miércoles, 4 de diciembre de 2024

La ingratitud de unos hijos

                                                                                



Recuerdo un pueblo triste y una noche de frío

y las iluminadas ventanillas de un tren.

Y aquel tren que partía se llevaba algo mío,

ya no recuerdo cuándo, ya no recuerdo quién.

--J. A. Buesa--



Mi casa, en el corazón de Madrid, se ha convertido en un lugar lleno de silencios. Antes, todo era diferente. Mis hijos, Alejandro y Javier, correteaban por los pasillos, riendo y discutiendo por tonterías, éramos felices. Los domingos eran sagrados. Nos reuníamos todos en la mesa, con una paella que Mari Carmen, mi mujer, cocinaba con esmero.

Pero ahora, lo único que me acompaña es el eco del reloj en el salón. Hace cinco años que apenas los veo. Ni una llamada, ni un mensaje, ni una visita.

Un día el teléfono sonó. Era Alejandro, mi hijo mayor. Mi corazón, tan acostumbrado a la soledad, dio un salto. Quizás se había acordado de su padre. Pero su voz fue directa, casi fría:

---Papá, ¿es verdad que vas a dejarle el piso a Laura? ¿A tu sobrina?

Ni un «¿cómo estás?» ni un «te echo de menos». Solo una pregunta sobre el piso. En ese momento, sentí que el pequeño hilo de esperanza que me quedaba se rompía.

Mis hijos siempre fueron mi mayor orgullo, y habíamos sido una familia unida, pero cuando mi mujer falleció, hace seis años, algo cambió.

Al principio, Alejandro y Javier venían a verme, aunque solo fuera por compromiso. Poco a poco, dejaron de aparecer. Hoy, aunque vivimos en la misma ciudad, podría estar en otro continente. No habría diferencia.

Hace unos meses, la lavadora se rompió. Llamé a Javier, que era el manitas:

---Claro, papá, este fin de semana voy a mirarlo---me dijo.

Pero ese fin de semana nunca llegó. Terminé contratando a un técnico que me cobró una fortuna. Luego, fue la lámpara del salón que dejó de funcionar. Alejandro prometió venir a ayudarme, pero siempre estaba demasiado ocupado. Cada vez que los necesitaba, sus excusas eran más rápidas que sus actos. Aprendí a no esperar nada.

Y entonces apareció Laura, la hija de mi hermana. Una joven llena de energía, con dos niños pequeños y mil cosas en su vida, pero siempre tenía tiempo para mí.

---Tito Joaquín, ¿cómo estás? ¿Te falta algo?---me decía cada vez que llamaba.

Durante la pandemia, cuando todos se encerraban en casa, Laura fue la única que llamó a mi puerta. Con mascarilla, guantes y una sonrisa.

---Tito, no salgas de casa, yo me encargo de todo.

Me enseñó a usar aplicaciones en el móvil, a pedir comida por internet. Cuando estuve enfermo, me trajo caldo caliente y se quedó conmigo toda la noche. Sus hijos me regalaron dibujos con corazones y la frase: «Te queremos, tito»

En Navidad, me invitó a su casa con insistencia. Yo no quise ir por no hacer de menos a mis hijos. No obstante sus llamadas nunca faltaron ni en Nochebuena ni en Año Nuevo

Un día tomé una decisión. Este piso que tanto había significado para mí y mujer, no lo dejaría en manos de quienes me habían olvidado. Lo dejaría a Laura. No era una decisión fácil. Alejandro y Javier son mis hijos, pero Laura me ha demostrado con hechos lo que significa estar ahí. Este piso es más que ladrillos; es mi forma de agradecerle su cariño.

Cuando Alejandro lo supo, vino a casa furioso.

---¡Papá, esto no puede ser, Laura no necesita tu piso, ya tiene su casa!!. Nosotros somos tus hijos, esto nos pertenece a nosotros..

Lo miré con calma y le dije:

---¿Y dónde estabas tú cuando se rompió la lavadora? ¿Dónde estabas cuando me sentía solo en este piso vacío?

Al día siguiente, vinieron los dos. Trajeron un pastel, algo que no habían hecho en años. Si no supiera la verdad, habría creído que era un gesto sincero. Pero sus palabras lo revelaron todo. Al final tuve que insistirle:

---Hijos, mi corazón ya ha tomado una decisión. La familia no es solo la sangre, la familia son quienes están contigo cuando más lo necesitas.

Se levantaron enfadados, dando un portazo. Antes de salir, Alejandro dijo algo que me dolió profundamente: «No volverás a ver a tus nietos.» Esas palabras fueron como un puñal, pero no cambiaron mi decisión.

P.D. Es una historia real ocurrida en Madrid hace unos años.






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