Sobre héroes y tumbas...
¡Seis
meses ya de muerta! Y en vano he pretendido
un
beso, una palabra, un hálito, un sonido...
y,
a pesar de mi fe, cada día evidencio
que
detrás de la tumba ya no hay más que silencio...
Si
yo me hubiese muerto, ¡qué mar, qué cataclismos,
qué
vértices, qué nieblas, qué cimas ni qué abismos
burlarían
mi deseo febril y omnipotente
de
venir por las noches a besarte en la frente,
de
bajar con la luz de un astro zahorí
a
decirte al oído: No te olvides de mi.
Y
tú que me querías quizás más que te amé,
callas
inexorable, de suerte que no sé
sino
dudar de todo, del alma, del destino
¡y
ponerme a llorar en mitad del camino!
Pues
con desolación infinita evidencio
que
detrás de la tumba ya no hay más que silencio.
(Amado
Nervo)
Es
publico y notorio que los hay con suerte en esta vida; tipos que pasan
por este mundo sin muchos altibajos; trabajan, quizás con la suerte
de no tener que haber cambiado nunca de lugar, disfrutan de una vida
más o menos relajada, y luego mueren sin grandes padecimientos,
aunque toda muerte por si misma es cruel; yo soy uno de ellos. Pero
hay otros, inquietos, aventureros, trotamundos, incapaces de
pernoctar mucho tiempo en el mismo sitio, sin duda a muchos de estos
últimos les debe la humanidad gran parte del progreso, porque son
ellos los que se arriesgan y descubren, el resto solemos
aprovecharnos de su osadía.
Entre
éstos últimos se encontraría el conquistador extremeño Pedro de
Valdivia, un tipo audaz y con carisma que logró conquistar todo Chile para la corona de Castilla. Pero no voy a hablar de su
vida y aventuras que, aunque copiosas y apasionantes, no tendría
tiempo ni lugar, sólo de su muerte ocurrida de manera espeluznante me oirán contarles.
Algo
tendría éste corpulento aventurero español para que una
distinguida dama, Inés Suárez, fuese capaz de hacerse pasar por su
criada cuando en realidad era su amante, y vendiera sus muchas y
costosas joyas para financiar las campañas de su apuesto enamorado.
Esas campañas eran, nada menos, que el descubrimiento y colonización
de ese enorme y gran país que es Chile.
La
conquista de un territorio tan grande como dos veces España y con
unas distancias descomunales de norte a sur, (nada menos que 4300
kilómetros, con cinco husos horarios y habitado por indios feroces)
no fue nada fácil, costó tiempo, mucho trabajo y demasiadas vidas
de soldados españoles, incluida la del propio capitán Pedro de
Valdivia. Antes de morir ya había fundado las principales ciudades
que actualmente dan lustre y prestigio a Chile, como La Serena, (en
honor a su tierra de nacimiento) Valdivia (como su apellido) o la
misma capital del país, Santiago de Chile, acordándose del patrón
de España que ya lo era entonces, Santiago El Mayor...
Sin
embargo, a pesar de la atrevida vida, peripecias y las grandes
hazañas de nuestro protagonista, como dije antes, sólo quiero esmerarme en su
muerte, que fue atroz; miren sino...
Durante la campaña de conquista, poco antes de terminar de pacificar el país, un grupo
numeroso de indios araucanos (de los más indómitos y fieros de todo
el continente) les hicieron una emboscada, a él y a unos cuantos
españoles que volvían a Santiago. Los españoles se defendieron y
aguantaron lo indecible, pero fue imposible salvarse, eran
demasiados. A Valdivia, por ser el jefe, le cortaron los brazos con
conchas marinas afiladas, los asaron vuelta y vuelta, y se los comieron allí mismo
delante de él aun vivo. El martirio fue terrorífico, aguantó
tres días con los brazo amputados hasta que le sacaron el corazón a
carne viva, siendo después devorado por los jefes de la tribu. Con
su cráneo y los de sus compañeros brindaron alegremente llenándolos
de chicha, una bebida amarga propia de esos indios.
Este
es un caso extraordinario de un tipo colosal por lo carismático y
valiente, pero la historia en esa brillante época está llena de
españoles que, como Pedro de Valdivia, fueron capaces con sólo un
puñado de hombres conquistar para la corona de Castilla un
territorio de unos 17 millones de kilómetros cuadrados, es decir,
casi una sexta parte el mundo conocido. Y todo eso nos lo legaron a nosotros; qué pena que no fuimos capaces de administrarlo a perpetuidad...
Joaquin
Yerga
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