Historias de fantasmas
Ya
somos en la tumba las dos fechas
del
principio y del término. La caja,
la
obscena corrupción y la mortaja,
los
triunfos de la muerte, y las endechas.
No
soy el insensato que se aferra
al
mágico sonido de su nombre.
(Héctor
A.Faciolince)
Cipriano
se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre siempre que su
ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse
ordenadamente lo hacía, y recorrió la habitación de un extremo a
otro.
Los
amigos se sonrieron en silencio. Se podía leer en sus miradas: «¡Qué
cosas tan fantásticas vamos a oír!» Cipriano se sentó y empezó
así:
-Ya
saben que hace algún tiempo, después de la última campaña, me
hallaba en las posesiones del Coronel White. El Coronel era un hombre
alegre y jovial, así como su esposa era la tranquilidad y la
ingenuidad en persona.
Mientras
yo permanecía allí, el hijo se encontraba en la armada de modo que
la familia se componía del matrimonio, de dos hijas y de una
francesa que desempeñaba el cargo de una especie de gobernanta, no
obstante las jóvenes estaban fuera de la edad de ser gobernadas. La
mayor era tan alegre y tan viva que rayaba en el desenfreno, no
carente de espíritu; pero apenas podía dar cinco pasos sin danzar
tres contradanzas, así como en la conversación saltaba de un tema a
otro, infatigable en su actividad. Yo mismo presencié cómo en el
espacio de diez minutos hizo punto… leyó…, cantó…, bailó, y
que en un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el
campo de batalla y aún con lágrimas en los ojos prorrumpió en una
sonora carcajada cuando la francesa echó sin querer la dosis de rapé
en el hocico del faldero, que al punto comenzó a estornudar, y la
vieja a lamentarse: «Ah, che fatalità! Ah carino,
poverino!» Acostumbraba a hablar al susodicho faldero sólo
en italiano, pues era oriundo de Padua.
Por
lo demás, la señorita era la rubia más encantadora que podía
imaginarse, y en todos sus extraños caprichos dominaba la amabilidad
y la gracia, de manera que ejercía una fascinación irresistible,
como sin querer. La hermana más joven, que se llamaba Adelgunda,
ofrecía el ejemplo contrario. En vano trato de buscar palabras para
expresarles el efecto maravilloso que causó en mí esta criatura la
primera vez que la vi. Imaginen la figura más bella y el semblante
más hermoso. Aunque una palidez mortal cubría sus mejillas, y su
cuerpo se movía suavemente, despacio, con acompasado andar, y cuando
una palabra apenas musitada salía de sus labios entreabiertos y
resonaba en el amplio salón, se sentía uno estremecido por un miedo
fantasmal.
Pronto
me sobrepuse a esta sensación de terror, y como pudiese entablar
conversación con esta muchacha tan reservada, llegué a la
conclusión de que lo raro y lo fantasmagórico de su figura sólo
residía en su aspecto, que no dejaba traslucir lo más mínimo de su
interior. De lo poco que habló la joven se dejaba traslucir una
dulce feminidad, un gran sentido común y un carácter amable. No
había huella de tensión alguna, así como la sonrisa dolorosa y la
mirada empañada de lágrimas no eran síntoma de ninguna enfermedad
física que pudiera influir en el carácter de esta delicada
criatura.
Me
resultó muy chocante que toda la familia, incluso la vieja francesa,
parecían inquietarse en cuanto la joven hablaba con alguien, y
trataban de interrumpir la conversación, y, a veces, de manera muy
forzada. Lo más raro era que, en cuanto daban las ocho de la noche,
la joven primero era advertida por la francesa y luego por su madre,
por su hermana y por su padre, para que se retirase a su habitación,
igual que se envía a un niño a la cama, para que no se canse,
deseándole que duerma bien. La francesa la acompañaba, de modo que
ambas nunca estaban a la cena que se servía a las nueve en punto.
La
Coronela, dándose cuenta de mi asombro, se anticipó a mis
preguntas, advirtiéndome que Adelgunda estaba delicada, y que sobre
todo al atardecer y a eso de las nueve se veía atacada de fiebre y
que el médico había dictaminado que hacia esta hora,
indefectiblemente, fuera a reposar.
Yo
sospeché que había otros motivos, aunque no tenía la menor idea.
Hasta hoy no he sabido la relación horrible de cosas y
acontecimientos que destruyó de un modo tan tremendo el círculo
feliz de esta pequeña familia.
