No son las cosas reales las que nos asustan, sino lo que imaginamos de ellas.
Unas cuantas casas más arriba de la mía, en la misma calle Gravina donde nací, había una casa que yo recordaba haberla visto siempre vacía. Pero una fría mañana de invierno vi movimientos de gente que entraba y salía de ella y unos hombres fornidos que arrastraban unos desvencijados muebles hacia su interior. Supe de la llegada de nuevos inquilinos.
No tardé mucho en saber de ellas. Se trataba de una anciana enlutada y su hija, una chica con mal aspecto, de poco más de treinta años vestida con ropas oscuras y deslucidas. No sé, algo incalificable sobre ellas pasó de inmediato por mi cabeza de niño al verlas aquella primera vez.
Poco a poco fui sabiendo de sus vidas. Vi que la vieja nunca salía de casa. Su hija lo hacía, pero muy de tarde en tarde, y regresaba cuando el sol apenas se dejaba ver ya por el horizonte.
Un día me enteré que alguien, al pasar, había escuchado unos desgarradores sollozos procedentes de una ventana de la casa. Eso me conmocionó.
Esa misma noche me escondí debajo de una de las ventanas y me quedé escuchando. Aguanté un rato como pude, aunque el miedo me atenazaba, pero nada se oía. Sólo el maullido de algún gato callejero a lo lejos perturbaba la quietud de la noche. De repente empecé a percibir leves gemidos, nítidos y prolongados. Los atribuí a la enigmática anciana. Eran unos lamentos sobrecogedores, no muy altos, pero perfectamente perceptibles. Imaginé cosas horribles dentro. Aterrorizado eché a correr hasta mi casa.
Al ver mi cara, pálida y descompuesta, mi madre me preguntó alarmada qué me pasaba. Sobresaltado y aun exhausto por la carrera le conté el motivo de mi turbación, y ella me contó la historia.
Fueron --según mi madre-- unos sucesos espeluznantes. La vieja mujer y sus hijos vivían en un pequeño pueblo de Galicia. Allí ejercía de curandera sanando pequeñas dolencias a los habitantes del lugar. Una vez le llevaron a un niño con unas extrañas fiebres para que aliviara sus males, pero desgraciadamente no se pudo hacer nada y murió en sus manos. Posiblemente ella no tuvo nada que ver con el triste final, pero la gente de la comarca no lo entendió así. Todo el pueblo comenzó a odiarla y su fama de hechicera y bruja se extendió como un reguero de pólvora por toda la comarca.
Una noche --seguía contándome mi madre--mientras dormían ella y sus tres hijos, su casa se incendió sin saber cómo. El fuego fue espantoso, de la casa no quedó nada y sus dos hijos mayores murieron abrasados. Ella quedó desfigurada y tan solo su hija pequeña, traumatizada, salió ilesa. Se investigó a fondo por parte de las autoridades pero nada se descubrió, ni autores ni motivos, aunque todo el mundo lo sospechaba. A partir de aquello, con el escaso dinero que les quedaba y los pocos enseres que lograron reunir, se alejaron de aquel infierno. Y la vieja y su hija llegaron a Fuente de Cantos.
Apenas hablan con nadie --concluyó mi madre-- no salen de casa y sobreviven recluidas como eremitas, desaliñadas y misteriosas.
Ésa noche y algunas después apenas pude dormir. La anciana murió unos meses más tarde. De pena, dijeron algunas vecinas. La hija acrecentó su soledad y cada vez salía menos de casa. Los sucios visillos de las ventanas permanecían siempre echados; supongo que tapando la cochambre que todos imaginábamos de su interior. A pesar de su juventud, la palidez de su rostro y las profundas arrugas que lo surcaban, estremecía a cualquiera que se fijara en ella.
Un tarde del otoño siguiente regresaba tarde a mi casa; mi calle aparecía más triste y solitaria que nunca. Iba absorto en mis pensamientos cuando, al pasar delante de la casa misteriosa una extraña conversación, apenas audible llegó a mis oídos. Aunque las piernas me temblaban de miedo me quedé parado junto a la puerta sin mover un solo músculo, como petrificado,. Instantes después volví a escuchar aquellos terribles lamentos.. Pensé: Dios mío, si la vieja había muerto. ¿Quiénes conversaban en voz baja? ¿De quiénes era los llantos?..
Cuando salí a la calle a la mañana siguiente, vi que unas vecinas cotilleaban apretujadas junto a la extraña casa murmurando frases inteligibles que no llegué a comprender. Un coche fúnebre, aparcado delante de la casa comenzaba a rodar calle arriba, alejándose. Oí que camino del cementerio.
A pesar de los oscuros cristales del furgón vislumbré la silueta de un féretro; la chica iba dentro..
Joaquín
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