Dormitaba Santiago detrás del confesionario en la iglesia que él creía vacía.. de pronto, sin saber cómo ni
por qué, se convirtió en involuntario testigo de una confesión:
---¡Le repito, padre, que puse
veneno en su tisana!
Eran palabras
dichas con impaciencia por su madre; sólo eso escuchó.. Su madre,
cuyo rostro no alcanzaba a ver, se levantó del reclinatorio y,
silenciosamente, desapareció en la espesura de las tinieblas. El
sacerdote estaba quieto como un muerto, y largos minutos
transcurrieron antes que abriera la portezuela y se marchara él
también, con el paso lento de un hombre destrozado.
El
persistente tintineo de las llaves del sacristán invitándole a salir de la iglesia, resonó largamente en la nave; Santiago apenas pudo levantarse.. Pero, ¡Qué había ocurrido! ¡Todo se derrumbaba, todo se esfumaba, todo no era más que una
monstruosa broma! Vivía solo con esa madre, que no veía casi a
nadie y apenas si salía para asistir a los servicios religiosos. Se
había acostumbrado a venerarla con toda su alma, como a un modelo de
rectitud y de bondad. Jamás encontró nada oscuro en ella, nada extraño, ni una duda, ni un desvío.
Desde la muerte de su esposo, al
que mataron en la guerra, y de quien Santiago apenas guardaba un
recuerdo, su madre nunca había dejado de vestir de duelo y de ocuparse
exclusivamente en la educación de su hijo, de quien no se separaba
un solo día.
Aquello era como para
perder la razón---pensaba Santiago con tristeza---como para salir a gritar por
las calles. ¡¡Su madre, una asesina!! ¡Era insensato, era absurdo, era absolutamente imposible! y, no obstante, era
cierto. ¿No acababa acaso de confesarlo ella misma? Era como para
arrancarse los cabellos. Pero, ¿asesina de quién? ¡Dios mío, él
no sabía de nadie que hubiese muerto envenenado entre la gente
conocida!.
Ebrio de horror y desesperación,
Santiago volvió a su casa. Su madre corrió enseguida a abrazarlo.
---¡Qué tarde vuelves, mi
querido hijo! ¡Y qué pálido estás! ¿Te sientes mal, acaso?
---No-–respondió él---no estoy
enfermo, pero el fuerte calor que hace me fatiga y creo que no podré
cenar. ¿Y tú, mamá, no sientes ningún malestar? ¿No has salido a
buscar un poco de frescura? Me pareció verla de lejos en el
muelle.
---He salido, en efecto, pero no
pudiste verme en el muelle. Fui a confesarme, cosa que tú, pillastre, me parece ya no practica desde hace tiempo.
Santiago se sorprendió de no
sentirse ahogado, de no caer de espaldas, fulminado ¡Entonces era verdad que había
ido a confesarse! ¡No se había quedado dormido en la iglesia, y esa
horrible catástrofe no fue una pesadilla como llegó a imaginar!!
No se desvaneció, pero
palideció profundamente, tanto que su madre se alarmó.
---¿Qué tienes, mi pequeño
Santiago?–le dijo ella--tú sufres, tú ocultas algo a tu madre.
Deberías tener más confianza en ella, que sólo te ama a ti y que
sólo te tiene a ti… ¡Cómo me miras, querido tesoro mío!… ¿Qué
te ocurre, pues? ¡Me asustas!…
Lo tomó amorosamente entre sus
brazos.
---Escúchame con atención,
muchacho. No soy una mujer curiosa, bien lo sabes, y no pretendo
juzgarte. No me digas nada, si no quieres decirme nada, pero déjame
que te cuide. Vas a acostarte enseguida. Entre tanto, te prepararé
una comida muy liviana que te llevaré yo misma a la cama, ¿de
acuerdo? Y si tienes fiebre esta noche, te prepararé una TISANA…
Esta vez sí que Santiago rodó
por tierra; cayó fulminado por un infarto.
---¡Por fin!---suspiró ella, un
poco cansada. Santiago tenía un aneurisma en el corazón en último
grado, y su madre, un amante que no deseaba ser padrastro.
Por cierto, no creáis que esta historia es sólo un relato de ficción. Un caso extrañamente parecido ocurrió realmente en un pueblo del norte del país.
Joaquín