Señor
Tengo veinte
años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no
dicen nada
Señor
He consumado mi vida
en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o
jamás
o simplemente fue
¿Cómo no me suicido frente a
un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran
barco me esperaría
con las luces encendidas?
Pero mis brazos insisten en
abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es
demasiado tarde.
--Alejandra Pizarnik--
Me resultó muy chocante que toda la familia, incluso la vieja institutriz francesa, parecían inquietarse en cuanto la joven hablaba con alguien, y trataban de interrumpir la conversación, y, a veces, de manera muy forzada. Lo más raro era que, en cuanto daban las ocho de la noche, la joven primero era advertida por la francesa y luego por su madre, por su hermana y por su padre, para que se retirase a su habitación, igual que se envía a un niño a la cama, para que no se canse, deseándole que duerma bien. La francesa la acompañaba, de modo que ambas nunca estaban a la cena que se servía a las nueve en punto.
La madre, dándose cuenta de mi asombro, se anticipó a mis preguntas, advirtiéndome que María estaba delicada, y que sobre todo al atardecer y a eso de las nueve se veía atacada de fiebre y que el médico había dictaminado que hacia esta hora, indefectiblemente, fuera a reposar.
Yo sospeché que había otros motivos, aunque no tenía la menor idea. Hasta hoy no he sabido la relación horrible de cosas y acontecimientos que destruyó de un modo tan tremendo el círculo feliz de esta pequeña familia.
María era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se celebraba su catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de compañeras suyas de juego. Estaban sentadas en un bello bosquecillo del jardín del palacio y bromeaban y se reían, ajenas a que iba oscureciendo cada vez más, a que las escondidas brisas de agosto comenzaban a soplar y que se acababa la diversión.
En la mágica penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas, tratando de fingirse elfos y ágiles duendes. De pronto María gritó:
---¡Óiganme, niñas, ahora voy a aparecerme como la mujer vestida de blanco, de la que nos ha contado tantas cosas el viejo jardinero que murió. Pero tenéis que venir conmigo hasta el final del jardín, donde está el muro!---
Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y se deslizó ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr detrás de ella, riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado María al arco medio caído se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj del palacio tocó las nueve:
---¿No veis?---exclamó María con el tono apagado y cavernoso del mayor espanto--- ¿no veis nada? ¡la figura que está delante de mí! ¡Jesús! Extiende la mano hacia mí… ¿no la veis?--
Las niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas por el miedo y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía la más valiente saltó hacia María y trató de cogerla en sus brazos. Pero en el mismo instante María se desplomó como muerta. A los gritos despavoridos de las niñas, todos los del palacio salieron apresuradamente. Cogieron a María y la metieron dentro. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas entró bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en niebla, que le alargaba la mano.
Como es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que produce la luz del anochecer. María se recobró la misma noche, de tal modo, que no se temieron consecuencias algunas, y se dio el asunto por terminado. ¡Y, sin embargo, qué diferente fue! A la noche siguiente, apenas dieron las nueve campanadas, María, presa de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban, empezó a gritar:
---¡Ahí está, ahí está! ¿No la veis? ¡Ahí está, enfrente de mí!---
Baste saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve, María volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y permanecía algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo más mínimo, o por alguna sensación psíquica pudiese percibir la proximidad de un desconocido principio espiritual.
La pobre María fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por un extraño absurdo, del estado de la hija.
No faltaron médicos ni medios para librar a la pobre niña de una idea fija, que así llamaban a la aparición, pero todo fue en vano, hasta que ella pidió, entre abundantes lágrimas, que la dejasen, pues la figura que se le aparecía con rasgos inciertos e irreconocibles, no tenía nada de terrorífico, y no le producía ya miedo; incluso tras cada aparición tenía la sensación de que en su interior se despojase de ideas y flotase como incorpórea, debido a lo cual padecía gran cansancio y se sentía enferma.
Finalmente, la madre de María trabó conocimiento con un célebre médico, que estaba en el apogeo de su fama, por curar a los locos de manera sumamente artera (mediante ardides muy ingeniosos). Cuando la madre le confesó lo que le sucedía a la pobre María, el médico se rio mucho y afirmó que no había nada más fácil que curar esta clase de locura, que tenía su base en una imaginación sobreexcitada.
