viernes, 6 de julio de 2018

El encaje roto

                                                                   


                                                
Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente que ésta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico Y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrastrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.
Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de pedrería y al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia.
Los hombres iban con resplandecientes placas o luciendo veneras de órdenes militares en el delantero del frac. La madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro y el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá.
En el fondo de la capilla se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve. Y en el altar, la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión. Semioculta estaba por un enorme ramo de flores de azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso (detalles que corren de boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de miel). 
En un grupo de hombres me imaginaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que le dirigen...
Y, por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial...
Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio... Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver amigos y curiosos. Y entre el silencio y la respetuosa atención de los circunstantes, el obispo formula una interrogación, a la cual responde un «no» seco como un disparo, rotundo como una bala. Y yo me imagino el movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice «no»? Imposible... Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!... «
Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par que drama, fue inaudito. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del altar, mientras el «sí» no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y amantísimos; y las amiguitas que entraron a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran éstos para oscurecer más el extraño enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorablemente.
A los tres años (cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita), me la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie.
-Fue la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las «pequeñeces» más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delante de todos; solo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús.
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su carácter; algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés, deferente, blando como un guante. Y recelaba que adoptase apariencias destinadas a engañarme y a encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera, para la cual es imposible seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza -los únicos que me tranquilizarían-. Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.
Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo Alençón auténtico, de una tercia de ancho (una maravilla), de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.
En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible... Aquel «no» brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí propia.... ¡para que lo oyesen todos!
-¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?
-Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...
--Emilia Pardo Bazán--



Este fantástico relato lo escribió una mujer; excelente escritora para más señas y poco conocida, quizás debido a su sexo, Emilia Pardo Bazán. Gallega, de familia adinerada, vivió a caballo entre los siglos XIX y XX, y precisamente entre La Coruña, su ciudad natal y Madrid, la de adopción, aunque viajó mucho por distintos países de Europa.
En su día, a principios del siglo XX, alguien la propuso como miembro de la Academia de la Lengua, pero no eran aquellos tiempos los más propicios para semejante proeza. Recuerden que las mujeres no tenían ni voz ni voto. Incluso sus grandes amigos escritores y aparentemente liberales como Clarín, Menéndez Pidal, o Valera miraron para otro lado y no movieron un dedo para ayudarla. Emilia escribió mucho y bien, por ejemplo, “Los Pazos de Ulloa” “Memorias de un solterón” “Un viaje de novios” etc. etc. de algunas de ellas han hecho versiones cinematográficas.
El padre de Emilia tenía claro lo que quería para su hija y la educó de una manera muy especial y moderna para aquella época. Le dio a la chica estudios universitarios, de música, de literatura, la hizo viajar etc. En definitiva, gracias a él fue una mujer muy preparada que se codeaba con los intelectuales más prestigiosos de su tiempo.
Se casó siendo aun muy joven y tuvo tres hijos pero las relaciones con su marido se tornaron deficientes y los dos de mutuo acuerdo se separaron. Él se fue a Galicia y ella se quedó en Madrid frecuentando salones, tertulias y amantes. El más conocido de todos fue Benito Pérez Galdós, el gran escritor costumbrista de Madrid. Por cierto, ése amor se ha mantenido en secreto hasta hace bien poco y si lo conocemos es gracias a unas cartas que Emilia le envió a Benito descubiertas en 1970. También mantuvo relaciones sexuales con algún mozalbete que otro, lo que hace de esta mujer una adelantada a su tiempo. Aun así cuando murió su marido le guardó un luto riguroso durante un año, y es que “lo cortés no quita lo valiente”.
El relato corto de arriba “El encaje roto” lo publicó en el periódico “La Tribuna” con bastante éxito.
Joaquín


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario