La muerta enamorada (Historia completa)..
Entendí
que por más fuerte que
te
abrazara no podía atarte a mi.
Me
preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y
terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a
remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no
referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada
que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas
puedo creer que hayan sucedido.
Sí,
he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y
violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi
corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!..
Desde
mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio;
también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi
vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo
noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé
sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me
juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y
terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana
de Pascua.
Jamás
había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del
colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se
llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era
perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al
año, y ésta era toda mi relación con el exterior.
No
lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso
irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia
alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que
cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más
hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más
allá.
Digo
esto para mostrar cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo
fui víctima de tan inexplicable fascinación.
Llegado
el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía
estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un
ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis
compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración,
y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable,
me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el
cielo a través de las bóvedas del templo.
Conoces
los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las
dos especies, la unción de las palmas de las manos con el aceite de
los catecúmenos y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al
unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón
tiene Job, y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con
sus ojos!
Levanté casualmente mi cabeza, que hasta entonces había
tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla
-aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de
la balaustrada-, a una mujer joven de una extraordinaria belleza y
vestida con un esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas
de las pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara
súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los
cirios palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al
amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La
encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una
presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía,
sino que derramaba a su alrededor.
Bajé
los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de
la influencia de los objetos, pues me distraía cada vez más, y
apenas sabía lo que hacía.
Un
minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis
párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra
púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era!
Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza
ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni
siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta
ni la paleta del pintor pueden dar idea.
Era bastante alta, con un
talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se
separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de
oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura
azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de
las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas
verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos!
Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida,
una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había
visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi
corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del
infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un
ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del
costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente
que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se
formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables
mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y
revelaba su noble origen. En la piel brillante de sus hombros
semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color
semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en
cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o
de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la
envolvía como una red de plata.
Llevaba
un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño
salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos,
largos y torneados, eran de una transparencia tan ideal que dejaban
pasar la luz como los de la aurora.
Mientras
la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas;
tragaluces antes obstruidos dejaban entrever perspectivas
desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa de nacer a un
nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el
corazón; cada minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo.
Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del
mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí,
cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba
contra la violencia que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta
me arrancaba a mí pesar las palabras de la garganta.
La
mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según
transcurría la ceremonia. Tierna y acariciadora al principio, adoptó
un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber sido comprendida.
Hice
un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería
ser sacerdote, sin conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar
y me fue imposible traducir mi voluntad en el más mínimo gesto
negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una
pesadilla en que se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida
depende sin obtener resultado alguno.
Ella
pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó
una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el
que cada mirada era un canto.
Me
decía:
-Si
quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su
paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con
que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud, la vida; ven a
mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como
compensación? Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un
beso eterno.
“Derrama
el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas
desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo
bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante
quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta
él.”
Me
parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita; su
mirada tenía música, y las frases que me enviaban sus ojos
resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca invisible las
hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a
Dios y, sin embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las
formalidades de la ceremonia. La hermosa mujer me lanzó una segunda
mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el corazón
cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la
Dolorosa.
Todo
terminó. Ya era sacerdote.
Jamás
fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven
que ve morir a su novio súbitamente junto a ella, la madre junto a
la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el
avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta
que deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no
muestran un aire tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su
rostro encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus
hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos
se hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían
sus piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia,
lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del
Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me
parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la
cúpula.
Al
franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una
mano de mujer! Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de
una serpiente y me dejó una huella ardiente como la marca de un
hierro al rojo vivo. Era ella.
-¡Infeliz,
infeliz! ¿Qué has hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la
multitud.
