Tengo su alma, amiga..
La noto, la siento, la palpo a mi lado,
y me da fuerzas..
Ella alumbra mis noches y excita mis días.
Sin ella, amiga mía, estaría perdido, extraviado,
acabado..
Ella me guía y conduce con mano dulce y sabia
por los torcidos vericuetos de la vida.
Ella sabe de mi, ella conoce mis debilidades
y endereza mi rumbo, a veces errante,
a veces seguro, pero siempre presto a sucumbir
a aviesas tentaciones.
--Joaquín--
Ya nadie se acuerda de ellos pero, a principios de los noventa fue toda una revolución para la música; me refiero a los clásicos Cds. Y digo mal en lo de clásico, porque a estos disquetes no le dieron tiempo ni a hacerse clásicos, desaparecieron bruscamente, igual que entraron.
Me estaba acordando de ellos por dos motivos: acabo de leer que la duración de los Cds siempre era de 72 minutos, justo lo que duraba la novena sinfonía de Beethoven. Por cierto, ésta sinfonía conocida también como el himno a la alegría, es sin duda la más importante de éste compositor, y la que ha escogido la Unión Europea como canción universal.
El segundo motivo por el que he recordado los Cds de música, tan prácticos tan efímeros y tan novedosos en su día, es porque he vuelto a ver estos días a un viejo amigo que trabajó en la única empresa de Madrid que los fabricaba.
De todas maneras los fugaces Cds nunca llegaran a ser tan añorados como los discos de vinilo, que ahora son pura nostalgia. Tanto que incluso han vuelto a fabricarlos, mientras que a los pobres Cds nadie los hecha de menos. Y es que: un viejo disco de 45 revoluciones con la caratula de los Beatles no tiene precio. Yo tengo unos cuantos..
Joaquín
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