Tuve un amor cobarde.
Lo tuve y lo perdí...
Para tu amor temprano ya es demasiado tarde,
porque en mi alma anochece lo que amanece en ti.
---J. A. Buesa---
Desperté cubierto de sudor. Salté de la cama y descalzo atravesé el cuarto. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina.
Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
--¿Dónde va señor?
--A dar una vuelta. Hace mucho calor---le dije
--Ummm, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse---reiteró el tipo
Alcé los hombros, murmuré “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro.
Pero la noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien salía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí pisadas sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
---¡No se mueva , señor, o lo entierro!.
Sin volver la cara pregunté:
---¿Qué quieres?
---Sus ojos, señor--–contestó la voz suave, casi apenada.
---¿Mis ojos?---contesté sorprendido---¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
---No tenga miedo, señor. No lo mataré. Sólo voy a sacarle los ojos.
---Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
---Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
---Mis ojos no te sirven. No son azules, sino marrones---insistí angustiado
---¡Ay, señor no quiera engañarme!. Bien sé que los tiene azules.
----No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa---repliqué
---No se haga el remilgoso---me dijo con dureza---Dé la vuelta.
Me volví. El tipo era pequeño y frágil. Un sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
Me ordenó:
---Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
---¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
---¡Ah, qué mañoso es usted!---respondió---a ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó tajante:
---¡Arrodíllese!.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
---¡Ábralos bien!---exigió
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
---Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció.
Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo
--Octavio Paz/J. Y.--