martes, 3 de agosto de 2021

El secreto de mi amigo J.., un cura del pueblo

                                                                     



Me enseñaste de todo, excepto a olvidarte..

--Anónimo--


La vida íntima de Don J..el sacerdote que tuvimos una vez en Fuente de Cantos, fue durante un tiempo el cotilleo preferido entre los más curiosos de mis paisanos  Yo, sin embargo, hasta que no me hice amigo suyo no me atreví a preguntarle directamente. 

Aquella tarde sentados en la mesita del bar Salas, frente a la iglesia, y mientras tomábamos un café se sinceró conmigo:  

---¿Me preguntas, Joaquín, que si he amado a pesar de ser cura?. ¡Oh, sí, he amado y mucho!.. He amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!.. ¡Déjame contarte, amigo!. 

Me hablaba bajito pero consciente de lo que decía. Confieso que me emocioné ante tal grado de sinceridad, ¡nada menos que de un cura!, por muy amigo mío que fuera. 

Como creí, y creí bien, que la historia que me iba a contar era larga y extraordinaria, acerqué mi silla a la suya y le presté todo el oído el mundo.

---Desde mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio---prosiguió el cura---toda mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año, y ésta era toda mi relación con el exterior.

Llegado el gran día de la ordenación, caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. 

¿Conoces los detalles de esta ceremonia, Joaquín? Yo te lo digo: media hora llevaba de rodillas con la cabeza gacha oyendo las palabras del obispo; cuando la levanté, casualmente, vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla (aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada) a una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara súbitamente la vista.

Bajé los párpados, amigo mío, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.

Un minuto después volví a abrir los ojos, allí estaba ella ¡Ah, qué hermosa mujer! Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. 

Esa mujer era un ángel o un demonio, quizás las dos cosas. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen. 

Mientras la miraba, una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir no.

Las mirada que me dirigía la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.

Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. 

Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Creí que me decía:

"Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno".

Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él.”

Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.

Todo terminó. Ya era sacerdote.

La sangre abandonó el rostro encantador de mi adorada, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. 

Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.

Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.

Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la multitud

---Perdona mi vehemencia, Joaquín---me dijo el cura sobresaltado---pero es que todavía al recordarlo me emociono.

Yo le dije que le entendía, pero de repente sonaron las campanas de la Torre y entendió que tenía que irse. Me prometió contarme el resto de la historia. 

Continuará...

T. Gautier/Joaquín







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