Yo quise subir al cielo para ver...
Yo
me he asomado a las profundas simas
de
la tierra y del cielo,
y
les he visto el fin
con
los ojos y con el pensamiento.
Más,
¡ay! por un amor llegué al abismo
y
me incliné un momento
y
mi alma y mis ojos se turbaron:
¡Tan
hondo era, y tan negro!
(Becquer)
¿Quién no ha sentido un placer indescriptible una noche de verano mirando un cielo limpio de nubes y un mar de
estrellas azules tiritando en la infinitud del firmamento? ¿Quién,
ante la magnificencia de ése cielo estrellado no ha suspirado alguna
vez pensando en su gran amor perdido, mientras una lágrima rebelde
bordea la comisura de sus labios hasta humedecerlos? A mí que me
registren, pero sé de muchos, y muchas, que si lo han sentido,
alguna vez...
Pero
el pequeño Albertito, que fue muy precoz en asuntos astronómicos,
no pensaba, precisamente, en amantes despechados ni en románticos
cielos azules, ¡en absoluto! Él se imaginaba, por ejemplo, qué
pasaría, qué vería a su alrededor si pudiese volar por ése
espacio infinito subido en un rayo a la velocidad de la luz...
Afortunadamente, esos arriesgados y extraños sueños infantiles del
niño Albert Einstein los desarrolló después, ya de mayor, a base
de difíciles ecuaciones matemáticas y complicadas teorías científicas.
Y
nos dijo, para pasmo de profanos y entendidos, que a pesar de que las
distancias son enormes en el Universo, ésas distancias son engañosas
a ésa velocidad (300.000 kilómetros por segundo) porque a la
velocidad de la luz todo se distorsiona. A ésa velocidad, insiste, el tiempo
ya no es el tiempo que conocemos en la tierra, y el espacio no lo
marcan nuestras distancias, sino que todo es uno y trino, como decían
de la Santa Trinidad los católicos... Porque, la extensión que
recorremos en el espacio estelar y el tiempo que tardamos en hacerlo, si
fuésemos tan deprisa como la luz, se convierte en el binomio
llamado: “espacio/tiempo” y allá donde fuésemos todo se
contrae, encoje como un traje barato al pasar por la lavadora...
Y nos explicó, también, en su Teoría de la Relatividad, que podemos salvar
grandes distancias intergalácticas porque éstas son sólo relativamente, grandes... Pero, ¿cuál es el sentido de la
disminución de esas distancias? Miren que ejemplo más
ilustrativo...
La
galaxia mas cercana a la nuestra es Andrómeda, y está a la
friolera de 2 millones de años luz, es decir, si todo ocurriese
según lo entendemos en la tierra, tardaríamos en poner un pie allí,
2 millones de años, yendo a la velocidad de la luz, pero según la
Relatividad de Einstein esto no es así. Observen qué cosa más
curiosa; si pudiésemos fabricar una nave y fuésemos a un 99´00% de
la velocidad de la luz, tardaríamos en llegar 28.000 años, “pecata
minuta”. Pero hay más, si alcanzáramos el 99,99999% de dicha
velocidad, en 283 años estaríamos allí. No
obstante, según Einstein, si la nave fuese la repera y lográsemos
ir al 99´999999999% de la velocidad de la luz, en poco más de dos
años estaríamos haciendo una barbacoa en Andrómeda, es decir,
según nos acercamos al 100% de ésa mítica velocidad el espacio se
contrae, se hace curvo y por muy lejos que esté donde vayamos se nos
pone aquí al ladito ¡Qué cosas! ¡No me digan que sabían esto!...
Y
es que la relatividad nos enseña cosas “estupefacientes”, que
diría aquel malhablado; sin ir más lejos viajar en el tiempo sería
posible, incluso al pasado, como en la peli aquella de “Regreso al
Futuro”. Y ahora, después de ver lo de la contracción del
espacio lo entiendo mejor, porque, imaginen... se contrae tanto, se
arruga tanto a esa velocidad, que se nos muestra como dos paredes
paralelas, y entonces solo habría que cruzar por el medio, de una a
otra. A esto le llaman los científicos agujeros de gusano.
Incluso hay un físico alemán
que piensa que en el futuro se pueden hacer viajes de este tipo,
pero... ¿Y si viajamos al pasado y matamos a nuestros tatarabuelos?,
por decir algo.. ¿Cómo podríamos nosotros haber nacido? En fin,
son éstas paradojas de difícil explicación...
Visto
lo visto, es verdad que al Universo y dentro de él nuestro
firmamento visible, podemos mirarlo de dos maneras bien distintas:
Una, como lo veía en sus sueños infantiles Albertito Einstein, o
sea, a lomos de la velocidad de la luz y asombrados por verlo todo
distorsionado e inverosímil a nuestras entendederas, o bien con la
mirada de dos bobalicones amantes prendidos de amor mientras se hacen
arrumacos bajo la tenue luz de una Luna de otoño. Yo, a pesar de mi
sonado y cursilón romanticismo, acompañaría, sin duda, al pequeño e intrépido Einstein en su periplo interestelar; y es que me puede la
curiosidad...
Dicho
queda...
cosasdejoaquinyerga@blogspot.com
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