Cierto día, una chica me llamó en mitad de la noche (debió equivocarse) para informarme que estaba a punto de suicidarse. La mantuve en el teléfono como pude y le hablé de mi experiencia con la depresión, que la tuve una vez y muy gorda. Luego le fui dando razones tras razones para seguir viviendo. Finalmente ella me prometió que no se quitaría la vida. Mantuvo su palabra.
Casualidades de la vida, a raíz de eso nos conocimos más tarde e intimamos. En cuanto pude le pregunté:
---Dime: ¿qué razón de las que te di te persuadió para no suicidarte?
---Ninguna de las razones---me dijo ella tajante
---¿Pero algo de lo que te dije te influenció para querer seguir viviendo, no'?---insistí
La respuesta de ella fue simple. Me sorprendió:
---¿Quieres saber la verdad? ¡Muy bien!, fue tu voluntad de escucharme en medio de la noche. Un mundo en el que vi que había alguien dispuesto a escuchar el dolor de otro; me pareció un mundo en el que valía la pena vivir.
A menudo, no es el brillante argumento lo que hace la diferencia. A veces el pequeño acto de escuchar es el mejor regalo que podemos dar. El hombre que ayudó a la chica no fui yo, Joaquín, un tipo vulgar y sin enjundia para estas cosas, sino Viktor Frankl, uno de los grandes psiquiatras del siglo XX.
Por cierto, ambos se hicieron amantes, y fueron felices, ¡oh, sí, fueron muy felices!...
Joaquín

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