martes, 14 de marzo de 2017

Invierno en Madrid.





En las profundidades del invierno aprendí finalmente que había en mi un verano invencible.
(Albert Camus)


Aun no estoy seguro que lo del cambio climático sea definitivo. Tampoco que la escasez de rigores invernales se deba a él; imagino que faltan datos generosos y prolongados para sentenciar semejante dilema. Pero sí es cierto que algo pasa con las estaciones climáticas pues a nada que hagamos memoria vemos que ya no son lo que eran.
Recuerdo que en otra época no me desagradaban ni los mas rigurosos de los inviernos, sería tal vez porque nunca los padecí de manera severa pues provengo de una tierra pródiga en benévolas temperaturas.
Y qué duda cabe que el tiempo y los años cambian las percepciones y los gustos de las personas.. A mí lo del clima me han trastocado las preferencias porque, incomprensiblemente, si siempre deseé los inviernos hoy en día me desdigo y me declaro incondicional del buen tiempo. De sabios es rectificar, decía aquel.
En mi juventud tenía una especial querencia por los ambientes y paisajes nórdicos. Me atraían sobremanera los prados verdes, las ciudades grises, asépticas, revestidas de elegancia y cierto toque romanticón que veía en muchas películas y documentales. Ése entorno frío y desangelado lo asociaba a esa Europa culta, rica, amante del orden y de la justicia.
Precisamente a esos países septentrionales, protestantes y calvinistas la mayoría de ellos y posiblemente por eso laboriosos y prósperos, los consideraba con envidia espejos donde mirarse. Ahora y aun admirando su prosperidad, de manera incomprensible deploro sus plomizos cielos y sus pertinaces lluvias.
Quizás, y aludiendo al dicho según el cual se desea más lo que no se tiene, como he padecido y/o disfrutado de largos y calurosos veranos a lo largo de buena parte de mi vida, pues ansiaba justo lo contrario, es decir, tiempo fresco y entornos sombríos.
También es posible que influyera en mi debilidad por las brumas nórdicas la locuacidad de los numerosos emigrantes que retornaban cada verano al pueblo y nos agasajaban con historias increíbles de bienestar y abundancia de las que disfrutaban allende los pirineos. O tal vez los entusiastas turistas que a veces se aventuraban atravesar la poco habitual “Ruta de la Plata”  camino de Sevilla,  y me sorprendían tan rubios ellos y ellas… Y tan modernos y desinhibidos, pero..
Pasados los años uno ya no es el mismo. He viajado, leído, mirado, padecido, o disfrutado otros parajes y ambientes; tantos que ahora puedo discernir y juzgar con conocimiento de causa. Tal vez por esto y por algunas otras razones resulta que me empiezan a gustar los veranos y con ellos lo meridional, al menos en materia climatológica.
Estoy empezando, aunque tarde, a apreciar las bondades del estío, y a sus largas y cálidas tardes. Y me solazan de manera insólita los apacibles paseos bajo las escasas sombras de las raquíticas arboledas urbanas. Tanto he debido cambiar en estos asuntos que incluso constato que buen tiempo y calidad de vida pueden ser sinónimos a tener muy en cuenta. Y es que...
Lo he pensado mejor, dejo el crudo invierno para gente seria, cumplidora, formal, educada. Abandono mis soñadas brumas para siempre porque, entiendo que son más propias de gentes circunspectas, responsables, solventes en carácter y costumbres. Y porque mejor aceptar lo que dispuso la evolución y sean ellos, los de piel albar y cabellos claros, mas adaptados, los que soporten las duras inclemencias atmosféricas, y...
Me vuelvo con mi gente, regreso en deseos a la tórrida canícula veraniega, a sudar la gota gorda y a las noches interminables de cerveza y calimocho en los pringosos veladores de antaño... Sí, definitivamente retorno a la improvisación y a la apatía sureña..
Y dejo para siempre mis sueños juveniles de los ambientes húmedos y sombríos porque, al fin y al cabo solo eran eso, sueños. Pues soñaba cuando veía Sherlock Holmes, lupa en mano rastrear pistas tras el asesino por alguna nebulosa y fría calle de Londres. Soñaba, también, imaginando a Emma Bobary haciendo el amor con León Dupuis dentro del carruaje, mientras éste a toda velocidad arañaba las heladas baldosas de la Plaza Vendome de Paris mitigando en lo posible con su ensordecedor ruido los gemidos de placer de la pareja. Y soñaba, por supuesto, mientras leía en mis libros favoritos cómo Poe, ebrio de vino rancio, menudeaba de taberna en taberna hasta caer exhausto en cualquier calle del desapacible y melancólico Boston.
En resumidas cuentas he llegado a tal grado de sensatez que en mis sueños y apetencias despido al invierno con efusión y doy la bienvenida a una nueva y esperanzadora primavera, precursora, sin duda, de un radiante verano.
Dicho queda…


                                                                                     Joaquín Yerga


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