El
señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas
caen. Caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y
más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y
de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval
en adelante sólo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años.
Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy
triste morir aislado sin dejar un afecto profundo! Piensa en su vida sin
encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa
paterna, el colegio, las vacaciones, la Universidad. Luego, la muerte de su
padre. Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente,
sin desear nada. Pero la madre muere también. Qué triste vida! Y el hijo queda
solo. Envejece y morirá, cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá
terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa!
Y otros vivirán, amarán, reirán. Si, habrá siempre quien se divierta, y él no
se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de
la muerte. Si la muerte fuera sólo probable, aún habría esperanza; pero no, es
tan segura como la noche después del día. ¡Y aún si la vida tuviera encantos!
Desde que nació no hizo nada. No tuvo aventuras, ni grandes goces, ni éxitos,
ni satisfacciones de ninguna especie. Nada, no había hecho nada; su vida se
redujo a levantarse, vestirse, comer y acostarse; todo a horas fijas. Y así
pasó en este mundo sesenta y dos años. Ni siquiera se había casado, como la
mayor parte de los hombres. ¿Por qué? Si, ¿por qué no se había casado? Pudo
hacerlo, pues tenía bastante renta para mantener a una familia. ¿Tal vez no se
le había presentado la ocasión?... Acaso. Pero se buscan las ocasiones. Era un
poco negligente, abandonado... Eso fue la causa de todo: su daño, su defecto,
su vicio. ¡Cuántas gentes malbaratan su vida por abandono! ¡Es tan difícil para
ciertas naturalezas moverse, agitarse, hablar, insistir! II Nadie le había
querido. Ninguna mujer durmió sobre su pecho en completo abandono de amor.
Desconocía las deliciosas angustias del que aguarda, el divino estremecimiento
de una mano sintiendo la opresión de otra, el éxtasis de la pasión triunfante.
Qué dicha sobrehumana debe de inundar el corazón cuando los labios de dos bocas
se acarician por vez primera, cuando cuatro brazos, oprimiéndose, forman de dos
seres uno solo, un ser inmensamente feliz, un alma de dos almas, ansiosas la
una de la otra! El señor Saval se había sentado junto a la chimenea, envuelto
en su bata. Ciertamente su vida estaba frustrada, en absoluto frustrada. sin
embargo, una vez tuvo un amor; había querido a una mujer secretamente,
dolorosamente y descuidadamente, como lo hacia todo. Sí, había querido a su
amiga la señora de Sandres, mujer de un antiguo camarada. ¡Oh, sí la hubiese
conocido soltera! Pero la conoció tarde, cuando ya estaba casada. El también se
hubiera casado con aquella mujer que le inspiró amor desde el primer instante,
y a la cual siempre quiso. Recordaba sus emociones de cada vez que la veía, sus
tristezas .de cuando se apartaba, las veces que no pudo en toda la noche descansar
pensando en ella. Por la mañana se sentía menos apasionado que por la noche. ¿Qué
motivo habría? ¡Qué bonita, qué rubia, qué rizada era en sus años floridos!
Sandres no era el hombre que aquella mujer necesitaba. Sin embargo, a los
cincuenta y ocho años ella parecía dichosa. ¡Oh, si le hubiera querido en otro
tiempo! ... ¡Si le hubiera querido! Y ¿quién sabe si le había querido? Si
hubiese adivinado aquel amor profundo... Y ¿quién sabe si lo adivinó alguna
vez? Y sí lo adivinó, ¿qué pensaría entonces? Y si él hablara, ¿qué hubiese
contestado ella? Y Saval se hacía mil preguntas más, reviviendo su pasado,
interesándose por buscar y recoger una porción de sucesos insignificantes.
