Dices que tienes corazón, y sólo
lo dices porque sientes sus latidos.
Eso no es corazón..., es una máquina,
que, al compás que se mueve, hace ruido.
(Bécquer)
Decía Abraham
Lincoln, el más querido presidente de los Estados Unidos, que todos
nacemos iguales pero que es la última vez que lo somos.
Evidentemente se refería a nuestra desnudez al salir por primera a
la luz y no a la manera de hacerlo, puesto que no nace con las mismas
garantías de vida un niño en Etiopía que otro en Finlandia. Con la
muerte pasa algo parecido, una vez tiesos todos volvemos a estar
igual que al principio, no hay distinción entre ricos y pobres ni
entre sabios y tontos pero, eso sí, cambia y mucho la forma de
morir, miren sino...
Hubo una vez un filosofo griego del siglo V a.c., muy influyente, Demócrito se llamaba. Fue el precursor de los átomos, el primero que pronosticó que toda materia estaba formada por células y éstas a su vez por átomos indivisibles, aunque luego se descubriría que incluso los átomos están compuestos de piezas más pequeñas aun como son los neutrones y protones. Bien, pues el bueno de Demócrito era un tanto especial para sus cosas, resulta que estaba convencido de que mientras menos comiera una persona mejor, viviría más años, decía convencido. Además recomendaba vivamente la miel como único alimento reconocido para la longevidad.
Demócrito llevó sus convicciones tan lejos que se fue dejando morir lentamente; cada vez comía menos. Llegó un momento tal en el que su cuerpo no aguantaba más. Los médicos le dieron tres días de vida. Sus amigos y discípulos les rogaban desesperados que comiera, que así se salvaría; y él, ¡por fin!, pareció haber escuchado las súplicas, pidió un tarro de miel. Todos entusiasmados le llevaron raudos un bote con la mejor miel de la comarca; el filosofo, haciendo un ímprobo esfuerzo cogió el tarro con las pocas fuerzas que le quedaban y, se limitó a oler la miel; ni que decir tiene que vivió dos días más, murió el hombre de inanición.
Joaquín
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