La araña
Cuando
el estudiante de medicina Ricardo Montes decidió ocupar la
habitación número 7 del pequeño Hotel Central, en esa estancia se habían colgado tres personas del crucero de la
ventana en tres viernes consecutivos.
La primera fue un viajante de
comercio catalán. Se encontró su cadáver el sábado por la noche; el
médico constató que la muerte tuvo que haberse producido entre las
cinco y las seis de la tarde del viernes.
El cuerpo del infortunado colgaba de un
fuerte gancho clavado en el crucero de la ventana, que servía para
colgar ropa. La ventana estaba cerrada, el muerto había empleado
como soga el cordón de la cortina. Como la ventana estaba muy baja,
las rodillas casi rozaban el suelo; el suicida, por lo tanto, tuvo
que emplear una gran energía para lograr sus intenciones. Además,
se averiguó que estaba casado y era padre de cuatro niños, que se
encontraba en una posición desahogada y que casi siempre tenía un
ánimo alegre. No se encontró ningún escrito que se refiriera al
suicidio y aún menos un testamento; tampoco había comunicado nada a
ningún amigo o conocido que hiciese sospechar ese desenlace.
El
segundo caso no fue muy diferente. El artista Carlos Closa,
transformista contratado en el circo Médrano, ocupó la habitación
número 7 dos días después. Cuando al viernes siguiente no apareció
en la representación, el director envió a un asistente al hotel;
dicho asistente encontró al artista en la habitación, que no estaba
cerrada, colgado del crucero de la ventana, y además en las mismas
circunstancias.
Este suicidio no pareció menos enigmático; el
apreciado artista ganaba un salario elevado y, a sus veinticinco años
de edad, gozaba plenamente de la vida. Aquí tampoco se encontró
ningún documento escrito, ni ninguna alusión al hecho. La única
familia del finado era una madre anciana a la que su hijo enviaba
puntualmente, el primero de cada mes, trescientos marcos para su
sustento.
Para la señora Isabel, la propietaria de ese pequeño y
económico hotel, cuya clientela solía constar casi exclusivamente
de personas empleadas en los teatros de variedades del centro, esa
segunda muerte tan extraña, en la misma habitación, tuvo
consecuencias desagradables. Algunos de sus huéspedes se habían
mudado ya, otros clientes regulares dejaron de ir. Así que se
dirigió al comisario del distrito centro, al que conocía personalmente,
y que le prometió hacer todo lo posible por ella. Por lo tanto, el
comisario no sólo impulsó con especial vigor la investigación de
los motivos de los suicidios de los dos huéspedes, sino que además
puso a su disposición a un agente que ocupó la enigmática
habitación.
Era el agente de policía Florencio Vázquez, que se
había presentado voluntario. Este sargento, un veterano con once años de servicio, parecía indicado para
enfrentarse a los «fantasmas» de los que se hablaba en el barrio. Ocupó la habitación ese mismo domingo por la noche
y se acostó satisfecho, después de haber saboreado la generosa
oferta culinaria de la digna señora Isabel. Vázquez se presentaba
brevemente, por la mañana y por la tarde, en la comisaría de
policía para dar su informe.
En los primeros días ese informe se
limitó a declarar que no había advertido lo más mínimo. Pero el
miércoles por la tarde pareció haber encontrado una pista.
Instigado a que dijera más, pidió poder callárselo
provisionalmente; no tenía ni idea de si lo que creía haber
descubierto realmente estaba en relación con la muerte de las otras
dos personas. Y temía mucho equivocarse y que después se rieran de
él.
El jueves mostró un aspecto algo más inseguro y también más
serio; pero tampoco tenía nada que decir. El viernes por la mañana
estaba considerablemente agitado; dijo, medio en broma medio en
serio, que esa ventana ejercía, en cualquier caso, una extraña
fuerza de atracción. No obstante, insistió en que eso no tenía
relación alguna con los suicidios y que se reirían de él si decía
más. La tarde de ese día ya no apareció en la comisaría; lo
encontraron colgado del gancho del crucero de la ventana. Aquí los
indicios también coincidían hasta el más pequeño detalle con los
dos casos anteriores; las rodillas casi rozaban el suelo; como soga
había servido el cordón de la cortina. La ventana estaba cerrada;
la puerta, abierta. La muerte se había producido a las seis de la
tarde; la boca del muerto estaba completamente abierta y la lengua
colgaba de ella.