Recordaba las horas que pasaron en casa de Sandres, jugando a las cartas, cuando
la mujer era bonita y joven. Y recordaba cuantas palabras le había dicho ella y
las entonaciones que usó para decírselas; recordaba las mudas sonrisas que
significaron tantas cosas. Recordaba los paseos de los tres a la orilla del
Sena, los almuerzos campestres en domingo siempre, porque —El mejor sueño de su
vida —según dijo cuando despertó. La señora de Sandres, del brazo de Saval,
paseaba por la orilla de1 río. Apoyándose .mucho en él, reía diciendo: —Estoy
un poco borracha, bastante borracha. Saval, mirándola fijamente, sentía
estremecimientos y palpitaciones; palidecia, temiendo que sus ojos no se
mostraran con exceso atrevidos, que un temblor de su mano revelara su secreto.
Ella se había hecho una corona con flexibles tallos y con lirios le agua, y le
preguntó: —¿Le gusto a usted asi? Como él no contestó nada —no se le ocurría
nada que contestar, y más fácil hubiérale sido caer a sus pies de rodillas—,
ella soltó la risa, una risa casi burlona y despechada, gritándole: —¡Tonto,
más que tonto! Hable usted al menos. Él estuvo a punto de llorar, sin que
acudiese ni una sola palabra en su ayuda. Y todo esto lo recordaba como el
primer día. ¿Por qué le había dicho ella: "Tonto, más que tonto; hable
usted al menos" Recordaba de qué modo, con cuánta dulzura le oprimía,
apoyándose en él. Y al inclinarse para pasar por debajo de un árbol de ramas
caídas, la oreja de la señora Sandres había rozado la mejilla del señor Saval,
¡su mejilla!, y él había retirado la cabeza con un movimiento brusco para que
no creyera ella voluntario aquel contacto. Cuando él dijo: "¿Le parece —Yo
no me fatigo, señora; pero es posible que Sandres haya despertado. Y ella
replicó, encogiéndose de hombros. —Si teme usted que haya despertado ml marido,
es otra cosa; volvamos. Al volver ella silenciosa, ya no se apoyaba en el brazo
de su amigo. ¿Por qué? Este "porqué" no había encontrado respuesta y
era una preocupación constante. Al cabo de los años, el señor Saval creyó
entrever algo que no había entendido nunca. Acaso ella... IV Ruborizándose, se
levantó conmovido, emocionado, como si treinta años antes hubiera oído en
labios de la señora Sandres un "¡te quiero!" ¿Sería posible acaso?
Esta sospecha que despertaba en su espíritu le torturó. ¿Era posible que a su
tiempo no viese, no adivinase nada? ¡Oh, si eso fuera cierto, si hallándose tan
cerca de la dicha no hubiera sabido aprovecharla! Se resolvió. Le ahogaban las
dudas. Quería saber la verdad. ¡La verdad! Se vistió de prisa, de cualquier
modo, pensando: "He cumplido sesenta y dos años; ella tiene cincuenta y
ocho. Bien puedo permitirme la pregunta." Y salió. La casa de Sandres
estaba en la otra acera de la misma calle, casi frente a la casa de Saval. La
criada se extrañó de verle tan temprano. —¡Usted por aquí a estas horas, señor
Saval! ¿Ha ocurrido algo? Saval contestó: —Nada, hija mía. Pero di a la señora
que necesito hablar con ella lo antes posible. —La señora está en la cocina
preparando confituras para el invierno y no está presentable para visitas, como
usted puede suponer —Bueno; dile que necesito hacerle una pregunta importante.
La muchacha se fue y Saval recorría el salón con pasos nerviosos. Se sentía
desligado, resuelto en semejante ocasión. ¡Oh! Iba entonces a preguntarle
aquello como le hubiera preguntado por una receta de cocina. ¡Tenía ya sesenta
y dos años! Se abrió la puerta y entró la señora. Era ya una matrona muy
abultada, con las mejillas redondas y la risa fácil y sonora. Su gordura no le
permitía fácilmente acercar los brazos al talle y llevaba los brazos desnudos y
salpicados de almíbar. Al entrar preguntó con inquietud: —¿Qué le ocurre a
usted, amigo mío; está enfermo? Y él respondió: —No estoy enfermo, amiga y
señora; pero me escarabajea una duda, para mí de mucha importancia, que me
oprime el corazón, y vengo a que usted me la resuelva. ¿Promete contestarme con
sinceridad? Ella sonrió, diciendo: —He sido siempre muy sincera. Pregunte.
