lunes, 18 de julio de 2022

Un día de noviembre..

                                                                                      




Cuando haya muerto, llórame tan sólo

mientras escuches la campana triste,

anunciadora al mundo de mi fuga

del mundo vil hacia el gusano infame.


Y no evoques, si lees esta rima,

la mano que la escribe, pues te quiero

tanto que hasta tu olvido prefiera

a saber que te amarga mi memoria.


Pero si acaso miras estos versos

cuando del barro nada me separe,

ni siquiera mi nombre digas

y que tu amor conmigo se marchite.

--Shakespeare--



Casi anochecía y el frío arreciaba. Me subí el cuello del abrigo y eché hacia atrás una última mirada.. Cerraban ya las verjas y apenas unos yerbajos acaso desprendidos de las decenas de ramos de flores ofrendadas a los difuntos, revoloteaban por los solitarios paseos del camposanto. Los pájaros se posaban inquietos en las ramas de los cipreses dispuestos a afrontar la inminente oscuridad de la noche. 

Mientras mis ojos se acostumbraban a las sombras que el anochecer diseminaba sobre la tapia del cementerio, me acordé de mi amada que atrás dejaba.. Allí quedaba un día más en ésa fría eternidad que es el “más allá”. Curiosa metáfora nos hemos inventado los vivos; quizás para alejar a los muertos del "más acá", nuestra vanidosa realidad.

De pie, frente a la verja ya cerrada y escudriñando a través de los barrotes el lúgubre horizonte de la necrópolis, quedé un rato meditando sobre la vida y la muerte. ¡Oh, la muerte!, eterna presente en los cementerios ya vacíos; en qué otra cosa se puede pensar en semejante lugar...

Recuerdo que aún perduraban las flores frescas en las repisas de los nichos y brillaban del lustre de ayer, día de los difuntos, las letras doradas de los epitafios. Ansioso saqué mi pitillera y encendí un cigarrillo. Entre bocanadas de humo que el aire fresco del ocaso rápido esparcía, deseaba pensar en mi mujer..

Como uno más me había mezclado esta tarde entre la multitud en mi visita a la última morada de Laura. Acababa de estar a la vera de su tumba. Allí le hablé de mis dudas y contado mis penas. Envuelto entre la límpida brisa de noviembre escuché nítidamente su parecer al oído, como siempre.. quedé sosegado..

Y un día más me pareció inverosímil dejarla allí, en su lóbrega tumba donde, con el corazón destrozado y la mente enfebrecida, la deje sepultada un día; pero tenía que hacerlo. Tras un buen rato abstraído y ya más calmado, enjuagué una última lágrima rezagada que se deslizaba por mi mejilla y caminé hacia mi coche aparcado frente a la entrada.

Mientras me alejaba del cementerio aún tuve tiempo de mirar por el retrovisor los acompasados movimientos de la copas de los cipreses empujados por alguna racha de viento. Un pensamiento inesperado aún me vino a la mente; se trataba de aquellos versos de Bécquer que decía: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!..

Joaquín



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