El
anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi
comportamiento era de lo más extraño, palidecía, enrojecía, me
encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí y me
llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del
seminario. A la vuelta de una esquina, mientras el joven sacerdote
miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera extraña se me
acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro,
indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve
guardado hasta que me quedé solo en mi celda. Hice saltar el broche;
sólo había dos hojas con estas palabras: “Clarimonda, en el
palacio Concini.” Como yo no estaba entonces al corriente de las
cosas de la vida, no conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad,
e ignoraba por completo dónde se encontraba el palacio Concini. Hice
mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de
volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama
o cortesana.
¿Cómo
hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para salir
del seminario, no conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera
permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba a que me
designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los
barrotes de la ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera
era impensable. Además, sólo podría bajar de noche y ¿cómo
conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades
-que no serían nada para otros- eran inmensas para mí, pobre
seminarista recién enamorado, sin experiencia, sin dinero y sin
ropa.
“¡Ah!
-me decía a mí mismo en mi ceguera-, si no hubiera sido sacerdote
habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su
esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría
ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como
los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la
tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos.
Tendría un lustroso bigote y sería un valiente. Pero, una hora ante
el altar, unas pocas palabras apenas articuladas, me separaban para
siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi
tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!”
No
sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un
furioso espasmo vi al padre Serapion, de pie en la habitación,
observándome atentamente. Me avergoncé de mí mismo y, hundiendo la
cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.
-Romualdo,
amigo mío -me dijo Serapion después de algunos minutos de
silencio-, te sucede algo extraño; ¡tu conducta es verdaderamente
inexplicable! Tú, tan sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como
un animal furioso. Ten cuidado, hermano, y no escuches las
sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por tu eterna
consagración al Señor, te acecha como un lobo rapaz, e intenta un
último esfuerzo para atraerte a él. En vez de dejarte abatir, mi
querido Romualdo, hazte una coraza de oración, un escudo de
mortificación y combate valientemente al enemigo: lo vencerás. La
virtud necesita de la tentación, y el oro sale más fino del crisol.
No te asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y las más
firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna, medita y se alejará el
malvado espíritu.
El
discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.
-Venía
a anunciarte que te ha sido asignada la parroquia de Castretto: El
sacerdote que la ocupaba acaba de morir, y el obispo me ha encargado
que te instale allí. Prepárate para mañana.
Respondí
afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y
comencé a leer oraciones; pero pronto las líneas se tornaron
confusas bajo mis ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el
libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.
¡Partir
mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los
que ya había entre nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de
encontrarla a menos que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a
través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de
mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar?
Fui presa de una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria
lo que el padre Serapion me acababa de decir de los artificios del
diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de
Clarimonda, el destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella
de su mano, la turbación en que me había hundido, el cambio
repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un
instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y
la mano satinada no era sino el guante con que cubría sus garras.
Estos pensamientos me sumieron en un gran temor, recogí el misal que
había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.
A
la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas
con nuestro equipaje esperaban a la puerta. Él montó una, y yo,
mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las calles de la ciudad
miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero
era demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos.
Mi mirada intentaba atravesar los estores y cortinas de los palacios
ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta
curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de la
arquitectura, pues aminoraba el paso de su montura para darme tiempo
de ver.
Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y empezamos a subir
la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más
el lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría por
completo la ciudad; los tejados azules y rojos se confundían en un
semitono general donde flotaban, aquí y allá, los humos de la
mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto
óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un
edificio que sobrepasaba en altura a las construcciones vecinas,
hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una legua,
parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos
detalles, las torres, las azoteas, las ventanas e incluso las veletas
con cola de milano.
-¿Qué
palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol?
-le pregunté a Serapion.
Puso
la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:
-Es
el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana
Clarimonda; allí suceden cosas horribles.
En
ese instante -aún no sé si fue realidad o ilusión- creí ver cómo
en la terraza se deslizaba una silueta blanca y esbelta que brilló
un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!
¡Oh!
¿Sabía ella entonces que, desde lo alto de este amargo camino que
me separaba de ella, yo no descendería nunca más? ¿Que, ardiente e
inquieto, yo no apartaba mis ojos del palacio que habitaba y al que
un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme
a entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba
demasiado ligada a la mía como para sentir el menor estremecimiento,
y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza, envuelta
en sus velos, en el helado rocío de la mañana.
