sábado, 7 de julio de 2018

La campanilla de la doncella




Tengo miedo de cerrar mis ojos, tengo miedo de abrirlos...




Fue el otoño después que tuve el tifus. Había estado en el hospital, y cuando salí tenía un aspecto tan débil y vacilante que las dos o tres damas a las que pedí trabajo no quisieron dámelo, por temor. Se me había acabado casi todo el dinero, y después de vivir de la pensión durante dos meses, frecuentando las agencias de colocaciones y escribiendo a todos los anuncios que me parecían algo respetables, casi perdí las esperanzas, pues el andar de un lado para otro no me había permitido engordar, así que no veía cómo iba a cambiar mi suerte. Pero cambió..., o así lo creí yo entonces. Una tal señorita Railton, amiga de la señora que me había traído a los Estados Unidos, me encontró un día y me paró para hablarme; era de esas personas que hablan siempre con mucha familiaridad.
Me preguntó qué me pasaba que estaba tan pálida, y cuando se lo conté, dijo:
-Vaya, Hartley, creo que tengo precisamente el puesto que necesitas. Ven mañana y hablaremos de ello.
Al día siguiente, cuando fui a visitarla, me contó que se había acordado de una sobrina suya, una dama joven, aunque algo enferma, que vivía todo el año en su propiedad de Hudson, ya que no podía soportar las fatigas de la vida ciudadana.
-Bueno, Hartley -dijo la señota Railton, con esa alegría que siempre me hacía creer que las cosas iban a mejorar-. Ahora escúchame; no es a un lugar alegre a donde te voy a enviar. La casa es grande y lúgubre; mi sobrina es nerviosa, melancólica; su marido... bueno, generalmente está fuera, y se le han muerto sus dos hijos. Hace un año lo habría pensado antes de encerrar a una muchacha activa y agradable como tú en una cripta; pero ahora no te encuentras especialmente rozagante, ¿verdad?, y nada mejor para ti que un lugar tranquilo, con aire de campo, buenos alimentos y la posibilidad de acostarte temprano. No me digas que me equivoco -añadió, pues supongo que debí poner cara de decepción-; puede que lo encuentres deprimente, pero no te sentirás desamparada. Mi sobrina es un ángel. Su anterior doncella, que murió la primavera pasada, la sirvió veinte años, y besaba el suelo que ella pisaba. Es bondadosa con todos, y donde la señora es bondadosa, como sabes, los criados son generalmente joviales; de manera que probablemente te llevarás muy bien con el resto de la servidumbre.
Eres justamente la muchacha que necesito para mi sobrina: tranquila, de buenos modales y educada por encima de tu condición social. ¿Lees bien en voz alta? Eso está bien; a mi sobrina le gusta que le lean. Necesita una doncella que pueda ser un poco su compañera: la anterior lo era, y no te puedes hacer idea de cuánto la echa de menos. Lleva una vida solitaria... Bueno, ¿qué decides?
-Por supuesto, señora -dije-, a mí no me da miedo la soledad.
-Bien, entonces ve; mi sobrina te aceptará con mi recomendación. Le telegrafiaré en seguida, y podrás tomar el tren de esta tarde. No tiene a nadie que la atienda ahora y no quiero que pierdas tiempo.
Yo siempre estaba dispuesta a ponerme en marcha; sin embargo, había algo en mí que me retenía. Y para ganar tiempo pregunté:
-¿Y el señor, señora?
-El señor casi siempre está fuera, te digo -dijo la señorita Railton rápidamente-. Y cuando esté en casa -exclamó de repente- no tienes más que eludir su presencia.
Tomé el tren de la tarde y llegué a la estación alrededor de las cuatro. Me esperaba un criado en una calesa, y emprendimos la marcha a buen paso. Era un oscuro día de octubre, con la lluvia suspendida a poca altura, y cuando ya nos adentrábamos en los bosques de Brympton Place, la luz casi se había ido.
El camino cruzó serpenteante los bosques durante una milla o dos, y salió a un espacio de grava, cerrado por una espesura de altos arbustos oscuros. No había luces en las ventanas, y la casa tenía efectivamente un aspecto algo lúgubre.
No le hice preguntas al criado, pues jamás he sido partidaria de formarme una idea de mis señores por los otros compañeros: prefiero esperar, y ver por mí misma. Pero podía decir, por el aspecto de todo, que había entrado en un buen lugar y que las cosas estaban hechas con gusto. Una cocinera, de rostro afable, me recibió en la puerta de atrás y llamó a la criada para que subiese a enseñarme mi habitación.
-Ya verás a la señora más tarde -dijo- la sra.. Brympton tiene visita.
No me había imaginado que la sra. Brympton fuese dama de muchas visitas, y estas palabras me alegraron en cierto modo. Seguí a la criada escaleras arriba y vi, a través de una puerta del descansillo superior, que la parte principal de la casa parecía bien amueblada, con las paredes revestidas de oscuros entrepaños y una multitud de viejos retratos. Otro tramo de escalera conducía al ala de los criados. Era ahora casi de noche, y la criada se excusó por no haber traído una luz.
-Pero hay fósforos en tu habitación -dijo-, y si vas con precaución no tropezarás. Ten cuidado con el escalón del final del pasillo. Tu habitación está justo después.
Miré en esa dirección mientras ella hablaba, y a mitad del pasillo vi a una mujer. Se retiró a una puerta al pasar nosotras, y la criada no pareció advertir su presencia. Era una mujer delgada, de cara pálida y con el vestido y el delantal oscuros. La tomé por el ama de llaves y me pareció raro que no dijese nada, aunque me miró fíjamente al pasar junto a ella. Mi habitación daba a un vestíbulo que había al final del pasillo. Frente a mi puerta había otra que estaba abierta; la criada exclamó al verla:
-¡Vaya, sta. Blinder ha dejado esa puerta abierta otra vez! -y la cerró.
-¿La sta. Blinder es el ama de llaves?
-Aquí no hay ama de llaves; la sta. Blinders es la cocinera.
-¿Es esa su habitación?
-¡No, por Dios! -dijo la criada, vivamente-. Esta no es de nadie. Está vacía, quiero decir, y no debía estar abierta, la sra. Brympton quiere que permanezca cerrada con llave.
Abrió mi puerta y me pasó a una habitación limpia, primorosamente amueblada, con un cuadro o dos en las paredes; y tras encender una vela se despidió, diciéndome que el té en el salón de la servidumbre era a las seis, y que la sra. Brympton me vería después.