—Pues ahí va. Yo he vivido enamorado, queriendo a usted siempre, desde que la
vi por vez primera. ¿Usted lo sospechaba? Ella contestó, riendo, con algo de la
ternura que impregnó en otro tiempo sus palabras: —¡Tonto, más que tonto¡Lo
supe desde el primer día. Saval, temblando, balbució: —¿Usted lo sabía?
Entonces... Y se contuvo. Ella preguntó: —Entonces... ¿qué? Saval, decidiéndose,
continuó: —Entonces, ¿qué pensaba usted? ¿Qué..., qué..., qué me hubiera
contestado? Ella, riendo mucho, mientras una gota de almíbar se deslizaba por
sus dedos, le dijo: —Como usted nada preguntó... ¡No era cosa de que yo me
declarase! Avanzando hacia ella, Saval insistía: —Dígame, dígame... ¿Recuerda
usted una tarde, cuando Sandres se durmió sobre la hierba, después de almorzar,
y nos fuimos juntos, del brazo, lejos?... Se detuvo. La señora no dejaba de
reír, mirándole fijamente a los ojos. —¡Vaya si me acuerdo! Saval prosiguió,
estremeciéndose: —Pues, bueno; si aquel día yo hubiera sido..., yo hubiera
sido... algo más osado..., ¿qué hubiera hecho usted? Ella, sonriendo como una
mujer dichosa, que no tiene de qué arrepentirse ni desear nada, respondió francamente,
con voz clara y una punta de ironía: —Hubiera cedido seguramente. Y dejándole
plantado volvió a la cocina. V Saval salió a la calle aterrado como después de
un desastre. Andaba como impulsado por un instinto en dirección al río, sin
pensar adónde iba, mojándose, porque llovía mucho. Su traje chorreaba; su
sombrero, deformado parecía un canal. Y andaba sin descanso hasta llegar al
sitio donde almorzaron aquella mañana. El recuerdo lejano le torturaba el
corazón. Se sentó al pie de los árboles, desnudos ya de hojas, y lloró.
París,
4 de noviembre de 1883
(Guy
de Maupassant)
Nota
sobre el autor:
Aunque
parezca mentira el que esto escribe y en vacaciones apenas dispone de tiempo
libre para discurrir algún mal relato o cualquier simpleza por el estilo. Así
pues, ante el firme compromiso, vital y transcendental para mí, de publicar diariamente
un trabajo más o menos elaborado y no pudiendo hacerlo por lo dicho, aviso de
la inevitabilidad de recurrir a algunos de los magníficos trabajos realizados
por muchos de los más eminentes escritores de la historia y que están
considerados, estos si, como verdaderos relatos dignos de ser leídos.
Con
el de hoy, titulado “Arrepentimiento” son tres estupendos cuentos breves de ese
autor, (considerado de alguna manera maldito) Guy de Maupassant, los que he
colgado en el blog para regocijo de interesados e interesadas. Ya he comentado en
los anteriores relatos suyos alguna breve semblanza de su vida tanto profesional
como personal y no entiendo sea prudente ya volver a comentar algo más sobre él,
simplemente advertirles que de aquí hasta final de mis “merecidas” vacaciones
posiblemente recurra a alguno más de los escritos por él porque le considero autor
de varios de los más extraordinarios relatos de todos los tiempos.
Con
mi nuevo proceder entiendo saldrán ganando mis escasos y osados “cuatro” lectores,
pues no soporta comparación alguna los cuentos ideados por mi humilde
entendimiento y escasa imaginación con los creados por estos reconocidos
escritores de la historia de la literatura que iré escogiendo a capricho pero
con buen criterio, espero. Por todo ello les doy la enhorabuena porque saldrán
ganando sin duda alguna, incluso, apuesto que preferirán que mis vacaciones se
prolonguen eternamente para así librarse de mis tediosos escritos a la vez que disfrutan
de desconocidos pero magníficos relatos breves y muy fumables, por cierto.
Dicho
queda…
Joaquin Yerga
31/07/2018
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