Si
pudiera volver a vivir
comenzaría a
andar descalzo a principios
de la
primavera
y seguiría descalzo hasta
concluir el otoño.
Daría más
vueltas en calesita,
contemplaría
más amaneceres,
y jugaría con más
niños,
si tuviera otra vez vida por
delante.
Pero ya ven, tengo 85
años...
y sé que me estoy muriendo.
--Borges--
Morimos cuando deberíamos empezar a vivir, decía el gran escritor aragonés Baltasar Gracián y, en verdad que es triste irse de este mundo cuando hemos logrado aprender, saber e iluminar nuestro cerebro y espíritu. Pero no hemos de tenerle miedo a la muerte.
Algunos filósofos antiguos hablaban del miedo a la muerte de una manera curiosa pero certera. Decían más o menos: “nada somos y nada sentimos; antes de llegar aún estamos vivos, y cuando llega ya estamos muertos, por lo tanto nada sentimos”.
Pero un poquito de trampa si que hay en estas palabras. En realidad, de todo lo que rodea a la muerte, le tenemos pánico a los atroces dolores y angustia que le suelen preceder, y sobre todo porque al apagarse para siempre nuestra conciencia terrena muere para nosotros todo lo que amamos: la familia, los amigos, los bienes, la patria...
En la muerte y en todos los dolores más sagrados y profundos de la vida, hay un no sé qué de egoísmo desconsolador. Al llorar a un ser querido muerto ¿no nos lloramos a nosotros mismos?.
Schopenhauer aseguraba que el viejo se pasea tembloroso o reposa en un rincón, no siendo sino sombra o fantasma de su ser pasado. Así que, cuando viene la muerte ¿qué le queda a esta por matar?.
De todas maneras es sano no meditar de continuo sobre la muerte. De ella opinaba nuestro primer premio nobel de medicina, Santiago Ramón y Cajal: “Haciéndola blanco perpetuo de nuestro cariño acaba, como la mujer amada, por enamorarse de nosotros”.
Pero lo más desesperante de la muerte es su eternidad. Todo en este mundo es pasajero y efímero menos ella. Constituye, pues, la única, la profunda, la inexorable realidad, quizás por eso no nos apetece mentarla demasiado..
Joaquín
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