Desde que la conocí siempre temí algo así, aunque en el fondo nunca pensé que fuera a ocurrir lo que tristemente sucedió después. Así lo pensaba, puesto que al fin y al cabo permanecimos juntos muchos años; y por mi parte juro que nunca quise acabar esa bonita historia; mi mejor historia.
Tanto la quise que aún hoy, después de muchos años sin su compañía, la recuerdo con melancolía. Ha pasado mucho de aquello, es cierto, y quizás por eso puedo analizar con frialdad las causas de la ruptura, aunque no niego que todavía la extraño un montón y me asaltan dudas cuando pienso en los porqués de nuestra separación.
Tal vez fui demasiado condescendiente con ella, acepté ingenuamente sus caprichos y su egoísmo, a veces insufrible. Os confieso que por ella me obligué a prescindir de muchas de las cosas que más deseaba en la vida. Por ella dejé amigos íntimos y otros de toda índole y condición, cuando precisamente más falta me hacían. Ignoré, también por ella, proposiciones de convivencias cuanto menos morbosas y apetecibles con mujeres interesantes y bellas, y a todas rechacé. Por amarla, incluso abandoné a mis seres queridos que todo lo dieron por mí, a pesar de ser ellos los que más me quisieron.
Algunos de mi íntimos la llegaron a conocer, y fueron éstos precisamente los que con mayor insistencia me advirtieron que no bajara la guardia, que no era oro todo lo que relucía. Obstinados me reiteraban que con el tiempo y cuando la conociera de verdad posiblemente llegara a decepcionarme. Eso nunca pasó, luché con denuedo contra viento y marea, y planteé mi defensa con ardor, convencido como estaba de mi amor por ella. Bajo ningún concepto permití injerencias de ningún tipo en nuestra relación.
Aun recuerdo con detalle la primera vez que la vi. Fue un amor a primera vista. Al terminar mis escasos estudios, pero con un oficio medio aprendido, me vine a Madrid buscando un futuro más ilusionante. Aquí la encontré, y os puedo asegurar que jamás llegué a sentir por nadie lo que después, al conocerla a fondo, experimenté con ella..
Pasé junto a ella periodos deliciosos cuajados de calma y quietud. Tantos instantes de paz y sosiego viví, que dudé al terminar con ella, volver a gozarlos alguna vez. Pero, como todo en la vida nuestro romance tuvo un final. Llegó el momento de la separación, y créanme los que lean esto, poco deseada por mí. Y es que, Sandra, mi novia de toda la vida, y desde el pueblo me envió un día el fatídico mensaje…
--¡¡O me voy contigo a la capital a vivir juntos o te dejo plantado!! Así de cruel e inapelable fue su desafío.
Ante esos amenazantes y tajantes términos y a pesar del cariño que profesaba a mi independencia, no me quedó otra que abandonar a mí adorada ”Soledad”.. ¡¡Oh soledad!! ése apetecible concepto! Tan real, y compañera fiel de tantos momentos extraordinarios y felices. ¡Cuánto te eché de menos a partir de entonces!...
Mi historia con ella terminó, y supuso el inicio de otra... Otra incierta y prolongada etapa en mi vida que aun perdura, pero ya sin mi, Soledad. A partir de ahí no me quedó otra que dejar de vivir solo y hacerlo en pareja. Sonia, y después los hijos, pusieron fin a mi libertad y la calma que tanto bien me hicieron.
Evoco ahora con añoranza a mi amada, Soledad. Algo precioso que una vez poseí y que elementos extraños a lo nuestro forzaron nuestra separación. Dicen los que saben de esto que la soledad voluntaria es maravillosa y placentera; la mía, por deseada… fue inolvidable.
Joaquín
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