Esta tercera muerte en la habitación número 7 tuvo
como consecuencia que en ese mismo día todos los huéspedes
abandonaran el Hotel Central, con excepción de un profesor de
instituto que ocupaba la habitación número 16, pero que
aprovechó la oportunidad para rebajar un tercio el precio de
alquiler de su habitación. Fue un pobre consuelo para la señora Isabel cuando unos días después se presentó la famosa cantante
de Ópera bufa Mary Garden y le compró el cordón rojo de la cortina
por unas cien pesetas. Por una parte, porque traía suerte; por
otra, porque había salido en los periódicos.
El informe policial era lo único que conocía del asunto
el estudiante de medicina Ricardo Montes. Había otro dato
insignificante que tampoco conocía; parecía tan pequeño que ni el
comisario ni ningún otro de los testigos oculares se lo habían
mencionado a los periodistas. Sólo después, tras la aventura del
estudiante, lo volvieron a recordar. Cuando descolgaron del crucero
de la ventana el cadáver del sargento Florencio Vázquez, de la
boca abierta del muerto salió una gran araña negra. El criado la
retiró con un dedo al mismo tiempo que exclamó: «¡Demonios, otra
vez el mismo bicho!» En el transcurso de la investigación, la que
se refería al estudiante Montes, el mismo criado declaró que cuando se
descolgó al viajante de comercio catalán, había visto correr por su
hombro a una araña muy similar. Pero Ricardo Montes no sabía
nada de esto. Ocupó la habitación dos semanas después del último
suicidio, en un domingo. Sus experiencias allí las dejó consignadas
en un diario.
EL
DIARIO DE RICARDO MONTES, ESTUDIANTE DE MEDICINA
Lunes,
28 de febrero.
Ayer
por la noche entré en mi nuevo alojamiento. Deshice mis dos maletas
y me acomodé, a continuación me metí en la cama. Dormí muy bien;
daban las nueve cuando me despertó una llamada en la puerta. Era la
dueña que me traía ella misma el desayuno. Se preocupa mucho por
mí, se nota por los huevos, el jamón y el excelente café que me
trajo. Me lavé y me vestí, luego contemplé cómo el criado hacía
la habitación. Mientras, me dediqué a fumar mi pipa. Así que ya
estoy aquí.
Sé muy bien que es un asunto peligroso, pero también
sé que si logro llegar al fondo de lo acontecido haré mi fortuna. Y
si una vez, París bien valió una misa –por tan poco no se gana
hoy– puedo arriesgar algo mi vida. Tengo una gran oportunidad que
quiero aprovechar. Por lo demás, también hay otros que se creen tan
listos como para llegar al fondo del asunto. Al menos veintisiete
personas se han esforzado, en parte con la policía, en parte con la
dueña del hotel, por obtener la habitación, e incluso entre ellas
había varias damas. Así que he tenido muchos competidores; es
probable que también fueran pobres diablos como yo. Pero he sido yo
quien ha conseguido «el puesto». ¿Por qué? ¡Ah, es probable que
sea el único que pueda ayudar con una idea a la astuta policía! Una
buena idea. Naturalmente, era un truco.
Estos informes también
tienen como destinataria a la policía. Y me divierte decir a esos
señores, nada más comenzar, que les he mentido. Si el comisario es
una persona razonable, dirá: «¡Hum, precisamente por eso parece
adecuado el Montes!» Por lo demás, me resultaba indiferente lo
que dijera luego; ahora estoy sentado aquí. Y me parece un buen
signo haber comenzado mi actividad enjabonando a conciencia a esos
señores.
Primero visité a la señora Isabel, quien me envió a la
comisaría de policía. Durante toda una semana pasé allí mi
tiempo, siempre me decían que estaban tomando en consideración mi
solicitud y que volviera al día siguiente. La mayoría de mis
competidores ya hacía tiempo que habían perdido sus esperanzas, y
además tenían algo mejor que hacer que esperar durante horas en el
maloliente puesto de guardia; al comisario ya se le notaba fastidiado
por mi tenacidad. Por fin me dijo sin rodeos que no tenía sentido
que volviera. Me estaba agradecido a mí y a los demás por la buena
voluntad, pero que no tenía ningún empleo para «aficionados
chapuceros». A no ser que hubiera elaborado algún plan… Le dije
entonces que tenía un plan.
Por supuesto que no tenía nada y no
podría haberle revelado ni una sola idea. Pero le dije que sólo
podía transmitirle mi plan, que era bueno, pero muy peligroso, y que
podía acabar como le ocurrió al agente de policía, si estaba
dispuesto, por su palabra de honor, a ejecutarlo él mismo. Me dio
las gracias y dijo que no tenía tiempo para esas cosas. Pero percibí
que mis velas se henchían de viento cuando me preguntó si al menos
le podía dar alguna indicación. Y se la di.
