En cierta ocasión ella me dijo: "anoche soñé
que estaba muerta y que tú llorabas sin
consuelo cerca de mi cadáver. Pero yo continuaba
viviendo, yo me hallaba a tu lado y te decía:
¡No llores! Aquí estoy. Mírame... sólo que tú no
me mirabas y seguías llorando"
¿Será esta, dios mío, la maravillosa realidad presente?
¿Fue verdad su sueño? ¿Se halla a mi lado y yo no la veo?
--Amado Nervo--
Aquella mañana me pasé por el número 13 de la calle Santa Isabel. Del portal de su casa salía su féretro a hombros de unos familiares. Ella iba dentro. Se llamaba Teresa y había sido mi gran amor.
Cuando supe de su muerte creí morir, aunque hacía meses que apenas nada sabía de ella. Se había casado por despecho con Narciso, mi mejor amigo.
Días antes de su muerte fui a verla. Eran ya vísperas de su agonía. Pálida de muerta era su cara, pero seguía tan bella como siempre. Los cirios que alumbraban su rostro inerte parecían derramar lágrimas de cera ante su carita de virgen. Narciso lloraba inconsolable en una esquina de la habitación.
Frente a su cama y mientras intentaba evitar sin éxito que el llanto inundaran mis ojos, recordé algunos días felices junto a ella.
Había conocido a Teresa en Almendralejo con apenas dieciséis años. Vivía con su padre viudo, un tipo arisco y amargado. Yo cumplía ya los veinte y acababa de regresar al pueblo.. No tardé apenas nada en enamorarme de ella.
Mi cabeza de eterno adolescente bullía haciendo planes con Teresa, pero el padre impedía la relación. Yo no era el marido ideal que buscaba para su niña, me dijo un día.
Huimos a Madrid y a Portugal, y a París, y Londres.... Vivimos mil aventuras; los mejores años de nuestra vidas. Tuvimos una hija, Blanca le pusimos de nombre; hermosa era como su madre. Pero...
Un día ella me abandonó. Por mi buen amigo, Narciso, me dejó.
Recuerdo que, llorando, me dijo aquella última noche:
---¡Lo siento en el alma, Jose, te dejo! Tu hija y yo no podemos soportar por más tiempo la inseguridad económica y social en la que nos arrastras. Estoy harta de viajes y de huidas. Eso sí, te quiero con locura, siempre te querré..
Reconozco, ¡qué menos,! que la clandestinidad a la que me empujaba la política de entonces nos impedía vivir estables y tranquilos.
Que sepáis que lloré de impotencia cuando se me fue de mis brazos, pero aún esperaba reconquistarla.. Por eso fui a verla cuando murió... Teresa lo fue todo para mi.
Quiero que miréis estos versos que le dediqué. Ellos os dirán hasta qué punto la quise:
Me abrasan tus manos,
me hielan tus besos
que brotan tus labios
violados y secos.
¡Qué pálida estás, vida mía!
¡Qué a prisas respiras!
No tan cerca.., me quema tu aliento.
¡No llores! ¡No llores!,
Por cierto, no os lo he dicho, mi nombre es José de Espronceda, escritor y poeta, y soy paisano vuestro. Morí joven, demasiado joven, a los 36 años. La clandestinidad, el trajín de la vida, y la muerte de Teresa contribuyeron al fatal desenlace.
Por si no lo sabéis, mis restos reposan en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.
Jose E.
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