Los
árboles negros,
la vereda blanca,
un
pedazo de luna rojiza
con rastros de
sangre manchando las aguas.
Los
dos, cabizbajos,
prosiguen la
marcha
con el mismo paso, en la misma
línea,
y siempre en silencio y
siempre a distancia.
--F. A. de Icaza--
Podríamos llamarle El Pueblo de la Muerte. Fijaos: apenas tiene un millar de habitantes y, sin embargo, cuenta con nueve talleres de fabricación de ataúdes, es decir, todo el mundo se dedica en la localidad al tenebroso asunto de la Parca.
Si, si, aquí todo el mundo, las familias, los amigos, los vecinos.. trabajan fabricando féretros, ¡ahí es nada!. El pueblo se llama Piñor y está en Orense y, pasmaos, unas 30.000 cajas fúnebres al año salen de sus talleres camino del resto de España y Portugal.
Dicen los lugareños que antaño se hacían los ataúdes al estilo inglés, o sea cuadrados, negros, y lúgubres. Ahora, no obstante, explican sus fabricantes, son de colores claros y molduras redondeadas. «La gente quiere alegría hasta en el entierro», dicen.
Lo de Piñor, el nombre del pueblo, es por los grandes pinares que atiborran el término municipal. El pino ha marcado su devenir.
Cepilladas y barnizas, decenas de cajas, cada una cerrada con su llave correspondiente, esperan ser cargadas en las docenas de tráiler que van y vienen hacía los cuatro puntos cardinales de la península ibérica. Por cierto, se quejan los fabricantes del incierto futuro que les espera, puesto que los chinos se han puesto las pilas y hacen ataúdes como rosquillas, aunque, como en todo, de peor calidad..
No obstante, el que paguemos (no sé si alegremente) entre los 500 euros la más barata, hasta los 6000 la más cara por algo tan efímero, tiene migas, puesto que un ataúd es para un día, después desaparece, «porque o se entierra o se quema».
En fin.
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