sábado, 19 de enero de 2019

La muerte tenía un precio



Dices que tienes corazón, y sólo
lo dices porque sientes sus latidos.
Eso no es corazón..., es una máquina,
que, al compás que se mueve, hace ruido.
(Bécquer)

Decía Abraham Lincoln, el más querido presidente de los Estados Unidos, que todos nacemos iguales pero que es la última vez que lo somos. Evidentemente se refería a nuestra desnudez al salir por primera a la luz y no a la manera de hacerlo, puesto que no nace con las mismas garantías de vida un niño en Etiopía que otro en Finlandia. 
Con la muerte pasa algo parecido que con el nacimiento, que una vez tiesos, todos volvemos a estar igual que al principio, no hay distinción entre ricos y pobres ni entre sabios y tontos pero, eso sí, cambia y mucho la forma de morir, mirad si no...
Hubo una vez un filósofo griego del siglo V a.c., muy influyente, Demócrito se llamaba. Por cierto, fue el precursor de los átomos, el primero que pronosticó que toda materia estaba formada por células y éstas a su vez por átomos indivisibles, aunque luego se descubriría que incluso los átomos están compuestos de piezas más pequeñas aun como son los neutrones y protones. Bien, pues el bueno de Demócrito era un tanto especial para sus cosas, resulta que estaba convencido de que mientras menos comiera una persona mejor, viviría más años, decía convencido. Además recomendaba vivamente la miel como único alimento reconocido para la longevidad.
Demócrito llevó sus convicciones tan lejos que se fue dejando morir lentamente; cada vez comía menos. Llegó un momento tal en el que su cuerpo no aguantaba más; los médicos le dieron tres días de vida. Sus amigos y discípulos les rogaban desesperados que comiera, que así se salvaría; y él ¡Por fin!, pareció haber escuchado las súplicas, pidió un tarro de miel. Todos entusiasmados le llevaron raudos un bote con la mejor miel de la comarca; el filosofo, haciendo un ímprobo esfuerzo cogió el tarro con las pocas fuerzas que le quedaban y, se limitó a oler la miel; ni que decir tiene que vivió dos días más, murió el hombre de inanición.
Y hablando de muertes digamos curiosas; vean el final tan poco honroso que tuvo el emperador romano Heliogábalo, famoso por su crueldad y excentricidades; pues sepan que murió asfixiado. Si, ya lo sé, morir asfixiado en aquellos tiempos era casi normal, pero es que a esté pájaro le taparon la boca hasta morir con la esponja de limpiarse el trasero. Recuerdo para el que no lo sepa que en aquellos lejanos tiempos aun no estaba inventado el papel higiénico ni los periódicos, ni tan siquiera aquel papel de estraza tan duro de color marrón que usábamos para ese indecoroso menester en nuestra más tierna infancia. Bien, pues estaba el hombre haciendo sus mas perentorias necesidades en el retrete cuando, unos guardias irrumpieron en la estancia le sujetaron las manos y con la esponja que usaban los romanos para asearse semejante parte le asfixiaron. Se ignora si el bueno de Heliogábalo había hecho buen uso de ella justo antes de que se la metieran en la boca... En fin, hasta para morir hay que tener suerte, y decoro...
Dicho queda...


                                                                       Joaquin Yerga

No hay comentarios:

Publicar un comentario