Encontré una agradable tertulia en la sala de los criados, y por lo que comentaban deduje que, como había dicho la sta. Railton, la sra... Brympton era la más bondadosa de las damas; pero no me fijé demasiado en lo que hablaban, pues estaba atenta a ver si entraba la mujer pálida del vestido oscuro. No apareció, y me pregunté si comería aparte; pero si era el ama de llaves, ¿por qué iba a hacerlo? De pronto se me ocurrió que podía ser una enfermera, en cuyo caso, naturalmente, se le serviría la comida en su habitación. Si la sra. Brympton estaba mal de salud era más que probable que tuviera una enfermera. La idea me molestó, lo confieso, pues no siempre son personas con las que una se siente a gusto; y de haberlo sabido, no habría aceptado el puesto. Pero ya estaba allí y de nada servía poner cara larga, y puesto que no tenía a quién hacerle preguntas esperé a ver qué ocurría.
Terminado el té, la criada dijo al lacayo:
-¿Se ha ido el señor Ranford?
Y al contestar éste que sí, me dijo que subiese con ella a ver a la sra. Brympton.
La sra. Brympton se hallaba acostada en su cama, y a su lado había una lámpara con pantalla. Era una dama de aspecto delicado, pero cuando sonrió sentí que no había nada que no hiciera yo por ella. Habló muy dulcemente, en voz baja, preguntándome el nombre y la edad y demás, y si tenía todo lo que quería, y si no temía sentirme sola en el campo.
-No. Con usted no lo estaré, señora -dije, y a mí misma me sorprendieron estas palabras, pues no soy persona impulsiva; pero fue exactamente como si hubiese pensado en voz alta.
Ella pareció complacida y dijo que esperaba que siguiese pensando lo mismo; luego me dio unas cuantas instrucciones sobre su tocador, y dijo que Agnes, la criada, me enseñaría al día siguiente dónde estaban las cosas.
-Esta noche estoy cansada y cenaré arriba -dijo-. Agnes me traerá mi bandeja, de modo que puedes disponer de tiempo para deshacer el equipaje y acomodarte, y más tarde puedes venir a desvestirme.
-Muy bien, señora -dije-. ¿Hará sonar la campanilla, supongo?
Pareció mirarme extrañada.
-No. Agnes irá a llamarte -dijo rápidamente, y tomó su libro otra vez.
Bien. Eso era ciertamente extraño: ¡ a la doncella de la señora iba a llamarla la criada cada vez que aquélla la necesitaba! Me pregunté si es que no había campanillas en la casa; pero al día siguiente comprobé que había una en cada habitación y otra especial que llamaba de la habitación de mi señora a la mía. Después de lo cual me pareció raro que cada vez que la sra. Brympton quisiera algo llamase a Agnes, que tenía que recorrer toda el ala de los criados para venir a llamarme.
Pero no era esto lo único extraño en la casa. Al día siguiente mismo descubrí que la sra. Brympton no tenía enfermera; entonces le pregunté a Agnes quién era la mujer que había visto en el pasillo la tarde anterior. Agnes dijo que ella no había visto a ninguna mujer, y me di cuenta de que creía que lo había soñado. Ciertamente, estaba oscuro cuando cruzaba el pasillo, y había pedido disculpas por no traer una luz; pero yo había visto a la mujer con la suficiente claridad como para reconocerla otra vez, si la viese. Decidí que debía de ser alguna amiga de la cocinera o de alguna de las criadas; quizá había venido del pueblo, de visita, por la noche, y las criadas querían guardar el secreto. Algunas señoras son muy estrictas en cuanto a dar cobijo a los amigos de los criados en la casa, por la noche. En cualquier caso, decidí no hacer más preguntas.
Un día o dos después sucedió otra cosa extraña. Estaba yo charlando una tarde con la sta. Blinder, que era una mujer servicial y llevaba en la casa más tiempo que los demás criados, cuando me preguntó si me sentía completamente a gusto y tenía todo lo que necesitaba. Le dije que no encontraba ningún inconveniente ni en mi trabajo ni en mi señora, aunque me resultaba extraño que en una casa tan grande no hubiese una habitación de costura para la doncella de la señora.
-¡Cómo! -dijo ella-. Hay una: la habitación donde tú duermes es la antigua habitación de costura.
-¡Oh! -dije-. ¿Y dónde dormía la otra doncella de la señora?
Aquí se quedó confundida, y dijo apresuradamente que habían cambiado todas las habitaciones de los criados el año anterior y que no recordaba bien. Esto me sonó raro, pero proseguí como si no lo hubiera advertido:
-Bueno, hay una habitación vacía enfrente de la mía y pienso preguntarle a la sra.. Brympton si puedo utilizarla como cuarto de costura.
Ante mi asombro, la sta. Blinder se puso blanca y me dio una especie de apretón en la mano.
-No hagas eso, querida -dijo, como temblando-. Para ser sincera, esa era la habitación de Emma Saxon y la señora la ha tenido cerrada desde su muerte.
-¿Y quién era Emma Saxon?
-La anterior doncella de la sra. Brympton.
-¿Qué clase de mujer era?
-No había otra mejor en la faz de la tierra -dijo la sta. Blinder-. Mi señora la quería como a una hermana.
-Quiero decir, cómo era físicamente.
La sta. Binder se levantó y me lanzó una especie de mirada furiosa.
-No tengo muy buenas dotes para describir -dijo- y creo que mis pastas están subiendo -y se fue a la cocina y cerró la puerta tras de sí.
Transcurrió casi una semana desde que entré en la casa de los Brympton antes de ver a mi patrón. Corrió la voz de que iba a llegar una tarde y se operó un cambio en toda la servidumbre. Era evidente que nadie le quería abajo. La sta. Blinder puso un cuidado especial en la cena esa noche, pero se metió con la limpiadora de una manera completamente desacostumbrada en ella, y el señor Wace, el mayordomo, hombre serio y de hablar premioso, se ocupó de sus obligaciones como si preparase un funeral. Era un gran aficionado a la Biblia el señor Wace, y tenía una preciosa colección de citas a las que solía recurrir; pero ese día empleó un lenguaje tan espantoso, que ya iba a marcharme de la mesa cuando me aseguró que era todo de Isaías. Después observé que cada vez que venía el señor, Wace recurría invariablemente a los profetas.
Alrededor de las siete, Agnes vino a decirme que fuese a la habitación de la señora y allí encontré al señor Brympton. Estaba de pie junto a la chimenea; era un hombre corpulento, de grueso cuello, cara colorada y unos ojos azules furibundos: la clase de hombre que una bobalicona podría haber considerado guapo, y después habría pagado caro el haber pensado así.