Adelgunda
era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se
celebraba su catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de
compañeras suyas de juego. Estaban sentadas en un bello bosquecillo
del jardín del palacio y bromeaban y se reían, ajenas a que iba
oscureciendo cada vez más, a que las escondidas brisas de julio
comenzaban a soplar y que se acababa la diversión. En la mágica
penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas, tratando
de fingirse elfos y ágiles duendes: «Óiganme -gritó Adelgunda,
cuando acabó por hacerse de noche en el boscaje-, óiganme, niñas,
ahora voy a aparecerme como la mujer vestida de blanco, de la que nos
ha contado tantas cosas el viejo jardinero que murió. Pero tienen
que venir conmigo hasta el final del jardín, donde está el muro.»
Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y se deslizó
ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr
detrás de ella, riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado
Adelgunda al arco medio caído se quedó petrificada y todos sus
miembros paralizados. El reloj del palacio tocó las nueve: «¿No
ven -exclamó Adelgunda con el tono apagado y cavernoso del mayor
espanto-, no ven nada…, la figura… que está delante de mí?
¡Jesús! Extiende la mano hacia mí… ¿no la ven?»
Las
niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas
por el miedo y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía
la más valiente saltó hacia Adelgunda y trató de cogerla en sus
brazos. Pero en el mismo instante Adelgunda se desplomó como muerta.
A los gritos despavoridos de las niñas, todos los del palacio
salieron apresuradamente. Cogieron a Adelgunda y la metieron dentro.
Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas entró
bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en
niebla, que le alargaba la mano.
Como
es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que
produce la luz del anochecer. Adelgunda se recobró la misma noche,
de tal modo, que no se temieron consecuencias algunas, y se dio el
asunto por terminado. ¡Y, sin embargo, qué diferente fue! A la
noche siguiente, apenas dieron las nueve campanadas, Adelgunda, presa
de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban, empezó a gritar:
«¡Ahí está, ahí está! ¿No la ven? ¡Ahí está, enfrente de
mí!»
Baste
saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve,
Adelgunda volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y
permanecía algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo más
mínimo, o por alguna sensación psíquica pudiese percibir la
proximidad de un desconocido principio espiritual.
La
pobre Adelgunda fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por
un extraño absurdo, del estado de la hija, de la hermana. De ahí
aquel raro proceder, al que ya he hecho alusión. No faltaron médicos
ni medios para librar a la pobre niña de una idea fija, que así
llamaban a la aparición, pero todo fue en vano, hasta que ella
pidió, entre abundantes lágrimas, que la dejasen, pues la figura
que se le aparecía con rasgos inciertos e irreconocibles, no tenía
nada de terrorífico, y no le producía ya miedo; incluso tras cada
aparición tenía la sensación de que en su interior se despojase de
ideas y flotase como incorpórea, debido a lo cual padecía gran
cansancio y se sentía enferma. Finalmente, la Coronela trabó
conocimiento con un célebre médico, que estaba en el apogeo de su
fama, por curar a los locos de manera sumamente artera (mediante
ardides muy ingeniosos). Cuando la Coronela le confesó lo que le
sucedía a la pobre Adelgunda, el médico se rió mucho y afirmó que
no había nada más fácil que curar esta clase de locura, que tenía
su base en una imaginación sobreexcitada. La idea de la aparición
del fantasma estaba unida al toque de las nueve campanadas, de forma
que la fuerza interior del espíritu no podía separarlo, y se
trataba de romper desde fuera esta unión. Esto era muy fácil,
engañando a la joven con el tiempo y dejando que transcurriesen las
nueve, sin que ella se enterase. Si el fantasma no aparecía, ella
misma se daría cuenta de que era una alucinación y, posteriormente,
mediante medios físicos fortalecedores, se lograría la curación
completa.
¡Se
llevó a efecto el desdichado consejo! Aquella noche se atrasaron una
hora todos los relojes del palacio, incluso el reloj cuyas campanadas
resonaban sordamente, para que Adelgunda, cuando se levantase al día
siguiente, se equivocase en una hora. Llegó la noche. La pequeña
familia, como de costumbre, se hallaba reunida en un cuartito
alegremente adornado, sin la compañía de extraños. La Coronela
procuraba contar algo divertido, el Coronel empezaba, según
costumbre cuando estaba de buen humor, a gastar bromas a la vieja
francesa, ayudado por Augusta, la mayor de las señoritas. Todos
reían y estaban alegres como nunca.
El
reloj de pared dio las ocho (y eran las nueve) y, pálida como la
muerte, casi se desvaneció Adelgunda en su butaca… ¡la labor cayó
de sus manos! Se levantó, entonces, el tenor reflejado en su
semblante, y mirando fijamente el espacio vacío de la habitación,
murmuró apagadamente con voz cavernosa: «¿Cómo? ¿Una hora antes?