Le conté un tremendo
disparate, del cual yo mismo un segundo antes no tenía la más
mínima idea; no sé cómo se me ocurrió de repente ese extraño
pensamiento. Le dije que entre todas las horas de la semana hay una
que ejercía una influencia enigmática. Esa era la hora en que
Cristo había desaparecido de su sepultura para descender a los
infiernos; la sexta hora vespertina del último día de la semana
judía. Y le recordé que esa había sido la hora, el viernes entre
las cinco y las seis, en que se habían producido los tres suicidios.
En ese momento no podía decirle más, pero le remití al Apocalipsis
de San Juan. El comisario puso una cara como si entendiera algo del
asunto, me lo agradeció y me dio una cita para esa misma noche.
Entré puntualmente en su despacho; ante él, en la mesa, estaba el
Nuevo Testamento. En las horas que habían transcurrido me había
dedicado a los mismos estudios que él; había leído el Apocalipsis
y… no había entendido ni una sola palabra. Tal vez el comisario
fuera más inteligente que yo, en cualquier caso me dijo con gran
cortesía que, pese a mis vagas indicaciones, creía entender mi
argumentación. Y que estaba dispuesto a cumplir mis deseos y a
apoyarlos en todo lo posible.
He de reconocer que realmente me ha
sido de mucha ayuda. Convenció a la dueña del hotel de que mi
estancia en la habitación fuera gratuita. Me dio un revólver
excelente y un silbato de policía; la patrulla de agentes tiene la
orden de pasar con frecuencia por la zona y de subir a
la menor señal que les haga. Pero lo principal es que ha mandado
instalar un teléfono en la habitación con el que estoy en directa
comunicación con la comisaría. Y como esta se encuentra apenas a
cuatro minutos, puedo recibir ayuda rápida en cualquier momento. Con
todo esto no sé de qué debería tener miedo.
Martes,
1 de marzo.
No
ha ocurrido nada ni ayer ni hoy. La señora Isabel ha traído un
cordón de cortina nuevo de otra habitación, ya que tiene
habitaciones vacías de sobra. Aprovecha cualquier oportunidad para
venir a verme; cada vez trae algo consigo. Le he pedido que me cuente
una vez más todos los detalles de los sucesos, pero no he averiguado
nada nuevo. Ahora bien, en lo referente a los motivos de las muertes,
tiene su propia teoría. En lo que concierne al artista, cree
que se trató de un amor desgraciado; el último año había venido a
visitarle con frecuencia una joven dama pero que esta vez no se había
dejado ver. Desconocía qué pudo ocasionar la muerte del viajante de
comercio catalán, pero tampoco se puede saber todo; en cuanto al
sargento, pues bien, el sargento se había suicidado sólo por ganas
de fastidiarla. He de decir que estas explicaciones de la señora Isabel son algo insuficientes. Pero la he dejado que parlotee con
toda tranquilidad, al menos así me saca de mi aburrimiento.
Jueves,
5 de marzo.
Aún
nada. El comisario llama un par de veces al día y yo le digo que me
va muy bien; pero al parecer mi respuesta no le satisface de todo. He
sacado mis libros de medicina y estudio; así mi prisión voluntaria
tiene una finalidad.
Viernes,
4 de marzo, a las dos de la tarde.
He
comido de manera excelente al mediodía; la dueña me ha traído
incluso media botella de champán; parecía la última comida de un
reo condenado a muerte. Ya me considera como dos tercios muerto.
Antes de irse me ha rogado llorando que me fuera con ella; temía que
también iba a ahorcarme «por ganas de fastidiarla». He observado
minuciosamente el nuevo cordón de cortina. ¿Con eso iba a colgarme
en breve? ¡Hum!, la verdad es que siento pocas ganas de hacerlo. Por lo
demás, el cordón es duro y áspero y corre con dificultad, se tiene
que tener una voluntad de acero para seguir el ejemplo de los demás.
Ahora estoy sentado a mi mesa, a la izquierda está el auricular, a
la derecha el revólver. No tengo miedo, pero soy curioso por
naturaleza.
6
de la tarde.
Casi
he llegado a escribir que no ha ocurrido nada, ¡por desgracia! La
hora siniestra llegó y se fue, y fue como todas las demás. Pero no
puedo negar que alguna vez sentí cierto impulso de acercarme a la
ventana, ¡aunque por otros motivos! El comisario llamó al menos
diez veces entre las 5 y las 6, estaba tan impaciente como yo. La
señora Isabel, en cambio, está satisfecha: alguien ha vivido una
semana entera en la habitación número siete y ha sobrevivido,
¡fabuloso!
