viernes, 3 de marzo de 2017

Un real miembro..




Amiga:
Verdes son tus ojos, trigales del mes de abril.
A veces los veo azules como océanos de coral..
Si sonríes para mi marrones rutilantes son..
Grises los percibo como sombrío cielo en otoño 
si me niegas un beso sin una explicación.
O negros de mirada triste cuando rehuyes
mis caricias y te alejas de mi..
Desengáñate, yo veo el color de tus ojos
en el Arco-iris de tu corazón..
--Joaquín--


Circuló  alguna vez por los mentideros cutres  de la ciencia un dicho que decía: “A nariz grande pene soberbio”. Con el cafre de Fernando VII (ése rey chusco, antepasado del de ahora Juan Carlos) acertó de lleno. Cualquiera que vea algún retrato suyo puede comprobar su enorme apéndice facial; imagínense el otro apéndice..
Contaba el compositor francés, autor de la ópera Carmen, Próspero  Merimée, que el miembro viril de Fernando era fino en la base como una barra de lacre y gordo como un puño en la punta. Con esto está todo dicho ¡Pobre María Cristina, tan  jovencita,  y  última de sus mujeres!.
Mucho se ha dicho y escrito de éste personaje, que según muchos historiadores ha sido el más nefasto de todos los que nos ha tocado en suerte como gobernante. ¡Y mira que los hemos tenido malos! A éste pájaro sólo con decirles que le llamaron al poco de morir; el “Rey Felón” esté todo dicho, o casi todo. Parte de lo que seguro desconocen, incluidas obscenas intimidades, se me ocurre, contárselas.
Además de felón, apelativo post-morten, también le llamaron, curiosamente, “El Deseado”. Pero esto último se lo pusieron antes de gobernar, por lo que tiene menos validez que el primero. Lo de El Deseado se lo puso el pueblo llano (y eso que dicen que el pueblo nunca se equivoca) porque pensaban que su comportamiento sería mejor que el de su padre, el insulso y cornudo, Carlos IV.
A Fernando VII lo mantuvo preso Napoleón un tiempo, allá en Francia, pero lo que la gente desconocía era que éste pavo estaba haciéndole la pelota al futuro Emperador de los franceses con la intención de traicionar, tanto a sus padres como al pueblo, que tanto le quería y deseaba.
Cuando Napoleón lo liberó y llegó a España, al principio de su reinado aceptó de mala gana la Constitución de Cádiz de 1812 que habían redactado los nuevos diputados, pero en cuanto pudo la derogó y volvió a los peores años del absolutismo, incluida la inquisición. El caso es que el tío aguantó en el trono hasta su muerte, ocurrida en 1833 a los 49 años de edad y con la salud totalmente quebrantada debido a los excesos de todo tipo, sobre todo los de tipo sexual, que se embuchó el menda.
Se casó cuatro veces  y  cuentan las crónicas que era un putero redomado. Salía de palacio por las noches de incógnito en busca de carnaza fresca por los  garitos y tugurios  más infectos de Madrid. Ahora que nadie nos escucha y apenas me lee algún despistado puedo contarlo; les aseguro que, como dijimos antes, su miembro viril era descomunal. Era de tamaño tal que para consumar el acto tenía que usar una especie de almohadilla y así evitar que su desafortunada pareja no sufriera un más que posible, desgarro vaginal.
Precisamente María Cristina fue la madre de sus dos hijas. Isabel,  la mayor, reinó como Isabel II,  y quizás  por tradición o de motu proprio fue ésta la más despendolada  de nuestras reinas, incluyendo las consortes.
Existía en España una ley llamada Sálica que impedía reinar a las mujeres. Pero como éste memo no tuvo hijos, pues a última hora y a toda pastilla, (estaba ya en las últimas) cambió la ley para que pudiera reinar su primogénita. Con este gesto  tan poco amistoso dieron comienzo las Guerras Carlistas, llamadas así porque su hermano pequeño Carlos, mucho más joven y entero que él, se negó a aceptar el cambio de esa ley pues con ella en vigor le tocaba a él ser, rey de España. Se enfadó éste con su hermano Fernando, después con su viuda y también con su sobrina, la futura Isabel II. Con la aquiescencia de parte de la población (los más fervientes católicos) se sublevó. Y como ya sabemos, la lio parda durante las décadas que duró la guerra.
M. Cristina, la joven viuda de Fernando VII, después de morir éste se enamoró de un guardia de su escolta (qué tendrán los militares)  y tuvo con él una prole (desmesurada) de ocho  hijos. Nada se cuenta del órgano viril del tal Muñoz, que fue su segundo esposo. Tal vez se debiera el enamoramiento a su ternura para con ella  y no al ímpetu sexual como el de su primer marido.
Durante la minoría de edad de su hija Isabel, M. Cristina ejerció de reina regente hasta 1840 en que dejó ese puesto al general Espartero. Que lo hizo, por cierto, hasta la mayoría de edad de Isabel II, en 1844...  Después,  María Cristina  nos salió rana, porque intrigó todo lo que pudo para seguir manejando a su hija a su antojo. También se cuenta de ella y de su marido (el tal Muñoz) de los mangazos (ahora llamados pelotazos) que pegaban los dos aprovechándose del cargo. Ríanse del estilo rancio de Urdangarin, o del Correa del caso Gúrtel, ésta pareja sí que se lo llevaron crudo.
Por cierto, el pueblo (igual que ahora aunque no había tele)  se indignó con M. Cristina y sus retoños por los pelotazos que se embolsaron y la obligaron a exiliarse. No volvió, (viva) a España. Muerta sí, y está enterrada en el monasterio de El Escorial por ser madre de reina.
De su hija, la reina Isabel II, regordeta y con sus ojos tan azules, se cuenta y no se para sobre su extenso reinado. Lo hizo durante treinta y cinco años, hasta su expulsión a Francia  y  posterior  proclamación en España de la Primera República en 1868, llamada La Gloriosa. Las andanzas amatorias de ésta ardiente mujer merecen capítulo  aparte que algún día habrá que contar.
Dicho queda...

Joaquín Yerga

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