¿Por qué te fuiste tan pura
de otra vida a la ventura
o al dolor?
¿Qué faltaba a tu recreo?
¿Qué a tu inocente deseo
soñador?
---Álvarez Quintero--
Por tomarnos un último café, se nos hizo tarde para ir a la estación. Coincidimos en que tú fueras caminando y sacaras el billete mientras yo aparcaba el coche. Tardé mucho en lograrlo. Cuando bajé del coche me di cuenta de que habias olvidado tu bufanda. La tomé y corrí tan rápido como me lo permitieron los zapatos de tacón alto.
Intenté convencer a un guardia de que me permitiera pasar hasta el andén para entregarte tu bufanda. Se negó. Le supliqué y hasta le dije que te ibas a una ciudad que estaba a dos grados bajo cero. Se estremeció como si fuera él quien iba a padecer un clima tan adverso.
Me da vergüenza confesartelo, pero odié a ese hombre sólo porque cumplía con su deber. Traté de ablandarlo llamándolo oficial, pero fue inútil. Me resigné a renunciar a nuestra despedida y al invariable intercambio de recomendaciones y promesas: "Júrame que no te quedas triste". "Procura dormir en el camino". "Cierra muy bien la puerta". "Te llamo en cuanto llegue".
Debo haber tenido una cara terrible, porque el guardia al fin me permitió pasar. Entré en el andén en el momento en que subías la escalerilla con la cabeza vuelta hacia la entrada. Sé que me viste, oí que me gritaste algo que no alcancé a entender. Supongo que repetías la promesa habitual: "Te llamo en cuanto llegue".
Sentí desesperación, necesidad de abrigarte el cuello, y corrí pegada a las vías, pero no alcancé el tren y mucho menos a la altura del vagón en que ibas.
Cuando el tren desapareció en la curva me eché tu bufanda sobre los hombros. Sentí la misma tranquilidad que cuando estás de viaje y me pongo tus calcetines o tu suéter que siempre huele a esa loción barata que usas.
Al salir de la estación no pude recordar en dónde había estacionado el coche. Durante el tiempo que caminé para encontrarlo se me olvidó que te habías ido y te llamé a la casa para decírtelo. Claro que no obtuve respuesta. Imaginé las habitaciones vacías, silenciosas y sentí apremio de llenarlos con el rumor de mis pasos.
En cuanto abrí la puerta te grité el saludo de siempre, ya sabes cuál. Subí a tu cuarto rápido, como si estuvieras esperándome. No estabas, pero encontré la ropa que dejaste tirada, el encendedor que diste por perdido y la visera con que te protegías de la luz artificial para ahorrar vista, según tus propias palabras.
Luego hice lo de siempre al mediodía: bajé a la cocina para hacer café. Aunque no lo creas resulta muy difícil y requiere de cierto valor preparar una sola porción de lo que sea cuando siempre has hecho dos.
Con la taza en la mano salí al patio y puse a funcionar la fuentecilla para que subiera el rumor del agua que te recuerda el mar. Entré en casa y escribí un par de hojas en mi diario, pondré la fecha de hoy: 30 de diciembre. Mañana seguiré contándote mi vida hasta el día en que vuelvas. Ya sé que esta vez no será pronto. En cierta forma es mejor: me darás tiempo de cumplir con todos tus encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra.
Hice una pausa. Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no regreses tú.
Pero no regresó, un infarto al llegar a su ciudad de destino acabó con su vida. El relato fue publicado el 2 de enero de 2014 con motivo del fallecimiento de José Emilio Pacheco, (escritor), por la mujer de su vida, Cristina..