Se dio vuelta al entrar yo y me miró de arriba abajo en un segundo. Comprendí lo que significaba esa mirada por haberla experimentado una o dos veces en mis anteriores colocaciones. Luego me volvió la espalda y siguió hablando con su esposa, y comprendí lo que eso significaba también. Yo no era el bocado que él buscaba. El tifus me había beneficiado bastante en un sentido: mantuvo a esa clase de hombres a distancia.
-Esta es Hartley, la nueva doncella -dijo de la sra. Brympton con su voz dulce; él asintió con la cabeza y siguió con lo que estaba diciendo. Un minuto o dos después se marchó y dejó que mi señora se vistiese para la cena, y observé, mientras la ayudaba, que estaba pálida y fría al tacto.
El señor Brympton se fue a la mañana siguiente, y toda la casa dio un gran suspiro al verlo marchar. En cuanto a mi señora, se puso el sombrero y el abrigo de pieles (pues era una agradable mañana de invierno) y salió a dar un paseo por los jardines, regresando completamente fresca y sonrosada, de modo que por un minuto, antes de que se le apagasen los colores, pude darme cuenta de lo bonita que debía haber sido, y no hacía mucho, por cierto.
Se encontró con el señor Ranford en el parque y regresaron los dos juntos, recuerdo, sonriendo y charlando al cruzar la terraza por debajo de mi ventana. Esa fue la primera vez que vi a al señor Ranford, aunque había oído mencionar su nombre muchas veces en nuestro comedor. Era un vecino, al parecer, que vivía a una milla o dos de la propiedad de los Brympton, a la salida del pueblo; y como tenía por costumbre pasar los inviernos en el campo, era casi la única compañía que mi señora tenía en esa época del año. Era un caballero delgado, alto, de unos treinta años, que me pareció de aspecto algo melancólico hasta que vi su sonrisa, en la que había una especie de sorpresa, como el primer día cálido de primavera. Era gran aficionado a la lectura, oí decir, igual que mi señora, y los dos se estaban prestando libros continuamente; a veces (me contó el señor Wace) le leía a la sra. Brympton en voz alta durante sus visitas, en la oscura y enorme biblioteca donde ella se pasaba sentada las tardes de invierno. Todos los criados le tenían afecto y quizá eso sea más que el simple cumplido que suponen los amos. Siempre tenía una palabra amable para cada uno de nosotros y a todos nos alegraba que la sta. Brympton tuviera un caballero tan simpático y sociable para hacerle compañía cuando el señor se marchaba. El señor Ranford parecía estar en excelentes relaciones con el señor Brympton, también; aunque no podía imaginar cómo dos caballeros tan distintos podían ser amigos. Pero luego supe cómo dos personas de verdadera distinción son capaces de guardar para sí sus sentimientos.
En cuanto al señor Brympton, venía y se iba, sin quedarse más de un día o dos, durante cuyo tiempo maldecía la monotonía y la soledad, gruñía por todo y (como no tardé en averiguar) bebía más de lo que le convenía. Después de abandonar la sra. Brympton la mesa, él seguía sentado durante media noche, tomándose el madeira y el oporto del viejo Brympton; y una de las veces en que salía yo de la habitación de mi señora un poco más tarde de lo usual, me encontré con él, que subía las escaleras en un estado que me produjo náuseas, al pensar en lo que algunas damas tienen que soportar y mantener callado.
Los criados hablaban muy poco del señor, pero por las palabras que inadvertidamente se les escapaban pude inferir que el matrimonio fue desgraciado desde el principio. Mr. Brympton era un hombre grosero, violento y amante del placer; mi señora era apacible, modesta y quizá un poquito fría. No es que ella no le hablase siempre con afabilidad: a mí me parecía maravillosamente indulgente. Pero para un caballero tan licencioso como el señor Brympton diría que parecía un poco intratable.
Bueno, las cosas siguieron tranquilas durante varias semanas. Mi señora era amable, mis obligaciones ligeras y me llevaba bien con los demás criados. En suma, no tenía queja;, no obstante, notaba siempre un peso encima de mí. No podía decir cuál era el motivo, pero sabía que no era la soledad. Pronto me habitué a ello; y dado que aún me notaba débil por el tifus, agradecía la tranquilidad y el aire del campo. Sin embargo, no acababa de sentirme completamente a gusto en mi interior. Mi señora, sabedora de que yo había estado enferma, insistía en que diese un paseo regularmente, y muchas veces discurría algún recado para mí: unos metros de cinta que traer del pueblo, una carta que enviar o un  libro que devolver al señor Ranford. Y tan pronto como salía de la casa, se me alegraba el ánimo y acogía con satisfacción aquellos paseos por los bosques desnudos y perfumados de húmeda fragancia; pero en el instante en que veía la casa otra vez, se me caía el corazón como una piedra en el pozo. No era la casa lúgubre exactamente; sin embargo, jamás entraba en ella sin que me invadiese una sensación de tristeza.
La sra. Brympton salía raramente en invierno; sólo los días más agradables paseaba una hora durante el mediodía, por la terraza sur. Aparte de el señor Ranford, no teníamos más visitas que la del doctor, que venía del pueblo una vez a la semana. A mí me mandó llamar una vez o dos para darme alguna pequeña instrucción sobre mi señora, y aunque no me dijo nunca qué enfermedad la aquejaba, me parecía, por el aspecto céreo que tenía algunos días por la mañana, que padecía del corazón. La época era suave, aunque nociva, y en enero tuvimos una larga temporada de lluvia. Eso fue una penosa prueba para mí, lo confieso, ya que no podía salir, y sentada ante mi labor todo el día, escuchando el constante gotear de los aleros, me ponía tan nerviosa que el menor ruido me hacía dar un brinco. De algún modo me dio por pensar que aquella habitación cerrada del otro lado del pasillo empezaba a pesar sobre mí. Una o dos veces, en las largas noches lluviosas, me pareció oír ruidos en ella; pero eso era una estupidez, por supuesto, y la luz del día disipaba semejantes figuraciones de mi cabeza. Bien.
Una mañana, la sra. Brympton me dio lo que se dice una gratísima sorpresa al decirme que deseaba que fuese al pueblo de compras. Hasta entonces no me di cuenta de cuánto había decaído mi ánimo. Emprendí el camino muy contenta y mi primera visión de las calles transitadas y del alegre aspecto de las tiendas me embargó de placer. Por la tarde, sin embargo, el ruido y la confusión empezaron a cansarme y me hicieron desear la tranquilidad de Brympton y pensar cómo disfrutaría regresando a través de los bosques sombríos. Entonces me encontré con una antigua conocida, una doncella con la que había estado sirviendo una vez. No nos habíamos visto desde hacía muchos años, y tuve que entretenerme con ella, contándole qué había sido de mí en todo ese tiempo.
Cuando le dije dónde vivía ahora abrió los ojos y puso cara larga.
-¡Cómo! ¿Con la sra.Brympton que vive todo el año en esa propiedad junto al Hudson? Querida, no durarás los tres meses.
-¡ Oh!, pero a mí no me desagrada el campo -dije, un poco ofendida por su tono-. Desde que he tenido el tifus, prefiero la tranquilidad.
Ella movió negativamente la cabeza.
-No me refiero al campo. Todo lo que sé es que ha tenido cuatro doncellas en los seis últimos meses, y la última, que era amiga mía, me dijo que nadie podía soportar la casa.
-¿Te dijo por qué? -pregunté.
-No, no me dijo el motivo... Pero me dijo: "Ansey, si ves a alguna joven como tú que piensa ir allí, dile que no merece la pena que deshaga el equipaje".
-¿Es ella joven y bonita? -pregunté, pensando en la sra. Brympton.
-¡No! Es la clase de chicas que las madres colocan cuando tienen alegres caballeros de la Universidad.
Aunque yo sabía que la mujer era una charlatana, sus palabras me impresionaron hondamente, y se me encogió el corazón más que nunca, mientras regresaba a Brympton, ya en el crepúsculo. Había algo en la casa, ahora estaba segura...
Cuando entré a tomar el té, oí decir que el señor Brympton había llegado, y me bastó una mirada para darme cuenta de que había pasado algo. La mano de la sta. Blinder temblaba de tal forma que apenas podía servir el té, y el señor Wace citó los más espantosos textos cargados de azufre. Nadie me dijo una palabra entonces, pero cuando subí a mi habitación, la sta. Blinder me siguió.
-¡Oh, querida! -dijo, tomándome la mano-. ¡Qué contenta y agradecida estoy de que hayas vuelto con nosotros!
Esto me extrañó, como es de suponer.
-¿Por qué? -dije-. ¿Creían que iba a marcharme para siempre?
-No, no; desde luego que no -dijo un poco confundida-. Pero es que no soporto tener que dejar sola a la señora ni por un solo día -me apretó fuertemente la mano y-: ¡Oh, Hartley! -dijo-. Sé buena con la señora, como cristiana que eres. -Y dicho esto, echó a correr y me dejó boquiabierta.
Un momento después, Agnes me avisó que fuese a ver a la sra. Brympton. Al oír la voz de Brympton en su habitación, di la vuelta por la trasalcoba, pensando que debía sacarle el vestido para la cena, antes de entrar. La trasalcoba es una amplia habitación de vestirse, con una ventana abierta sobre el pórtico que mira hacia los jardines. Las habitaciones de la sra. Brympton están al otro lado. Al entrar, la puerta que daba al dormitorio estaba entornada, y oí que el señor Brympton decía irritado:
-¿Debe suponerse que es la única persona apropiada para conversar contigo?
-No tengo muchas visitas en invierno -contestó la sra. Brympton serenamente.
-¡Me tienes a mi! -le soltó él, con desprecio.
-Tú no estás aquí casi nunca -dijo ella.
-Bueno, ¿de quién es la culpa? Tú animas la casa casi tanto como el panteón de la familia.
Entonces moví los objetos del tocador para advertir a mi señora, y ella se levantó y me dijo que pasase.
Cenaron los dos solos, como de costumbre, y comprendí, por la actitud de el señor Wace durante nuestra cena, que las cosas debían de andar mal. Citó algo terrible de los profetas, lo que afectó de tal modo a la limpiadora, que se marchó, pretextando que iba a poner la carne fría en la heladera. Yo me sentía nerviosa, y después de acostar a mi señora me sentí medio tentada a bajar otra vez y convencer a la sta. Blinder para que se quedase un rato a jugar una partida de cartas. Pero la oí cerrar su puerta al retirarse, de modo que continué hacia mi habitación. La lluvia había empezado otra vez a gotear, y gotear, y gotear.
Me parecía que me caía dentro del cerebro. Permanecí despierta, escuchándola, y dándole vueltas a lo que me había dicho mi amiga en el pueblo. Lo que me tenía perpleja era que fuesen siempre las doncellas las que se marchaban...
Un rato después me dormí; pero súbitamente me despertó un fuerte ruido. Había sonado mi campanilla. Me incorporé aterrada, ante el inusitado tintineo, que parecía prolongar su estridencia en la oscuridad. Me temblaban las manos de tal manera que no conseguía encontrar los fósforos. Por último, encendí una luz y salté de la cama. Empezaba a pensar que debía de haberlo soñado, pero miré la campanilla adosada al muro y allí estaba el pequeño badajo estremeciéndose aún.
Había empezado a vestirme atropelladamente cuando oí otro ruido. Esta vez fue la puerta de la habitación cerrada de enfrente, al abrirse y cerrarse quedamente.
Oí el ruido con claridad, y me asusté de tal modo que me quedé rígida. Luego oí unos pasos apresurados por el pasillo, en dirección al cuerpo principal de la casa. Dado que el piso estaba alfombrado, el ruido de los pasos era muy apagado; sin embargo, estaba segura de que eran pasos de mujer. Me dejó helada este pensamiento, y durante un minuto no me atrevía moverme ni a respirar siquiera. Luego recobré mis sentidos.
"Alice Hartley", me dije a mí misma, "alguien acaba de salir de esa habitación ahora mismo y se ha ido corriendo por el pasillo. La idea no resulta agradable, pero tienes que afrontarla. Tu señora te ha llamado, y para responder a la campanilla tienes que recorrer el mismo trayecto que esa otra mujer".
En fin, lo recorrí. Jamás he caminado más deprisa en mi vida, aunque pensé que nunca llegaría al final del pasillo y a la habitación de la sra. Brympton.
En el recorrido no oí nada ni vi nada: todo estaba oscuro y tranquilo como una tumba. Cuando llegué a la puerta de mi señora, el silencio era tan profundo que empecé a pensar que lo había soñado todo, y estaba medio decidida a regresar. Entonces se apoderó de mí el pánico, y llamé.
No obtuve respuesta, y llamé otra vez, fuerte. Para mi asombro, abrió la puerta el señor Brympton. Dio un salto atrás, al verme; su rostro, a la luz de mi vela, parecía encendido, salvaje.
-¿Tú? -dijo, con voz extraña-. Pero ¿cuántas son, en nombre de Dios?