Lunes,
7 de marzo.
Ahora
estoy convencido de que no descubriré nada y me inclino a pensar que
los suicidios de mis predecesores se debieron a una rara casualidad.
Le he pedido al comisario que ordene nuevas pesquisas en los tres
casos, estoy persuadido de que al final se encontrarán los motivos.
En lo que a mí concierne, permaneceré en esta habitación todo el
tiempo que pueda. Difícilmente conquistaré la ciudad desde aquí, pero
vivo gratis y me dejo cebar. Además, trabajo con ahínco y me siento
animado. Y, por último, he encontrado otro motivo que me retiene.
Miércoles,
9 de marzo.
Así
que he avanzado un paso más. Clarimonde, ¡ah!, aún no he contado
nada de Clarimonde. Pues bien, es… mi tercer motivo para quedarme,
y también el motivo por el cual, en aquella «funesta» hora, me
habría encantado acercarme a la ventana, pero desde luego no para
colgarme de ella. Clarimonde… ¿por qué la llamo así? No tengo ni
idea de cómo se llama, pero es como si sintiera la necesidad de
llamarla Clarimonde. Y apostaría a que realmente se llama así, si
alguna vez le pregunto su nombre.
Vi a Clarimonde el primer día.
Vive al otro lado de esta calle estrecha, y su ventana está situada
justo enfrente de la mía. Allí se sienta detrás de las cortinas.
Por lo demás, he de hacer constar que ella me observó antes que yo
a ella, y que mostró visible compasión por mí, no en vano toda la
calle sabe que vivo aquí y por qué, de ello ya se ha ocupado la
señora Isabel. No soy nada enamoradizo, y mis relaciones con las
mujeres siempre han sido exiguas.
Cuando se viene de un pueblo a la ciudad para estudiar medicina, y apenas se dispone de dinero para comer bien
un día de cada tres, entonces se tiene otras cosas en qué pensar
antes que en el amor. Así pues, no tengo muchas experiencias, y es
posible que haya comenzado este asunto de manera algo tonta. En
cualquier caso, me gusta tal y como es.
Al principio ni siquiera
pensé establecer una relación con mi extraña vecina. Sólo pensé
que, ya que estaba allí para observar, y con mi mejor voluntad no
podía averiguar nada, podía dedicarme a observar a mi vecina. A fin
de cuentas, uno no puede estar sentado todo el día delante de los
libros. Así que he constatado que Clarimonde, al parecer, vive sola
en ese pequeño piso. Tiene tres ventanas, pero sólo se sienta ante
la ventana que está situada frente a la mía; se sienta allí e hila
en una rueca antigua.
Una vez vi una rueca como esa en casa de mi
abuela, pero ella nunca la había utilizado, sólo la había heredado
de alguna tía; no sabía que aún había gente que la empleara. Por
lo demás, la rueca de Clarimonde es muy pequeña y delicada, blanca
y aparentemente de marfil; tienen que ser hilos harto delgados y
frágiles los que hila. Se sienta durante todo el día detrás de la
cortina y trabaja sin parar, sólo lo deja cuando oscurece. Cierto es
que oscurece muy pronto en estos días nebulosos y en una calle tan
estrecha, a las cinco de la tarde ya estamos en plena penumbra, pero
nunca he visto que encendiera una luz en la habitación. Me es
difícil percibir su aspecto.
Lleva el pelo negro ondulado y es muy
pálida. La nariz es delgada y pequeña. Sus labios también son
pálidos y tengo la sensación de que sus dientes están afilados
como los de un depredador. Sus párpados proyectan una profunda
sombra, pero cuando los abre, sus ojos, grandes y oscuros, refulgen.
Pero en realidad todo esto lo intuyo y no lo sé. Es difícil
reconocer algo detrás de la cortina. Aún una cosa más: lleva
siempre un vestido negro cerrado con unos toques lila en la parte
superior. Y siempre lleva puestos unos guantes negros, es posible que
para no estropearse las manos con el trabajo. Da una sensación muy
extraña ver cómo los dedos delgados y negros tiran y sacan los
hilos de una manera aparentemente caótica, casi como el pataleo de
un insecto.
¿Y qué se puede decir de nuestra relación? En
realidad, es muy superficial y, no obstante, me parece como si fuera
más íntima. Comenzó con ella mirando hacia mi ventana… y yo a la
suya. Ella me observaba… y yo a ella. Y he debido de gustarle
puesto que un día, cuando la volvía a contemplar, ella sonrió, y
yo, naturalmente, también. Así trascurrieron un par de días y cada
vez nos sonreíamos con más frecuencia. Después, me proponía, casi
cada hora, saludarla, pero no sé qué me lo impedía.
