Tras un primer encuentro comenzamos a cartearnos. Al principio le escribía tratándolo de usted, con el miedo de no saber qué sentiría. Pero no tardé en dejar entrever sus ganas. Yo era una joven estudiante de literatura entonces y aprendiz de poeta, una mujer furiosamente enamorada que se dejó encandilar por el gran hombre que ya era él.
Nos recordábamos por las noches y nos olvidábamos durante el día, y así por años. Nos quisimos y odiamos en partes iguales. Rompimos y nos reconciliamos muchas veces. Nos era indiferente estar casados, con o sin pareja, en lugares distintos... Como imanes, nos buscábamos y nos embestíamos. Nos dio igual no ser felices.
El último día que nos vimos él estaba en el hospital. Su mujer nos dejó solos un momento. Me levanté y quise tocarlo, rozar su mejilla con la mía. Apenas me acerqué a él cuando me agarró con un vigor desesperado y me besó con el beso más grande, más tremendo que me hayan dado, que me vayan a dar nunca, y apenas comenzó su beso, sollozó.
Salí del hospital de la mano de mi marido. Procure por todos los medios que él no supiera de mi tristeza.. Al llegar a casa me enteré que había muerto, después de lo cual debí morirme yo también.

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