La
sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de
tejados y cumbres donde sólo se distinguía una ondulación
montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la mía
enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad
de S**, pues no volvería nunca.
Al
cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos
a través de los árboles el gallo del campanario de la iglesia donde
debía servir. Después de recorrer calles tortuosas flanqueadas por
chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba
por su grandeza.
Cuando
estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma
que me quedé solo y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de
Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y aunque me esforzaba en
apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por
mi jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a
través de los arbustos una silueta de mujer que seguía todos mis
movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar; pero
era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la
huella de un pie tan pequeño que parecía de un niño.
El jardín
estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los recodos
y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que
no fue nada comparado con las cosas extrañas que me habían de
suceder. Durante un año viví cumpliendo con exactitud todos los
deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo
enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable.
Pero sentía en mi interior una profunda aridez y la fuente de la
gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la felicidad que da
el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra
parte, y las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un
estribillo que se repite involuntariamente. ¡Oh hermano, medita bien
esto! Por haber mirado solamente una vez a una mujer, por una falta
aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables
turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.
No
voy a entretenerte más tiempo con derrotas y victorias seguidas
siempre de las más profundas caídas y pasaré a relatar enseguida
un hecho decisivo. Una noche llamaron violentamente a la puerta. La
anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo y
ricamente vestido, aunque a la moda extranjera, y con un gran puñal,
apareció en el umbral a la luz del farol de Bárbara. La primera
impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la tranquilizó
diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con
mi ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El
hombre me dijo que su señora, una gran dama, estaba a punto de morir
y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba dispuesto a
acompañarlo; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a
toda prisa. En la puerta resoplaban de impaciencia dos caballos
negros como la noche, y de su pecho emanaban oleadas de humo. Me
sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después se
montó en el otro, apoyando solamente una mano en la silla.
Tras
cabalgar toda la noche llegamos al pueblo, y al castillo. Una sombra
negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros; las
pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el
suelo de hierro, y entramos bajo una bóveda que abría sus fauces
entre dos torres enormes. En el castillo reinaba una gran agitación;
los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las
luces subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente
formas arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y
balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un
paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el
mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un
mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el
cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas
cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.
-¡Demasiado
tarde, padre! -dijo bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!, pero ya
que no pudo salvar su alma, venga a velar su pobre cuerpo.
Me
tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan
copioso como el suyo, pues acababa de comprender que la muerta no era
otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente amada. Había un
reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una
pátera de bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e
incierta, y hacía pestañear en la sombra la arista de algún mueble
o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía una rosa
blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún,
habían caído junto al vaso, como lágrimas perfumadas; un roto
antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se encontraban
esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había
presentado de improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión.
Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la mirada al lecho, y empecé
a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber
interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así
poder incluir en mis oraciones su nombre santificado desde ahora.
Pero, poco a poco, se fue debilitando este impulso, y caí en un
estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una
cámara mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que
estaba acostumbrado a respirar en los velatorios, un vaho lánguido
de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba
suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se
asemejaba más a una media luz buscada para la voluptuosidad que al
reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los cadáveres.
Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el
instante en que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico
escapó de mi pecho. Me pareció oír suspirar a mi espalda y me
volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos
cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado.
Las cortinas de damasco rojo estampadas, recogidas con entorchados de
oro, dejaban ver a la muerta acostada con las manos juntas sobre el
pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco
resplandeciente que resaltaba aún más gracias al púrpura del
cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo más mínimo la
encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas
ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había
podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de alabastro
realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o una
doncella dormida sobre la que hubiera nevado.