Al oírle sentí que el suelo cedía bajo mis pies; pero me dije a mí misma que había estado bebiendo, y contesté lo más firmemente que pude:
-¿Puedo pasar, señor? Sra. Brympton me ha llamado con la campanilla.
-Por mí pueden pasar todas -dijo, y empujándome a un lado, bajó al salón y se metió en su propio dormitorio. Le vi alejarse y, para mi sorpresa, noté que caminaba tan derecho como un hombre sobrio.
Encontré a mi señora muy débil e inmóvil, pero forzó una sonrisa cuando me vio y me hizo una seña para que le sirviese unas gotas. Después permaneció echada, sin hablar. Su respiración se hizo más acelerada y cerró los ojos. De pronto, buscó a tientas con la mano.
-Emma -dijo, desmayadamente.
-Soy Hartley, señora -dije-. ¿Desea algo?
Abrió unos ojos dilatados y me miró con asombro.
-Estaba soñando -dijo-. Ahora puedes irte, Hartley, y gracias por tu amabilidad. Me siento completamente bien otra vez, como ves -y se volvió hacia el otro lado.
No volví a conciliar el sueño esa noche, y agradecí la llegada del día.
Poco después, Agnes me avisó que fuese a ver a la sra. Brympton. Temí que se hubiese puesto mala otra vez, pues raramente me mandaba llamar antes de las nueve. Pero la encontré sentada en la cama, pálida y desencajada, aunque completamente en sí.
-Hartley -dijo rápidamente-, ¿quieres arreglarte y llegarte al pueblo por mí? Necesito esta receta... -vaciló un momento, y se ruborizó-; me gustaría que estuvieses de regreso antes de que se levante el señor Brympton.
-Por supuesto, señora -dije.
-Y... otra cosa -me hizo volver, como si se le acabara de ocurrir una idea-; mientras esperas a que hagan la mezcla, te da tiempo a acercarte a casa del Ranford y entregarle esta nota.
El pueblo distaba unas dos millas, y durante el trayecto tuve tiempo de darle vueltas a mis pensamientos. Me resultaba extraño que mi señora quisiera esa medicina a espaldas del señor Brympton. Y al relacionar esto con la escena de la noche anterior y con muchas otras cosas que había notado y adivinado, empecé a preguntarme si la pobre no estaría cansada de la vida y habría llegado a la insensata decisión de ponerle fin. La idea se apoderó de mí de tal forma que llegué al pueblo a la carrera y me dejé caer en una silla, ante el mostrador del boticario. El buen hombre, que estaba abriendo los postigos, se quedó mirándome tan severamente que me hizo volver en mí.
-Señor Limmel -dije, tratando de hablar con indiferencia-, ¿querría echar una mirada a esto y decirme si es completamente normal?
Se puso sus lentes y examinó la receta.
-Vaya, es del doctor Walton -dijo-. ¿Qué podía tener de anormal?
-Bueno..., ¿es peligrosa de tomar?
-¿Peligrosa? ¿A qué se refiere usted?
Habría sacudido a este hombre por su estupidez.
-Me refiero a que... si una persona toma demasiado, por equivocación, naturalmente... -dije, con el corazón en un puño.
-¡Dios bendito, no! Es sólo agua de lima. Podría alimentarse a un niño de pecho con el contenido de una botella.
Di un gran suspiro de alivio y corrí a casa del señor Ranford. Pero por el camino me vino otro pensamiento. Si no había nada que ocultar sobre mi visita al boticario, ¿sería el otro recado lo que la sta. Brympton deseaba mantener en secreto? De alguna manera esta idea me asustó más que la otra. Sin embargo, los dos caballeros parecían ser grandes amigos, y habría sido capaz de apostar mi cabeza sobre la honradez de mi señora. Me avergoncé de mis sospechas y concluí que aún estaba alterada por los extraños sucesos de la noche anterior. Dejé la nota en casa del señor. Ranford, regresé apresuradamente a Brympton y entré calladamente por una puerta de servicio sin ser vista, según creí yo.
Una hora más tarde, sin embargo, cuando llevaba el desayuno a mi señora, me detuvo el señor Brympton en el vestíbulo.
-¿Qué hacías afuera tan temprano? -me preguntó, mirándome con severidad.
-¿Temprano... yo, señor? -dije con un estremecimiento.
-Vamos, vamos -dijo él, al tiempo que le surgía una mancha rojiza de ira en la frente-. ¿Acaso no te he visto volver, corriendo entre los arbustos, hace una hora o más?
Soy sincera por naturaleza, pero en esa ocasión me salió una mentira sin pensar:
-No señor, eso no es verdad -dije, y le devolví la mirada con firmeza.
Él se encogió de hombros y soltó una horrible risotada:
-Supongo que pensaste anoche que estaba borracho -me preguntó de pronto.
-No señor, no lo pensé -contesté, esta vez con sinceridad.
Se alejó con otro encogimiento de hombros:
-¡Bonita idea tienen mis criados de mí -le oí murmurar mientras se alejaba.
Hasta que no me senté ante mi labor, por la tarde, no me di cuenta de cuanto me habían alterado los acontecimientos de la noche. No pude pasar por delante de aquella puerta cerrada sin un estremecimiento. Sabía que había oído a alguien salir de ella y alejarse por el corredor que tenía delante de mí. Pensé en hablar con la sta. Blinder o con el señor Wace, los únicos de la casa que parecían tener alguna idea de lo que ocurría, pero me daba la sensación de que si les preguntaba lo negarían todo, y que averiguaría más manteniendo la boca cerrada y los ojos abiertos. La idea de pasar otra noche enfrente de aquella habitación cerrada me producía malestar, y una de las veces me vinieron ganas de meter más cosas en el baúl y tomar el primer tren para la ciudad; pero no me sentía capaz de dejar plantada de ese modo a una señora tan amable, y traté de continuar mi labor como si nada hubiese ocurrido. No llevaba ni diez minutos trabajando cuando se estropeó la máquina de coser. Era una que había encontrado en la casa; aunque algo averiada, funcionaba: la sta. Blinder dijo
que no se había usado desde la muerte de Emma Saxon. Me puse a ver qué le pasaba, y cuando la estaba manipulando se abrió un cajón que yo no había podido abrir nunca, cayendo de él una fotografía. La recogí y me quedé mirándola, perpleja. Era de una mujer, y me di cuenta de que había visto aquella cara en alguna parte...; los ojos tenían una mirada interrogante que yo había sentido antes sobre mí. Súbitamente, recordé a la pálida mujer del corredor.
Me levanté, completamente fría, y salí corriendo de la habitación. Me parecía como si el corazón me latiese en lo alto de la cabeza, y creía que nunca lograría escapar de la mirada de esos ojos. Fui directamente a ver a la sta. Blinder. Se había echado un poco, y se incorporó vivamente cuando entré.
-Sta. Blinder -dije-, ¿quién es ésta? -le tendí la fotografía. Ella se frotó los ojos y la miró.
-¡Vaya, es Emma Saxon! -dijo-. ¿Dónde la has encontrado?
La miré seriamente un minuto.
-Sta. Blinder -dije-. Yo he visto esa cara antes. La sta. Blinder se levantó y se dirigió al espejo:
-¡Válgame Dios! He debido quedarme dormida -dijo-. Tengo el postizo caído sobre una oreja. Y debo salir corriendo, Hartley, querida, pues he oído dar las cuatro y tengo que bajar ahora mismo a sacar el jamón de Virginia para la cena del señor Brympton.

A todos los efectos, las cosas siguieron como de costumbre durante una semana o dos. La única diferencia estaba en que el señor Brympton se había quedado, en vez de marcharse como hacía habitualmente, y que el señor Ranford no se dejaba ver. Oí la observación del señor Brympton a este respecto, una tarde, sentado en la habitación de mi señora, antes de la cena:
-¿Dónde está Ranford? -dijo-. No se acerca a la casa desde hace una semana. ¿Se mantiene alejado porque estoy yo aquí?
La sra. Brympton habló tan bajo que no pude entender la respuesta.
-Bien -prosiguió él-. Dos es compañía y tres engaño. Siento cruzarme en el camino de Ranford. Creo que tendré que marcharme otra vez, dentro de un día o dos, y darle una oportunidad. -Y se rió de su propia gracia.
Al día siguiente mismo, casualmente, vino a visitarles. El lacayo dijo que los tres estaban muy contentos tomando el té en la biblioteca, y el señor Brympton acompañó hasta la verja a Ranford cuando éste se marchó.
He dicho que las cosas siguieron como de costumbre. Y así era por lo que respecta al resto de la servidumbre. En cuanto a mí, no volví a ser la misma desde que sonó la campanilla. Noche tras noche solía permanecer despierta, atenta a si sonaba otra vez y a si se abría furtivamente la puerta de la habitación cerrada. Pero no sonaba la campanilla, ni se oía ruido alguno en el corredor. Por último, el silencio empezó a hacérseme más espantoso que los más misteriosos ruidos. Sentía que había alguien agazapado allí, detrás de la puerta cerrada, vigilando y escuchando mientras vigilaba y escuchaba yo. Y casi me daban ganas de gritar: "¡Quienquiera que seas, sal y deja que te mire cara a cara, y no te ocultes ahí y me espíes en la oscuridad!"
Sintiéndome en ese estado, se extrañarán ustedes de que no dijera a nadie lo que ocurría. Una vez estuve a punto de hacerlo, pero en el último instante algo me contuvo. No sé si fue la compasión por mi señora, que cada vez confiaba más en mí, o los pocos deseos que tenía de buscarme otra colocación; el caso es que vivía como hechizada, aunque la noche era espantosa para mí y el día muy poco mejor.
En primer lugar, no me gustaba el aspecto de la sta. Brympton. Al igual que yo, no volvió a ser la misma desde aquella noche. Pensé que se reanimaría cuando se marchase el señor Brympton; pero aunque parecía más tranquila, su ánimo no se restableció, ni su fuerza tampoco. Me había cobrado afecto, y parecía gustarle tenerme cerca. Agnes me contó un día que desde la muerte de Emma Saxon yo era la única doncella a la que la señora había tomado cariño. Esto despertó en mí un cálido sentimiento hacia la pobre dama, aunque en definitiva era poco lo que podía hacer para ayudarla. Después de marcharse el señor Brympton, Ranford comenzó a venir otra vez, aunque con menos frecuencia que antes. Lo encontré una vez o dos en el parque, o en el pueblo, y no pude por menos de pensar que había cambiado también. Pero lo atribuí a mi alterada imaginación.
Pasaron las semanas y el señor Brympton hacía un mes que estaba ausente. Oímos decir que había emprendido un viaje a las Antillas con un amigo, y el señor Wace dijo que eso estaba muy lejos, pero que aunque tuviese las alas de una paloma y se marchase a la región más remota de la tierra, no podría huir del Todopoderoso.
Agnes dijo que a fin de que estuviese lejos de Brympton, ya podía el Todopoderoso recibirle y acogerle. Esto provocó una carcajada, aunque la sta. Blinder trató de mostrarse enfadada y Mr. Wace dijo que los osos nos iban a devorar.
Todos nos alegramos al saber que las Antillas quedaban muy lejos; y recuerdo que, a pesar de las miradas solemnes del señor Wace, tuvimos una cena muy alegre ese día en la casa. No sé si era que me sentía más animada, pero me daba la impresión de que la sra. Brympton tenía mejor color también y parecía más alegre a su modo. Había salido a dar un paseo por la mañana y, después de la comida, fue a echarse en su habitación, y yo le leí en voz alta. Cuando me despidió, subí a mi habitación sintiéndome completamente contenta y feliz, y por primera vez desde hacía semanas pasé por delante de la puerta cerrada sin pensar en ella. Al sentarme ante mi labor, miré hacia la ventana y vi caer algunos copos de nieve. Esta visión era más agradable que la sempiterna lluvia, y me imaginé lo desnudos que estarían los jardines con su manto blanco. Me parecía como si la nieve cubriese todas las tristezas, tanto las de fuera como las de dentro de la casa.
Apenas me cruzó la idea por la cabeza, cuando oí unos pasos junto a mí. Alcé los ojos, convencida de que era Agnes.
-Dime, Agnes... -dije, y las palabras se me helaron en la lengua, pues allí, en la puerta, estaba Emma Saxon.
No sé cuánto tiempo hacía que estaba allí. Sólo sé que no podía moverme ni apartar los ojos de ella. Después me sentí terriblemente asustada, pero a la vez no era miedo lo que sentía, sino algo más hondo y sosegado. Me miró larga, severamente, y su rostro era completamente una muda súplica dirigida a mí. Pero, ¿cómo podía ayudarla? De pronto dio media vuelta y la vi alejarse por el corredor. Esta vez no tuve miedo de seguirla... Comprendí que debía enterarme de algo que quería que supiese. Me levanté de un salto y salí corriendo. Estaba ya en el otro extremo del pasillo y pensé que se dirigía hacia la habitación de mi señora. Pero en vez de eso, abrió la puerta que conducía a la escalera de atrás. Bajé tras ella y la seguí por el corredor que conducía a la puerta
trasera. La cocina y el comedor estaban desiertos a estas horas, ya que los criados habían salido de servicio, salvo el lacayo, que estaba en la despensa.