¡Ah! ¿No lo ven? ¿No lo ven? ¡Está frente a mí, justo frente a
mí!» Todos se estremecieron de horror, pero como nadie viese nada,
gritó la Coronela: «¡Adelgunda! ¡Repórtate! No es nada, es un
fantasma de tu mente, un juego de tu imaginación, que te engaña, no
vemos nada, absolutamente nada. Si hubiera una figura ante ti, ¿acaso
no la veríamos nosotros?… ¡Repórtate, Adelgunda, repórtate!»
«¡Oh, Dios…! ¡Oh, Dios mío -suspiró Adelgunda-, van a volverme
loca! ¡Miren, extiende hacia mí el brazo, se acerca… y me hace
señas!» Y como inconsciente, con la mirada fija e inmóvil,
Adelgunda se volvió, cogió un plato pequeño que por casualidad
estaba en la mesa, lo levantó en el aire y lo dejó… y el plato,
como transportado por una mano invisible, circuló lentamente en
torno a los presentes y fue a depositarse de nuevo en la mesa.
La
Coronela y Augusta sufrieron un profundo desmayo, al que siguió un
ataque de nervios. El Coronel se rehízo, pero pudo verse en su
aspecto trastornado el efecto profundo e intenso que le hizo aquel
inexplicable fenómeno.
La
vieja francesa, puesta de rodillas, con el rostro hacia tierra,
rezando, quedó libre como Adelgunda, de todas las funestas
consecuencias. Poco tiempo después la Coronela murió. Augusta se
sobrepuso a la enfermedad, pero hubiera sido mejor que muriese antes
de quedar en el estado actual. Ella, que era la juventud en persona,
como ya les describí al principio, se sumió en un estado de locura
tal que me parece todavía más horrible y espeluznante que aquellos
que están dominados por una idea fija. Se imaginó que ella era
aquel fantasma incorpóreo e invisible de Adelgunda, y rehuía a
todos los seres humanos, o se escondía en cuanto alguien comenzaba a
hablar o a moverse. Apenas se atrevía a respirar, pues creía
firmemente que de aquel modo descubría su presencia y podía causar
la muerte a cualquiera. Le abrían la puerta, le daban la comida, que
escondía al tomarla, y así, ocultamente, hacía con todo. ¿Puede
darse algo más penoso?
El
Coronel, desesperado y furioso, se alistó en la nueva campana de
guerra. Murió en la batalla victoriosa de W… Es notable, muy
notable, que desde aquella noche fatal, Adelgunda quedó libre del
fantasma. Se dedica por entero a cuidar a su hermana enferma, y la
vieja francesa la ayuda en esta tarea. Según me ha dicho hoy
Silvestre, el tío de las pobres niñas, acaba de llegar para
consultar con nuestro buen R… acerca del método curativo que debe
emplearse con Augusta. ¡Quiera el Cielo facilitar esta improbable
curación!
Cipriano
calló y también los amigos permanecieron en silencio. Finalmente,
Lotario exclamó: «¡Esta sí que es una condenada historia de
fantasmas! ¡Pero no puedo negar que estoy temblando, a pesar de que
todo el asunto del plato volante me parece infantil y de mal gusto!»
«No tanto -interrumpió Ottomar-, no tanto, ¡querido Lotario! Bien
sabes lo que pienso acerca de las historias de fantasmas, bien sabes
que estoy en contra de todos los visionarios.»
(E.T.A.
Hoffmann)
Breve pincelada sobre el autor:
Hoffmann,
además de un músico excelente, buen dibujante y jurista, fue un
alemán precursor de los cuentos cortos de terror. Escribió muchos y
muy buenos que fueron el origen, por otra parte, de lo que otros
escritores más tarde idearon. Hoffmann le tenia tal aprecio a Mozart
que cambió su nombre de Ernst Theodor Wilhelm por el de Amadeus en
honor al célebre compositor austríaco.
Como
músico fue incluso admirado por Beethoven e imitado por Schumann y
Richard Wagner, nada menos. El gran compositor Offenbach compuso una
opera basada en sus relatos y la tituló, “Los cuentos de
Hoffmann”, en 1880. Pero su fama le llegó más como escritor que
como admirado autor de otras disciplinas.
La
literatura creada por Hoffmann influyó poderosamente en Edgar Allan
Poe, o en Gautier, incluso en Kafka. Un compatriota contemporáneo
suyo, Heine, llegó a decir de su obra: “Sus cuentos son lo más
extraordinario de nuestros tiempos. Todos llevan el sello de lo
asombroso. En “Los elixires del Diablo”, se contienen las cosas
mas terribles y espantosas que pueda imaginar el espíritu humano. En
Gotinga un estudiante se volvió loco tras leer esta novela”
Disfruten
de: Historia de fantasmas.
Joaquín
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