No
podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor
febril de rosa medio marchita me subía al cerebro, me puse a
recorrer la habitación deteniéndome ante cada columna del lecho
para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del
sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba
que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción
ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. Por un
momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se
alteraban los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo:
“¿acaso es Clarimonda? ¿Qué pruebas tengo? El paje negro puede
haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco para
desconsolarme y turbarme de este modo”. Pero mi corazón
contestaba: “es ella, claro que es ella”.
Me acerqué al lecho y
miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo
confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y
santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente,
y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que uno podría
haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio
fúnebre y me imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de
la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere dejarse ver.
Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer me
incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté
lentamente, conteniendo la respiración para no despertarla.
Mis
venas palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en mis sienes,
y mi frente estaba sudorosa como si hubiese levantado una lápida de
mármol. Era en efecto la misma Clarimonda que había visto en la
iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la
muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus
mejillas, el rosa tenue de sus labios, sus largas pestañas dibujando
una sombra en esta blancura le otorgaban una expresión de castidad
melancólica y de sufrimiento pensativo de una inefable seducción.
Sus largos cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas
florecillas azules, almohadillaban su cabeza y ocultaban con sus
bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y
diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso
reposo y de tácita oración, y esto compensaba la seducción que
hubiera podido provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez
y el suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los
brazaletes de perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda
contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer que la
vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.
No
sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara, pero hubiera
creído que la sangre corría de nuevo bajo esta palidez mate; sin
embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su brazo;
estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la
mía en el eco de la iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el
suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas.
¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué
agonía de vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela
y soplar sobre su helado despojo la llama que me devoraba. La noche
avanzaba, y al sentir acercarse el momento de la separación eterna
no pude negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios
muertos de quien había sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!,
una suave respiración se unió a la mía, y la boca de Clarimonda
respondió a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron y
recuperaron un poco de brillo, suspiró y, descruzando los brazos,
rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.
-¡Ah,
eres tú Romualdo! -dijo con una voz lánguida y suave como las
últimas vibraciones de un arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto
tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos, podré verte e
ir a tu casa. ¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto
quería decirte, te debo la vida que me has devuelto en un minuto con
tu beso. Hasta pronto.
Su
cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como
reteniéndome. Un golpe furioso de viento derribó la ventana y entró
en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca palpitó como
un ala durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse
luego y volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de
Clarimonda. La lámpara se apagó y caí desvanecido en el seno de la
hermosa muerta.
Cuando
desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de la casa
parroquial, y el viejo perro del anciano cura lamía mi mano que
colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la habitación con
un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los
brebajes de los vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de
alegría, el perro ladró y movió el rabo, pero me encontraba tan
débil que no pude articular palabra ni hacer el más mínimo
movimiento. Supe después que estuve así tres días, sin dar otro
signo de vida que una respiración casi imperceptible. Estos días no
cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu durante este
tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me contó que el mismo
hombre de rostro cobrizo que había venido a buscarme por la noche,
me había traído a la mañana siguiente en una litera cerrada, y se
había vuelto a marchar inmediatamente.
En cuanto recuperé la
memoria examiné todos los detalles de aquella noche fatídica. Pensé
que había sido el juego de una mágica ilusión; pero hechos reales
y palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que
era un sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los
caballos negros y describía con exactitud su vestimenta y
compostura. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores un
castillo que se ajustara a la descripción de aquel en donde había
encontrado a Clarimonda.
Una
mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber
que estaba enfermo y acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia
demostraba afecto e interés por mi persona, no me complació como
debía. El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e
inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él,
pues había descubierto mi profunda turbación, y temía su
clarividencia.
Mientras
me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita,
clavaba en mí sus pupilas amarillas de león, y hundía su mirada
como una sonda en mi alma. Después se interesó por la forma en que
llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo
que el ministerio me dejaba libre, si había trabado amistad con las
gentes del lugar, cuáles eran mis lecturas favoritas y mil detalles
parecidos. Yo le contestaba con la mayor brevedad, e incluso él
mismo pasaba a otro tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta
charla no tenía, por supuesto, nada que ver con lo que él quería
decirme. Así que, sin ningún preámbulo y como si se tratara de una
noticia recordada de pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz
clara y vibrante que sonó en mi oído como las trompetas del juicio
final:
-La
cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que duró
ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se
repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra.
¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos
por esclavos de piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en
mi opinión, auténticos demonios; la librea del de menor rango
hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonda se han
contado muchas historias extraordinarias en estos tiempos, y todos
sus amantes tuvieron un final miserable o violento. Se ha dicho que
era una mujer vampiro, pero yo creo que se trata del mismísimo
Belcebú.
Calló,
y me miró más fijamente aún para observar el efecto que me
causaban sus palabras. No pude evitar estremecerme al oír nombrar a
Clarimonda, y, la noticia de su muerte, además del dolor que me
causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que
fui testigo, me produjo una turbación y un escalofrío que se
manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo posible por
contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y severa, luego
añadió:
-Hijo
mío, debo advertirte, has dado un paso hacia el abismo, cuidado de
no caer en él. Satanás tiene las garras largas, y las tumbas no
siempre son de fiar. La losa de Clarimonda debió ser sellada tres
veces, pues, por lo que se dice, no es la primera que ha muerto. Que
Dios te guarde, Romualdo.
Serapion
dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta. No
volví a verlo, pues partió hacia su sede inmediatamente después.
Me
había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El
recuerdo de Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban
presentes en mi memoria; sin embargo, ningún extraño suceso había
ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y
empecé a creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una
noche tuve un sueño. Apenas me había quedado dormido cuando oí
descorrer las cortinas de mi lecho y el ruido de las anillas en la
barra sonó estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos
y vi ante mí una sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda.
Sostenía una lamparita como las que se depositan en las tumbas, cuyo
resplandor daba a sus dedos afilados una transparencia rosa que se
difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo
desnudo. Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su
lecho de muerte, y sujetaba sus pliegues en el pecho, como
avergonzándose de estar casi desnuda, pero su manita no bastaba, y
como era tan blanca, el color del tejido se confundía con el de su
carne a la pálida luz de la lámpara. Envuelta en una tela tan fina
que traicionaba todas sus formas, parecía una estatua de mármol de
una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva, estatua o
mujer, sombra o cuerpo, su belleza siempre era la misma; tan sólo el
verde brillo de sus pupilas estaba un poco apagado, y su boca, antes
bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante al de sus
mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se habían
secado por completo y habían perdido todos sus pétalos; pero estaba
encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y del
modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí
temor ni por un instante.
Dejó
la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama;
después, inclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y
aterciopelada, que sólo le he oído a ella:
-Me
he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te
había olvidado. Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie
ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el país de donde procedo;
sólo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra
para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el
amor es más fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he
visto en mi viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha
tenido que luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar
su cuerpo y poseerlo de nuevo… ¡Cuánta fuerza necesité para
levantar la lápida que me cubría! Mira las palmas de mis manos
lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío! -me acercó a la
boca sus manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una
sonrisa de inefable placer.
Confieso
para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias
del padre Serapion y el carácter sagrado que me revestía. Había
sucumbido sin oponer resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera
intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de
Clarimonda penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de
manera voluptuosa. ¡Mi pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún
me cuesta creer que fuera un demonio: no lo parecía desde luego, y
jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había
recogido sus piernas sobre los talones y, acurrucada en la cama,
adoptó un aire de coquetería indolente. Cada cierto tiempo
acariciaba mis cabellos y con sus manos formaba rizos como ensayando
nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia
y ella añadía a la escena un adorable parloteo. Es curioso el hecho
de que yo no me sorprendiera ante tal aventura y, dada la facilidad
que tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los más
extraños acontecimientos, la situación me pareció de lo más
natural.
-Te
amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba por
todas partes. Tú eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en
el fatal momento; me dije: ¡es él! y te lancé una mirada con todo
el amor que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada
capaz de condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un
rey ante su corte. Tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios.
¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más
que a mí!
“¡Desdichada,
desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí,
a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonda la muerta, que
forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su
vida; recobrada para hacerte feliz.”
Estas
palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron mis
sentidos y mi razón hasta el punto de no temer proferir para
contentarla una espantosa blasfemia y decirle que la amaba tanto como
a Dios.
Sus
pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:
-¡Es
cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! -dijo rodeándome con sus
brazos-. Si es así, vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera.
Te quitarás ese horrible traje negro. Serás el más orgulloso y
envidiable de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso
de Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah,
llevaremos una vida feliz, una dorada existencia! ¿Cuándo partimos,
caballero?
-¡Mañana!,
¡mañana! -gritaba en mi delirio.
-Mañana,
sea -contestó-. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es
demasiado ligera y no sirve para ir de viaje. Además tengo que
avisar a la gente que me cree realmente muerta y me llora. Dinero,
trajes, coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta
misma hora. Adiós, corazón -rozó mi frente con sus labios.
La
lámpara se apagó, se corrieron las cortinas y no vi nada más; un
sueño de plomo se apoderó de mí hasta la mañana siguiente.
Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de tan extraña
visión me tuvo todo el día en un estado de agitación; terminé por
convencerme de que había sido fruto de mi acalorada imaginación.
Pero, sin embargo, las sensaciones fueron tan vivas que costaba creer
que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin cierto temor
por lo que iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí
los malos pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.
Enseguida
me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Las cortinas se
corrieron y vi a Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su
pálido sudario y con las violetas de la muerte en sus mejillas, sino
alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo
verde adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar
ver una falda de satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de
un amplio sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas
colocadas caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en
oro. Me dio un toque suavemente diciendo:
-Y
bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba
encontrarte de pie. Levántate, que no tenemos tiempo que perder
-salté de la cama-. Anda, vístete y vámonos -me dijo señalándome
un paquete que había traído-; los caballos se aburren y roen su
freno en la puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.
Me
vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con
mi torpeza y explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló
los cabellos y cuando estaba listo me ofreció un espejo de bolsillo
de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:
-¿Cómo
te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo?
Yo
no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo
son un bloque de piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura
no parecía ser sino el torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba.
Era hermoso y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las
elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra persona y
me asombraba el poder de unas varas de tela cortadas con buen gusto.
El porte del traje penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos había
adquirido ya un cierto aire de vanidad.
Di
unas vueltas por la habitación para manejarme con soltura.
Clarimonda me miraba con maternal complacencia y parecía contenta
con su obra.
-Ya
está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos,
y así no llegaremos nunca -me tomó de la mano y salimos. Las
puertas se abrían a su paso apenas las tocaba, y pasamos junto al
perro sin despertarlo.
En
la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba
la brida de tres caballos negros como los anteriores, uno para mí,
otro para él y otro para Clarimonda. Debían ser caballos bereberes
de España, nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían
tanto como el viento, y la luna, que había salido con nosotros para
iluminarnos, rodaba por el cielo como una rueda soltada de su carro;
la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y
perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en
una llanura donde, junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con
cuatro vigorosos caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de
una forma insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y
estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y
podía sentir el roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás
había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba
mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de
mi madre, tal era la fascinación que el espíritu maligno ejercía
en mí.
A partir de esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en
mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía
un sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un
caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el sueño
de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde
terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del
sacerdote, y el sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble.
La vida bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales
enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño
que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve
siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había
un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de
la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una
anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo
Castretto, ya como il signor Romualdo, amante
titular de Clarimonda.
El
caso es que me encontraba – o creía encontrarme- en Venecia; aún
no he podido aclarar lo que había de ilusión y de real en tan
extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de mármol en el
Canaleio, con frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época
en el dormitorio de Clarimonda: era un palacio digno de un rey. Cada
uno de nosotros tenía su góndola y su barcarola con nuestro escudo,
sala de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo
grande y había algo de Cleopatra en su forma de ser. Por mi parte,
llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y era tan
conocido como si perteneciera a la familia de uno de los doce
apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima república.