Se detuvo en la puerta un instante y me dirigió una mirada; luego hizo girar el pomo, y salió. Vacilé un minuto. ¿Adonde me llevaba? La puerta se había cerrado suavemente tras ella; la abrí y me asomé, casi esperando que hubiera desaparecido. Pero la vi unos metros más allá, cruzando el patio presurosa, y alejándose por el sendero que se adentraba en los bosques. Su figura destacaba oscura y solitaria en la nieve, y por un segundo me flaqueó el corazón y pensé en volverme. Pero seguía arrastrándome tras ella. Tomé un viejo mantón de la sta. Blinder y salí a toda prisa.
Emma Saxon estaba ahora en el sendero del bosque. Caminaba decidida. La seguí al mismo paso hasta que traspusimos la verja y salimos al camino principal. Entonces echó a andar a campo traviesa, hacia el pueblo. El suelo estaba blanco, y mientras ella subía por la ladera de una colina pelada que se alzaba delante de mí, observé que sus pies no dejaban huellas detrás. Al darme cuenta de este detalle, se me encogió el corazón y se me aflojaron las rodillas.
En cierto modo, resultaba peor aquí que dentro de la casa. Le confería al campo entero el aspecto de una tumba, sin nadie más que nosotras dos y sin ayuda alguna del ancho mundo.
Una de las veces traté de regresar, pero ella se volvió y me miró y fue como si tirase de mí con una cuerda. Después la seguí como un perro. Llegamos al pueblo y me condujo por él; pasamos la iglesia y la herrería y nos metimos por la calle donde se encuentra la casa del señor Ranford, cerca ya de la carretera: es un edificio visiblemente anticuado, con un sendero enlosado entre dos borduras de boj, que conduce a la puerta. El callejón estaba desierto, y al meterme por él vi que Emma Saxon se detenía bajo un viejo olmo que había junto a la entrada. Ahora me asaltó otro temor. Me di cuenta de que habíamos llegado al final de nuestro viaje y que me tocaba actuar a mí. Durante todo el trayecto, desde Brympton, me había estado preguntando qué querría de mí; pero la había seguido en estado de trance, por así decir, y hasta que no la vi detenerse ante la verja de Ranford no empezó a aclararse mi cerebro. Me detuve a cierta distancia, en la nieve, con el corazón latiéndome con dolorosa violencia y los pies helados en el suelo; ella se había quedado al pie del olmo y me miraba.
Yo sabía muy bien que no me había traído aquí en balde. Me daba cuenta de que tenía que hacer o decir algo... Pero, ¿cómo podía adivinar el qué? Jamás se me había ocurrido causar daño a mi señora y al señor Ranford, pero ahora estaba segura de que, por una razón o por otra, se cernía algo espantoso sobre ellos. Ella sabía qué era; me lo diría si podía; quizá contestase si la interrogaba.
La idea de hablar con ella me produjo vértigo; pero haciendo de tripas corazón, avancé las pocas yardas que nos separaban. En ese momento oí abrirse la puerta de la casa y vi acercarse al señor Ranford. Su aspecto era hermoso y alegre, igual que el de mi señora por la mañana; y al verle, volvió la sangre a circularme en las venas.
-Vaya, Hartley -dijo-. ¿Qué ocurre? La he visto venir por la calle hace un momento y he salido a ver si ha echado raíces en la nieve -se detuvo, y se quedó mirándome-. ¿Qué mira? -dijo.
Me volví hacia el olmo mientras me hablaba, y sus ojos me siguieron, pero allí no había nadie. La calle estaba vacía en todo lo que alcanzaba la vista.
Me invadió una sensación de desamparo. Ella se había ido, y yo no podía adivinar qué quería. Su última mirada me había traspasado hasta el tuétano. ¡Y, sin embargo, no me había hablado! De repente me sentí más desolada que cuando estaba allí, vigilándome. Parecía como si me hubiese dejado para que llevase yo sola el peso del secreto que no podía adivinar. La nieve me envolvió en grandes círculos y el suelo cedió debajo de mí...
Una gota de coñac y el calor de la chimenea del señor Ranford me hicieron volver en mí, e insistí en que me llevasen inmediatamente a Brympton. Era casi de noche y tenía miedo de que mi señora me necesitase. Le expliqué al señor Ranford que había salido a dar un paseo y que había sentido un mareo al pasar por delante de su verja. Era bastante cierto; sin embargo, jamás me sentí más mentirosa.
Cuando vestí a la sra. Brympton para la cena observó la palidez de mi semblante y me preguntó qué me pasaba. Le contesté que tenía dolor de cabeza; entonces dijo que no iba a necesitarme más esa noche, y me aconsejó que me acostase.
Era cierto que apenas podía tenerme en pie; sin embargo, no tenía ningún deseo de pasar una noche a solas en mi habitación. Permanecí sentada abajo en el salón todo el tiempo que fui capaz de mantener levantada la cabeza; pero a las nueve subí, demasiado cansada para importarme lo que sucediera, con tal de descansar la cabeza sobre la almohada. El resto de la servidumbre se fue a acostar poco después; se retiraban temprano cuando el señor estaba fuera, y antes de las diez oí cerrarse la puerta de la sta. Blinder y poco después la del señor Wace.
Fue una noche muy tranquila, con la tierra y el aire acolchados de nieve. Una vez en la cama me sentí mejor y me puse a escuchar los extraños ruidos que se producen en una casa después de oscurecer. Una de las veces me pareció oír abrirse y cerrarse una puerta, abajo: podía ser la puerta de cristal que daba a los jardines. Me levanté y me asomé a la ventana; pero no había luna y no se veía nada, salvo las estrías de nieve en los cristales.
Me volví a meter en la cama y debí de adormilarme, pues me desperté sobresaltada al oír el furioso tintineo de mi campanilla. Antes de despabilarme del todo había saltado de la cama, y estaba buscando mis ropas. "Va a suceder ahora", me sorprendí diciéndome a mí misma; pero no tenía idea de lo que quería decir. Mis manos parecían cubiertas de engrudo, me daba la sensación de que jamás acabaría de ponerme la ropa. Finalmente abrí la puerta y salí al corredor.
Hasta donde alumbraba la llama de mi vela no vi nada anormal ante mí. Seguí andando apresuradamente, sin aliento; pero al empujar la puerta batiente que daba al salón principal, el corazón se me paralizó, pues allí, junto al borde de la escalera, estaba Emma Saxon mirando terriblemente hacia la oscuridad de abajo.
