Te amo en colores que aún no has visto
Lo
quería mucho, sin embargo sentía un ligero estremecimiento cuando
volviendo esa noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a
la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante cuatro meses (se habían casado en abril)
vivieron una dicha especial por muchas cosas. Por ejemplo, la casa en
que vivían era acogedora. La blancura del patio, el silencio. Además
los frisos, columnas y estatuas de mármol producía una otoñal
impresión de palacio encantado.
En ese extraño nido de
amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante,
había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún
vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que
llegaba su marido. No es raro que adelgazara.
De
repente tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no
se reponía nunca. Al fin esa tarde pudo salir al jardín apoyada en
el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De
pronto Jordán,
con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió
en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Luego los
sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en
su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último
día que Alicia estuvo
levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El
médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso
absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en
la puerta de calle, con la voz todavía baja—tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada. Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía
peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las
luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el
menor ruido.
Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó
a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y
otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente
mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices
y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó,
rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió
al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de
horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo
miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después
de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y
tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola
temblando.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí
delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día,
hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última
consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato
en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —Se encogió de
hombros desalentado su médico—. Es un caso serio. poco hay que
hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y
tamborileó los dedos bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue
extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba
su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi.
Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas
de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer
día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la
cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el
almohadón.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales
deliró sin cesar a media voz.
Murió,
por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola
ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —Llamó
a Jordán en
voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se
acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia,
se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la
sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo
a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero
enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió
que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la
voz ronca.
--Pesa
mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo
levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de
un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito
de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
la cabeza: Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente
las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y
viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la
boca.
Noche a noche, desde que Alicia había
caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca, su trompa,
mejor dicho, a las sienes de aquélla, chupándole la sangre.
La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón
había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco
noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves,
diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones
de pluma.
--H. Quiroga--
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