sucedido en la boda de Micaelita), me la encontré en un balneario de moda
donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las
relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se
hizo tan íntima mía, que una tarde paseando hacia la iglesia me
reveló su secreto:
---Fue
la cosa más tonta---me dijo---ya sabe usted que mi boda con Bernardo
de Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de
felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que
ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba
enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su
carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía
siempre cortés, deferente, blando como un guante.
Llegó
el día de la boda---prosiguió Micaelita--a pesar de la natural
emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez más en el
soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el regalo
de mi novio. Había pertenecido a su familia de toda la vida, era una
maravilla, digno del escaparate de un museo. Bernardo me
lo había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a
impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía
suponer que era poco para mí.
Cuando
eché a andar hacia el salón---me aseguró Micaelita---en cuya
puerta me esperaba mi novio, al precipitarme para saludarle llena de
alegría por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo,
el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan
mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del
desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno colgaba
sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo,
contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas
chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y
la injuria... No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente;
pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció
desnuda un alma.
Debí inmutarme del disgusto--concluía Micaelita---por fortuna el tul de mi velo me
cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el
júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror
profundo. Bernardo se me aparecía siempre con
aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de
sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con
ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería entregarme
a tal hombre, ni entonces, ni jamás. Y, Sin embargo, fui
acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del
obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los
labios, impetuosa, terrible... Aquel NO brotaba sin proponérmelo;
me lo decía a mí misma.... ¡para que lo oyesen todos!
-¿Y
por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos
comentarios se hicieron?---le pregunté yo-
--Lo
repito, señora, por su misma sencillez: No se hubiesen convencido jamás.
Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que
había razones de esas que llaman serias...
--Emilia
Pardo Bazán--(resumido por Joaquín😇😇)