Por fin la he
saludado, hoy por la tarde. Y Clarimonde me ha devuelto el saludo.
Muy en voz baja, ciertamente, pero he visto cómo inclinaba la
cabeza, está satisfecha con mi actividad, le basta con saber que
vivo desde hace dos semanas en la habitación número 7. Pero el
comisario quiere, además, algún éxito. Le he manifestado
insinuaciones misteriosas de que estoy tras la pista de un asunto
sumamente extraño; el muy burro se lo ha creído todo. En cualquier
caso, puedo seguir aquí semanas, y ese es mi único deseo. No
precisamente a causa de la cocina de la señora Isabel y de su
bodega, ¡Señor, qué pronto se vuelve uno indiferente hacia esas
cosas cuando está con el estómago lleno!, sino sólo por su
ventana, que ella odia y teme y que yo tanto amo, esta ventana que me
muestra a Clarimonde.
Cuando enciendo la lámpara, dejo de ver a
Clarimonde. He mirado ansiosamente para comprobar si sale, pero no ha
puesto nunca un pie en la calle. Tengo un sillón grande y cómodo y
una pantalla verde sobre la lámpara, cuyo resplandor me envuelve con
calidez. El comisario me ha traído un paquete de tabaco grande,
nunca he fumado uno tan bueno… y pese a todo no puedo trabajar. Leo
dos, tres páginas y, cuando he terminado, sé que no he comprendido
ni una sola palabra. Sólo el ojo capta las letras, mi cerebro, en
cambio, rechaza todo concepto. ¡Qué extraño! Como si de él
colgara un letrero: prohibida la entrada. Como si no permitiera la
entrada de ningún otro pensamiento que el de… Clarimonde. Termino
por apartar los libros, me reclino en mi sillón y sueño.
Domingo,
13 de marzo.
Esta
mañana he presenciado un pequeño espectáculo. Iba de un lado a
otro en el pasillo, mientras el criado hacía mi habitación. Ante la
ventana del patio cuelga una tela de araña, en cuyo centro se
encuentra una gorda araña crucera. La señora Isabel no quiere que
la quiten: las arañas traen suerte y ya tenía suficiente mala
suerte en su casa, así que la dejé vivir..
Lunes,
14 de marzo.
Ya
no echo ni un solo vistazo a mis libros. Sólo paso el tiempo en la
ventana. Y cuando oscurece, también sigo sentado. Ella ya no está
pero yo cierro los ojos y sigo viéndola. ¡Hum!, este diario ha
resultado algo diferente a lo que había pensado. Habla de la señora Isabel y del comisario, de arañas y de Clarimonde. Pero ni una
sola sílaba de los descubrimientos que quería hacer. ¿Es culpa
mía?
Martes,
15 de marzo.
Hemos
encontrado un extraño juego, Clarimonde y yo; lo jugamos durante
todo el día. La saludo y ella me devuelve al instante el saludo.
Tamborileo yo entonces con los dedos en el cristal, ella apenas lo ve
y ya comienza a imitarme. Le hago una seña, ella me la devuelve;
muevo los labios, como si le hablara, y ella hace lo mismo. Acto
seguido, me acaricio el pelo hacia atrás desde las sienes y ya está
su mano en la frente. Un juego verdaderamente infantil, y los dos nos
reímos con él. Es decir, ella no ríe, es una sonrisa silenciosa,
devota, así creo que es también mi sonrisa. Por lo demás, no es
tan tonto como parece.
No es una pura imitación, pienso que en ese
caso nos aburriríamos pronto; en ese juego tiene que desempeñar
algún papel la transmisión de pensamientos, pues Clarimonde sigue
mis movimientos en una fracción de segundo, apenas tiene tiempo de
verlos y ya los está ejecutando; a veces me parece como si ocurriera
simultáneamente. Esto es lo que me atrae, hacer siempre algo nuevo,
impredecible: es asombroso cómo hace lo mismo al mismo tiempo.
A
veces intento engañarla. Hago rápidamente una gran cantidad de
movimientos diferentes, luego los mismos una y otra vez. Al final
repito por cuarta vez la misma secuencia, pero cambio el orden de los
movimientos, o hago otro u omito uno. Como niños que juegan al
«Vuela, vuela». Es muy extraño que Clarimonde no haga, ni siquiera
una vez, un falso movimiento, por más que yo los cambie con tanta
rapidez como para no darle tiempo a reconocer cada uno de ellos. