jueves, 23 de marzo de 2017

Donde el corazón me lleve



  
    Cuando os oigo tocar
    campanitas, campanitas,
    sin querer vuelvo a llorar.

    Cuando de lejos os oigo
    pienso que por mi llamáis
    y de las entrañas me duelo

   
   Me duelo de dolor herida,
    que antes tenía vida entera
    y hoy tengo media vida.
    (R. de Castro.)

Tuve el gusto de ver la cara de mi madre por primera vez en un lugar que no era precisamente idílico. Cuando crecí y fui consciente de la dura naturaleza que me rodeaba, no eché a correr porque debía hacerlo durante muchas jornadas seguidas para alejarme de allí y encontrar algo mejor...
A casi quinientos kilómetros de ese lugar, en Madrid, hace unas décadas más de la mitad de su población habíamos nacido fuera de la ciudad. Es más, incluso de la comunidad autónoma, con lo que se deduce que muchos de los que aquí vivimos y rondamos o excedemos la cincuentena hemos inspirado nuestra primera bocanada de oxigeno en cualquiera de las cincuenta provincias que componen nuestro mapa político nacional. Aun recuerdo con agrado cómo tenía su punto el haber nacido fuera y tener, por lo tanto, pueblo… ¡Mi pueblo!, decíamos con cierto orgullo.
Mi pueblo, a qué mentir ni exagerar, no está situado en un verde valle rodeado de montañas nevadas ni se haya a la orilla de un caudaloso rio de aguas cristalinas. Tampoco puede presumir de la belleza de su hermosa bahía en un cálido mar de ensueño, ni mucho menos… Y es que, (que me perdonen mis paisanos) fueron a fundar el pueblo en el lugar menos agraciado de la comarca. Si no me fallan mis cálculos a seis kilómetros del arroyo más próximo y a veinticinco de la sierra más cercana. Ése pequeño arroyo con ínfulas de río y que dista a tres leguas al sur del municipio discurre, avergonzado por su escaso caudal, con el pomposo nombre de Bodión. Y con tan poca corriente, por cierto, que se pudiera vadear con zapatillas de andar por casa sin tan siquiera mojarlas.
No tuvimos suerte en lo tocante al medio y lugar cuando nuestros antepasados pusieron la primera piedra del futuro municipio, ¡qué le vamos a hacer! También es verdad que el hábitat original era muy distinto al actual. Todo parece indicar que hasta el siglo XVII nuestro entorno estaba poblado de encinas y alcornoques y hubo que talarlos por necesidades agrícolas. Lo cierto y verdad es que nacimos en un medio natural hostil, una campiña desarbolada y pedregosa, morada de cañafotes y chicharras, y sólo apta para ciertos cultivos de secano.
El poder gozar de un paisaje natural más benigno, o encantador, es una suerte que la voluntad humana no tiene la potestad de elegir, pero el medio urbano sí. De hecho, es el hombre el que lo crea y modula a su antojo y necesidad. Y aquí si puedo con holgura airear las bondades arquitectónicas de mi pueblo.
Tenemos un casco urbano pequeño como tal, pero suficientemente acogedor como para que casi todos los aquí nacidos estemos moderadamente a gusto con él. Incluso me atrevo aventurar sin temor a equivocarme que la mayoría de los nativos estamos más que satisfechos, a la par que orgullos de nuestra villa. ¡Ah!, y cómo la hemos cambiado y rejuvenecido a lo largo de estos últimos cuarenta años.
Qué duda cabe que todas la ciudades y pueblos de nuestro país han sufrido, para bien, un cambio sustancial en sus fisionomías. Nosotros no íbamos a ser menos. Hemos pasado en estas cuatro décadas (no hay más que contemplar fotos antiguas) de habitar un poblachón desvencijado, propio de la España más profunda y triste, a un pueblo moderno y actual en donde se aprecia de manera clara el toque de prosperidad propio de la época y el lugar, es decir...siglo XXI,  y Europa.
No obstante, y al margen de crudas realidades naturales y humanas, subsiste en mi otro pueblo paralelo al descrito, rutilante y fantástico, en otra dimensión porque sólo habita en mi memoria. Se nutre de añoranzas y melancolías y destaca por encima de naturalezas exuberantes o de horizontes de ensueño. Sí, éste otro pueblo crece y se magnifica en mi interior con grandes dosis de recuerdos, reales unos idealizados otros, pero emerge en mi imaginación y me deslumbra como mi Jardín del Edén, afectivo.

Joaquín Yerga

  

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