No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que
desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y orgulloso
que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me mezclaba con
la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias arruinadas,
con mujeres de teatro, con estafadores, parásitos y espadachines. A
pesar de mi vida disipada, permanecía fiel a Clarimonda. La amaba
locamente.
Ella habría estimulado a la misma saciedad, y habría
hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda era tener cien
amantes, era poseer a todas las mujeres por tan mudable, cambiante y
diferente de ella misma que era: un verdadero camaleón. Me hacía
cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras,
adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía
gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano jóvenes
patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le hicieron las
mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio;
rechazó a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor
joven, puro, despertado por ella y que sería el primero y el último.
Hubiera sido completamente feliz de no ser por la pesadilla que
volvía cada noche y en la que me creía cura de pueblo
mortificándome y haciendo penitencia por los excesos cometidos
durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de estar a su
lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que conocí a
Clarimonda. Sin embargo, las palabras del padre Serapión me venían
alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.
La
salud de Clarimonda no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su
tez se iba apagando día a día. Los médicos que mandaron llamar no
entendieron nada y no supieron qué hacer. Prescribieron algún
medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía
visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y tan
muerta como aquella noche en el castillo desconocido. Me desesperaba
ver cómo se marchitaba lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me
sonreía dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van a
morir.
Una
mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho,
para no separarme de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice
casualmente un corte en un dedo bastante profundo. La sangre, color
púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda.
Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría
feroz y salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una
agilidad animal de mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que
empezó a chupar con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la
sangre a pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como un
gourmet que saborea un vino de Jerez o de Siracusa. Entornaba los
ojos, y sus verdes pupilas no eran redondas, sino que se habían
alargado. Por momentos se detenía para besar mi mano y luego volvía
a apretar sus labios contra los labios de la herida para sacar
todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía más sangre, se
incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como una aurora
de mayo, satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba más
hermosa que nunca y completamente restablecida.
-¡No
moriré! ¡No moriré! -decía loca de alegría colgándose de mi
cuello-; podré amarte aún más tiempo. Mi vida está en la tuya y
todo mi ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y noble
sangre, más preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me
han devuelto a la vida.
Este
hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de
Clarimonda, y esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi
parroquia vi al padre Serapion más taciturno y preocupado que nunca:
-No
contento con perder tu alma quieres perder también el cuerpo.
¡Infeliz, en qué trampa has caído!
El
tono de sus palabras me afectó profundamente, pero esta impresión
se disipó bien pronto, y otros cuidados acabaron por borrarlo de mi
memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya posición ella no había
reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en una copa de vino
sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la
copa y fingí llevármela a los labios dejándola luego sobre un
mueble como para apurarla más tarde a placer y, aprovechando un
instante en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo
la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté decidido a no
dormirme y ver en qué acababa todo esto. No esperé mucho tiempo,
Clarimonda entró en camisón y una vez que se hubo despojado de sus
velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía
tomó mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de oro,
murmurando:
-Una
gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja…
Puesto que aún me amas no moriré… ¡Oh, pobre amor!, beberé tu
hermosa sangre de un púrpura brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi
niño, no te haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo
necesario para que no se apague la mía. Si no te amara tanto me
decidiría a buscar otros amantes cuyas venas agotaría, pero desde
que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah, qué brazo tan
hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás podré pinchar esta venita
azul -lloraba mientras decía esto y sentía llover sus lágrimas en
mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se decidió, me dio
un pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas hubo
bebido unas gotas tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta
alrededor de mi brazo después de frotar la herida con un ungüento
que la cicatrizó al instante.
