A mi me gustan las tardes grises,
las melancolías, las heladas,
en que las rosas tiemblan de frío,
en que los cierzos gimiendo pasan,
en que las aves, entre las hojas,
el pico esconden bajo el ala.
--Amado Nervo--
Hace ya muchos muchos años, gobernaba en León un rey muy especial, Sancho I se llamaba, y le apodaban “El Craso”. Lo de especial de Sancho I era que pesaba, nada menos, que 250 kilos.
El pobre Sancho, debido a su extrema gordura, no podía montar a caballo, no podía yacer con una mujer alguna ni participar en ningún concurso ni torneos, tan propios de los reyes de la época. Tal era la conmoción y desafecto que causaba entre sus propios súbditos por su oronda figura y descomunal aspecto, que estos llegaron a perderle el respeto y, claro, hasta ahí podíamos llegar...
El pobre Sancho estaba desesperado. Sus ministros y asesores se devanaban los sesos como locos buscando alguna solución. Por fin vislumbraron un poco de esperanza: llegó una confidencia a sus oídos de que en Córdoba, el poderoso califa Abderramán III, tenía a su servicio un famoso médico judío capaz de curarle.
Inmediatamente y, a pesar de la enemistad manifiesta que había entre cristianos y árabes en aquellos belicosos tiempos, se pusieron en contacto ambos gobiernos y llegaron a un acuerdo. Y así fue como al “Craso” lo metieron en una carreta y, acompañado de una numerosa cohorte de soldados y sirvientes, enfilaron rumbo al sur; pasaron por Fuente de Cantos y llegaron a Córdoba..
Todo salió bien, en sólo unas cuantas semanas, Sancho I, adelgazó 160 kilos. ¿El método para hacerlo? ¡de caballo!, ¡atroz!. Le cosieron los labios, con lo que no podía comer nada sólido, sólo infusiones a través de una pajita. Además le hacían moverse por un pequeño patio tirando de él con cuerdas, pues no quería ni podía dar un paso; y todo eso acompañado de humeantes saunas de agua hirviendo para sudar. Al final del proceso fue sometido a un durísimo plan de masajes para acabar con los colgajos de pellejos sobrantes. El tío quedó como un pincel.
Y regresaron a León. Se acomodó en su trono y ordenó a sus más principales súbditos desfilar ante él para que vieran su nuevo look. Después, ya más tranquilo y sosegado, pidió que le trajesen un caballo y una moza; el primero para montar ¿y la segunda? Bueno, la segunda para lo mismo.
Por cierto, la factura que le pasó Abderramán III a Sancho por la cura de adelgazamiento no fue barata; diez fortalezas fronterizas con sus torreones correspondientes nos costó el gordo, quizás Segura de León estuviera entre ellas. (Fuente de Cantos nunca ha tenido castillo y en aquellos lejanos tiempos era una aldea de moros dependiente del castillo de Montemolín).
No os extrañéis por la minuta pagada, hoy pagamos parecidos precios por pactos entre políticos..
Joaquín
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