Durante un segundo fui incapaz de moverme. Pero mi mano se soltó de la puerta y, al cerrarse, desapareció la figura. En ese mismo instante sonó otro ruido abajo, un ruido furtivo, misterioso, como el de una llave al girar en la puerta de la entrada. Corrí a la habitación de la sra.. Brympton y llamé. No obtuve respuesta y volví a llamar. Esta vez oí a alguien moverse en la habitación; se descorrió el cerrojo y apareció mi señora ante mí. Para mi sorpresa, no se había desvestido para acostarse. Me lanzó una mirada sobresaltada.
-¿Qué ocurre, Hartley? -dijo en un susurro-. ¿Te encuentras mal? ¿Qué haces aquí, a estas horas?
-No me siento mal, señora. Es que ha sonado mi campanilla.
Al oír esto se puso pálida y pareció a punto de desmayarse.
-Te has equivocado. Yo no he llamado. Debes de haberlo soñado. -Nunca la había oído hablar en ese tono-. Vete a dormir -dijo, cerrándome la puerta.
Pero mientras hablaba, oí otra vez ruidos abajo en el vestíbulo, pasos de hombre esta vez. Y comprendí toda la verdad.
-Señora -dije, haciéndome a un lado-, alguien ha entrado en la casa...
-¿Alguien?
-El señor Brympton, creo... He oído pasos abajo. Una expresión de terror afloró en su rostro, y sin proferir palabra, se desplomó a mis pies. Caí de rodillas y traté de levantarla: por la forma en que respiraba comprendí que no se trataba de un desmayo corriente. Pero mientras le levantaba la cabeza, oí unos pasos rápidos que subían la escalera y recorrían el vestíbulo; se abrió la puerta de golpe, y allí estaba el señor Brympton, en ropas de viaje, y goteándole la nieve. Retrocedió con un sobresalto al verme arrodillada junto a mi señora.
-¿Qué demonios es esto? -gritó. Estaba menos colorado de lo normal y se le había ido la mancha roja de la frente.
-La sra. Brympton se ha desmayado, señor -dije.
Soltó una risotada y me apartó a un lado.
-Es una lástima que no haya escogido un momento más oportuno. Siento molestar, pero...
Me levanté horrorizada ante la acción de este hombre.
-Señor -dije-, está usted loco. ¿Qué va a hacer?
-Voy a ver a un amigo -dijo, e hizo ademán de dirigirse a la trasalcoba.
El corazón me dio un vuelco. No sé qué era lo que pensaba o temía, pero me levanté de un salto y lo agarré por la manga.
-Señor, señor -dije-. ¡Por piedad, mire a su esposa! Se zafó de mí furiosamente.
-Parece hecho por mí -dijo, y agarró la puerta de la trasalcoba.
En ese momento oí un leve ruido en el interior. Aunque fue muy leve, él lo oyó también, y abrió de golpe, pero al hacerlo dio un paso atrás. En el umbral estaba Emma Saxon. Todo estaba a oscuras detrás, pero a ella la vi con claridad, y él también; y alzó las manos como para ocultarse el rostro ante ella. Cuando miré otra vez, había desaparecido.
Él se había quedado inmóvil, como si le hubiesen abandonado sus fuerzas; y en medio de esta quietud, se incorporó súbitamente mi señora y, abriendo los ojos, clavó una mirada en él. Luego se desplomó, y vi aletear la muerte en su rostro...
La enterramos al tercer día, en medio de una violenta nevada. Había poca gente en la iglesia, pues hacía mal tiempo para venir desde el pueblo, y me da la impresión de que mi señora no era de las que tienen muchas amistades. El señor Ranford fue de los últimos en llegar, poco antes de que la trasladaran a la nave. Vino de negro, naturalmente, dado que era íntimo de la familia, y jamás vi a un caballero tan pálido. Al pasar junto a mí observé que se apoyaba un poco en un bastón que llevaba. Creo que el señor Brympton lo notó también, pues le apareció con violencia la mancha roja de la frente, y durante todo el oficio permaneció con la mirada fija en el señor Ranford, en vez de seguir las oraciones, como sería lo propio de una persona afligida.
Cuando terminó y nos dirigimos al cementerio, el señor Ranford había desaparecido, y tan pronto como el cuerpo de mi infortunada señora estuvo bajo tierra, el señor Brympton subió al coche más próximo a la entrada y se marchó sin decirnos una palabra a ninguno de nosotros. Le oí gritar: "A la estación", y los criados regresamos solos a la casa.
(Edith Wharton)






Si les pregunto qué es la novela gótica, seguro que a algunos apenas le suene, otros posiblemente hayan leído algo, y muchos lo relacionen con los grupos de jóvenes urbanos que se sienten identificados con cierto tipo de comportamiento digamos, misterioso y algo macabro vinculado con el más allá. Aquí se incluye la propia vestimenta de estos individuos que como todos sabemos predomina, por cierto, los colores rojo de sangre y el negro de la muerte.
Imagino que toda parafernalia de lo gótico, incluida la literatura, se le denominará así por el estilo arquitectónico que surgió en Francia en la Edad Media y en donde sus mayores exponentes fueros aquellas hermosas y esbeltas catedrales repartidas por toda Europa occidental. Tengan en cuenta que todas ellas destilan un cierto halo de misterio sobre su construcción y tenebrosidad en sus símbolos
La literatura gótica surgió a principios del siglo XIX, y al igual que la romántica empezó en Alemania, que para esto como para otras muchas cosas son estupendos. Uno de los mejores y más famosos, E. Hoffman, sirvió de modelo para los grandes escritores del género que vinieron después como Poe o Gautier. 
Hoffman escribió magníficos cuentos de terror que hacía las delicias de los aficionados, como su recopilatorio “Historia del fantasmas”. Luego vinieron, entre otros, su compatriota Hans Heinz Ewers con su magnifico cuento “La araña” Aconsejo si tienen oportunidad leerlo, no saldrán indiferentes.
Mas adelante fueron apareciendo otros estupendos novelistas del mismo género como los franceses, Gautier y su, “La muerte enamorada” estupendo relato de terror, y también Guy de Maupassant, autor de muchos cuentos; a mi me gustó mucho “La confesión”. Y después algunos ingleses como Henry James y su conocidísima obra “Otra vuelta de tuerca”. O la protagonista que hoy nos ocupa, Edith Wharton y su magnifica....


                                                                                 Joaquin Yerga




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