Ya
no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de
esta certeza, no podía dejar de amar a Clarimonda y le hubiera dado
toda la sangre necesaria para mantener su existencia ficticia. Por
otra parte, no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y
lo que había visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban
colmadas, de forma que tardarían en agotarse y no iba a ser egoísta
con mi vida. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:
-Bebe,
y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.
Evitaba
hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la
aguja, y vivíamos en una armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de
sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no sabía qué
penitencia podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque
todas mis visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no
me atrevía a tocar a Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu
mancillado por semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer
en semejantes alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo
abiertos mis párpados con los dedos, y permanecía de pie apoyado en
los muros luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la
arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha
era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba
que la corriente me arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me
exhortaba de forma vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad
y mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de
ordinario me dijo:
-Sólo
hay un remedio para que te desembaraces de esta obsesión, y aunque
es una medida extrema la llevaremos a cabo: a grandes males, grandes
remedios. Conozco el lugar donde fue enterrada Clarimonda; vamos a
desenterrarla para que veas en qué lamentable estado se encuentra el
objeto de tu amor. No permitirás que tu alma se pierda por un
cadáver inmundo devorado por gusanos y a punto de convertirse en
polvo; esto te hará entrar en razón.
Estaba
tan cansado de llevar esta doble vida que acepté; deseaba saber de
una vez por todas quién era víctima de una ilusión, si el cura o
el gentilhombre, y quería acabar con uno o con otro o con los dos,
pues mi vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó con
un pico, una palanca y una linterna y a medianoche nos fuimos al
cementerio de** que él conocía perfectamente. Tras acercar la luz a
las inscripciones de algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra
medio escondida entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas
parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente
inscripción:
Aquí
yace Clarimonda
Que fue mientras vivió
La más bella del
mundo.
-Aquí
es -dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la
palanca en el intersticio de la piedra y comenzó a levantarla. La
piedra cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le veía hacer más
oscuro y silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre
tarea, sudaba copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada
parecía el estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño
y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera, nos habría tomado
por profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de
Dios. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo
asemejaba más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus
rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían
de tranquilizador.
Sentía
en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban
dolorosamente en mi cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de
Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera deseado que del
flanco de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre
nosotros hubiera salido un triángulo de fuego que lo redujera a
polvo. Los búhos posados en los cipreses, inquietos por el reflejo
de la linterna, venían a golpear sus cristales con sus alas
polvorientas, gimiendo lastimosamente; los zorros chillaban a lo
lejos y mil ruidos siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el
pico de Serapion chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron con
un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada
cuando se la toca; derribó la tapa y vi a Clarimonda, pálida como
el mármol, con las manos juntas; su blanco sudario formaba un solo
pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como una
rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion se
enfureció:
-¡Ah!
¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de
oro! -y roció de agua bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que
dibujó una cruz con su hisopo. Tan pronto como el santo roció a la
pobre Clarimonda su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue
más que una mezcla espantosa y deforme de ceniza y de huesos medio
calcinado-. He aquí a tu amante, señor Romualdo -dijo el despiadado
sacerdote mostrándome los tristes despojos-, ¿irás a pasearte al
Lido y a Fusine con esta belleza?
Bajé
la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia,
y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se separó del pobre cura
a quien durante tanto tiempo había hecho tan extraña compañía.
Sólo que la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me
dijo, como la primera vez en el pórtico de la iglesia:
-¡Infeliz!
¡Infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura
imbécil?, ¿acaso no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para
que violaras mi tumba y pusieras al descubierto las miserias de mi
nada? Se ha roto para siempre toda posible comunicación entre
nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás -se disipó
en el aire como el humo y nunca más volví a verla.
¡Ay
de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la
recuerdo. La paz de mi alma fue pagada a buen precio; el amor de Dios
no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la
historia de mi juventud. No mires jamás a una mujer, y camina
siempre con los ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y
sosegado, un solo minuto basta para hacerte perder la eternidad.
FIN
--Teófilo
Gautier--
No hay comentarios:
Publicar un comentario