La idea de la aparición del fantasma estaba unida al toque de las nueve campanadas, de forma que la fuerza interior del espíritu no podía separarlo, y se trataba de romper desde fuera esta unión. Esto era muy fácil, engañando a la joven con el tiempo y dejando que transcurriesen las nueve, sin que ella se enterase. Si el fantasma no aparecía, ella misma se daría cuenta de que era una alucinación y, posteriormente, mediante medios físicos fortalecedores, se lograría la curación completa.
¡Se llevó a efecto el desdichado consejo! Aquella noche se atrasaron una hora todos los relojes del palacio, incluso el reloj cuyas campanadas resonaban sordamente, para que María, cuando se levantase al día siguiente, se equivocase en una hora.
Llegó la noche. La pequeña familia, como de costumbre, se hallaba reunida en un cuartito alegremente adornado, sin la compañía de extraños. La madre de María procuraba contar algo divertido, su marido empezaba, según costumbre cuando estaba de buen humor, a gastar bromas a la vieja institutriz francesa, ayudado por Augusta, la hermana mayor de María. Todos reían y estaban alegres como nunca.
El reloj de pared dio las ocho (y eran las nueve) y, pálida como la muerte, casi se desvaneció María en su butaca… ¡la labor cayó de sus manos! Se levantó, entonces, el tenor reflejado en su semblante, y mirando fijamente el espacio vacío de la habitación, murmuró apagadamente con voz cavernosa:
---¿Cómo? ¿Una hora antes? ¡Ah! ¿No lo veis? ¿No lo veis? ¡Está frente a mí, justo frente a mí!--
Todos se estremecieron de horror, pero como nadie viese nada, gritó su madre:
---¡María! ¡Repórtate! No es nada, es un fantasma de tu mente, un juego de tu imaginación, que te engaña, no vemos nada, absolutamente nada. Si hubiera una figura ante ti, ¿acaso no la veríamos nosotros? ¡Repórtate, María, repórtate!---
---¡Oh, Dios…! ¡Oh, Dios mío -suspiró María---vais a volverme loca! ¡Mirad, extiende hacia mí el brazo, se acerca… y me hace señas!---
Como inconsciente, con la mirada fija e inmóvil, María se volvió, cogió un plato pequeño que por casualidad estaba en la mesa, lo levantó en el aire y lo dejó… y el plato, como transportado por una mano invisible, circuló lentamente en torno a los presentes y fue a depositarse de nuevo en la mesa.
La madre y la hermana de María, Augusta, sufrieron un profundo desmayo, al que siguió un ataque de nervios. El padre se rehízo, pero pudo verse en su aspecto trastornado el efecto profundo e intenso que le hizo aquel inexplicable fenómeno.
La vieja institutriz francesa, puesta de rodillas, con el rostro hacia tierra, rezando, quedó libre como María, de todas las funestas consecuencias. Poco tiempo después la madre murió. Augusta se sobrepuso a la enfermedad, pero hubiera sido mejor que muriese antes de quedar en el estado actual. Ella, que era la juventud en persona, se sumió en un estado de locura tal que me parece todavía más horrible y espeluznante que aquellos que están dominados por una idea fija. Se imaginó que ella era aquel fantasma incorpóreo e invisible de María, y rehuía a todos los seres humanos, o se escondía en cuanto alguien comenzaba a hablar o a moverse. Apenas se atrevía a respirar, pues creía firmemente que de aquel modo descubría su presencia y podía causar la muerte a cualquiera. Le abrían la puerta, le daban la comida, que escondía al tomarla, y así, ocultamente, hacía con todo. ¿Puede darse algo más penoso?
El padre, militar, desesperado y furioso, se alistó en la nueva campaña de guerra. Murió en una victoriosa batalla.
Es notable, muy notable, que desde aquella noche fatal, María quedó libre del fantasma. Se dedica por entero a cuidar a su hermana enferma, y la vieja institutriz francesa la ayuda en esta tarea. Según he sabido, el tío de las pobres niñas, acaba de llegar para consultar acerca del método curativo que debe emplearse con Augusta. ¡Quiera el Cielo facilitar esta improbable curación!
E. Hoffmann
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