domingo, 17 de noviembre de 2024

No te enamores de mi, por favor

                                                                                        


         

          A veces me quedo pensando qué sentirás tan lejos,

en las tardes heladas, al quitarte el abrigo,

y cuando vas de compras sin mirar los espejos

para que no te digan que ya no voy contigo.


Y también me pregunto si alguna madrugada

prefieres no dormirte para soñar despierta.

O cómo se entristece de lluvia tu mirada

cuando pasa el cartero sin mirar tu puerta.

--J. A. Buesa--


Recuerdo que me dijo:

No te enamores de mí, ni se te ocurra. Yo no le hice caso, claro. Cenábamos aquel día a la luz de la luna en un restaurante de playa. Hacía apenas dos meses que nos conocíamos, y nos gustamos nada más vernos, de veras que nos gustamos.

Soy emocionalmente inestable---me advirtió al día siguiente volviendo a lo mismo---soy raro, suelo hablar mucho, otras veces, sin embargo, me invade el silencio.

No te enamores de mí---reiteró esa misma noche ya en la habitación del hotel y después de hacerme el amor---soy difícil de entender, puedo hacerte estallar de felicidad y luego hacerte sentir la mujer más desgraciada del mundo.

Aquellos tres días de julio que pasamos juntos en Benidorm fueron, tal vez, los más calurosos del siglo, según dijeron después los meteorólogos, pero yo ni me enteré. También fueron los más felices de mi vida. 

No te enamores de mi---insistió él poco antes de volver a Madrid---sólo mírame; no tengo mucho que ofrecerte. En mi alma apenas guardo un par de sentimientos marchitos, un abrazo vacío y un corazón roto. No te enamores, por favor---repitió.

Él no sabía (no tenía por qué saberlo) pero justo me estaba dando las razones que yo necesitaba para enamorarme locamente de él.

En el mismo taxi que nos llevaba del aeropuerto al centro de la ciudad, aún pude escuchar de sus labios por última vez: ¡Por favor!, no te enamores de mi, ni siquiera lo intentes; no quiero hacerte daño.

Me lo dijo más serio que de costumbre. Acto seguido acercó su boca a mi oído y me susurró: Estoy casado y quiero a mi mujer, lo siento

¡Dios, qué tarde comprendí su advertencia, ya estaba enamorada de él hasta las trancas!.. Pasábamos entonces por la calle Velázquez. A mitad de ella ordenó al taxista parar el coche. Cogió su maleta, y desapareció. Antes había intentado darme un beso de consuelo que yo rechacé de malos modos. Luego proseguí hasta mi casa. 

Intenté por todos los medios que ningún vecino viera mi cara de rabia y desprecio.




1 comentario:

















  1. estoy leyendo este comentario y me parece buenísimo creo que muchas de las mujeres han tenido esta dolorosa experiencia.

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