Por tomarnos un último café, se nos hizo tarde para ir a la estación. Coincidimos en que tú fueras caminando y sacaras el billete mientras yo aparcaba el coche. Tardé mucho en lograrlo. Cuando bajé del coche me di cuenta de que habías olvidado tu bufanda. La tomé y corrí tan rápido como me lo permitieron los zapatos de tacón alto.
Intenté convencer a un guardia de que me permitiera pasar hasta el andén para entregarte tu bufanda. Se negó. Me da vergüenza confesártelo, pero odié a ese hombre sólo porque cumplía con su deber. Traté de ablandarlo llamándolo oficial, pero fue inútil. Me resigné a renunciar a nuestra despedida y al invariable intercambio de recomendaciones y promesas: "Júrame que no te quedas triste". "Procura dormir en el camino". "Cierra muy bien la puerta". "Te llamo en cuanto llegue".
Cuando el tren desapareció en la curva me eché tu bufanda sobre los hombros. Sentí la misma tranquilidad que cuando estás de viaje y me pongo tus calcetines o tu suéter que siempre huele a esa loción barata que usas.
Al salir de la estación no pude recordar en dónde había estacionado el coche. Qué tonta, durante el tiempo que caminé para encontrarlo se me olvidó que te habías ido y te llamé a casa para decírtelo. Claro que no obtuve respuesta. Imaginé las habitaciones vacías, silenciosas y sentí apremio de llenarlos con el rumor de mis pasos.
En cuanto abrí la puerta te grité el saludo de siempre, ya sabes cuál. Subí a tu cuarto rápido, como si estuvieras esperándome. No estabas, pero encontré la ropa que dejaste tirada, el encendedor que diste por perdido y la visera con que te protegías de la luz artificial para ahorrar vista, según tus propias palabras.
Luego hice lo de siempre al mediodía: bajé a la cocina para hacer café. Aunque no lo creas resulta muy difícil y requiere de cierto valor preparar una sola porción de lo que sea cuando siempre has hecho dos.
Con la taza en la mano salí al patio y puse a funcionar la fuentecilla para que subiera el rumor del agua que te recuerda el mar. Entré en casa y escribí un par de hojas en mi diario. Seguiré contándote mi vida hasta el día en que vuelvas---pensé---aunque sé que esta vez no será pronto. En cierta forma es mejor, así me darás tiempo de cumplir con todos tus encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra.
Hice una pausa. Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no regreses tú.
Pero no regresaste
Cristina