Amiga:
Verdes son tus
ojos, trigales del mes de abril.
A veces los veo
azules como océanos de coral..
Si sonríes para
mi marrones rutilantes son..
Grises los
percibo como sombrío cielo en otoño
si me niegas un
beso sin una explicación.
O negros de mirada
triste cuando rehuyes
mis caricias y te
alejas de mi..
Desengáñate, yo
veo el color de tus ojos
en el Arco-iris de
tu corazón..
--Joaquín--
Circuló alguna
vez por los mentideros cutres de la ciencia un dicho que decía:
“A nariz grande pene soberbio”. Con el cafre de Fernando
VII (ése rey chusco, antepasado
del de ahora Juan Carlos) acertó de lleno. Cualquiera
que vea algún retrato suyo puede comprobar su enorme apéndice
facial; imagínense el otro apéndice..
Contaba el compositor
francés, autor de la ópera Carmen, Próspero Merimée, que el
miembro viril de Fernando era fino en la base como una barra
de lacre y gordo como un puño en la punta. Con esto está todo dicho
¡Pobre María Cristina, tan jovencita, y última
de sus mujeres!.
Mucho se ha dicho y
escrito de éste personaje, que según muchos historiadores ha sido
el más nefasto de todos los que nos ha tocado en suerte como
gobernante. ¡Y mira que los hemos tenido malos! A éste pájaro sólo
con decirles que le llamaron al poco de morir; el “Rey
Felón” esté todo dicho, o casi todo. Parte de lo que seguro
desconocen, incluidas obscenas intimidades, se me ocurre,
contárselas.
Además de felón,
apelativo post-morten, también le llamaron, curiosamente, “El
Deseado”. Pero esto último se lo pusieron antes de gobernar,
por lo que tiene menos validez que el primero. Lo de El Deseado se
lo puso el pueblo llano (y eso que dicen que el pueblo nunca se
equivoca) porque pensaban que su comportamiento sería mejor que el
de su padre, el insulso y cornudo, Carlos IV.
A Fernando VII
lo mantuvo preso Napoleón un tiempo, allá en Francia,
pero lo que la gente desconocía era que éste pavo estaba haciéndole
la pelota al futuro Emperador de los franceses con la intención
de traicionar, tanto a sus padres como al pueblo, que tanto le quería
y deseaba.
Cuando Napoleón lo
liberó y llegó a España, al principio de su reinado aceptó de
mala gana la Constitución de Cádiz de 1812 que habían redactado
los nuevos diputados, pero en cuanto pudo la derogó y volvió a los
peores años del absolutismo, incluida la inquisición. El caso es
que el tío aguantó en el trono hasta su muerte, ocurrida en 1833 a
los 49 años de edad y con la salud totalmente quebrantada
debido a los excesos de todo tipo, sobre todo los de tipo sexual, que
se embuchó el menda.
Se casó cuatro veces
y cuentan las crónicas que era un putero redomado.
Salía de palacio por las noches de incógnito en busca de carnaza
fresca por los garitos y tugurios más infectos de
Madrid. Ahora que nadie nos escucha y apenas me lee algún
despistado puedo contarlo; les aseguro que, como dijimos antes, su
miembro viril era descomunal. Era de tamaño tal que para
consumar el acto tenía que usar una especie de almohadilla y así
evitar que su desafortunada pareja no sufriera un más que
posible, desgarro vaginal.
Precisamente María
Cristina fue la madre de sus dos hijas. Isabel, la mayor,
reinó como Isabel II, y quizás por tradición o
de motu proprio fue ésta la más despendolada de nuestras
reinas, incluyendo las consortes.
Existía en España
una ley llamada Sálica que impedía reinar a las mujeres. Pero como
éste memo no tuvo hijos, pues a última hora y a toda pastilla,
(estaba ya en las últimas) cambió la ley para que pudiera reinar su
primogénita. Con este gesto tan poco amistoso dieron comienzo
las Guerras Carlistas, llamadas así porque su hermano
pequeño Carlos, mucho más joven y entero que él, se negó a
aceptar el cambio de esa ley pues con ella en vigor le tocaba a él
ser, rey de España. Se enfadó éste con su hermano Fernando,
después con su viuda y también con su sobrina, la futura Isabel II.
Con la aquiescencia de parte de la población (los más fervientes
católicos) se sublevó. Y como ya sabemos, la lio parda durante las
décadas que duró la guerra.
M. Cristina,
la joven viuda de Fernando VII, después de morir éste se enamoró
de un guardia de su escolta (qué tendrán los militares) y
tuvo con él una prole (desmesurada) de ocho hijos. Nada se
cuenta del órgano viril del tal Muñoz, que fue su segundo esposo.
Tal vez se debiera el enamoramiento a su ternura para con ella y
no al ímpetu sexual como el de su primer marido.
Durante la minoría
de edad de su hija Isabel, M. Cristina ejerció de
reina regente hasta 1840 en que dejó ese puesto al general
Espartero. Que lo hizo, por cierto, hasta la mayoría de edad de
Isabel II, en 1844... Después, María Cristina nos
salió rana, porque intrigó todo lo que pudo para seguir manejando a
su hija a su antojo. También se cuenta de ella y de su marido (el
tal Muñoz) de los mangazos (ahora llamados pelotazos) que
pegaban los dos aprovechándose del cargo. Ríanse del estilo rancio
de Urdangarin, o del Correa del caso Gúrtel, ésta pareja sí que se
lo llevaron crudo.
Por cierto, el
pueblo (igual que ahora aunque no había tele) se indignó
con M. Cristina y sus retoños por los pelotazos que se embolsaron
y la obligaron a exiliarse. No volvió, (viva) a España. Muerta
sí, y está enterrada en el monasterio de El Escorial por ser madre
de reina.
De su hija, la reina
Isabel II, regordeta y con sus ojos tan azules, se cuenta y no
se para sobre su extenso reinado. Lo hizo durante treinta y cinco
años, hasta su expulsión a Francia y posterior
proclamación en España de la Primera República en 1868,
llamada La Gloriosa. Las andanzas amatorias de ésta ardiente mujer
merecen capítulo aparte que algún día habrá que contar.
Dicho queda...
Joaquín
Yerga
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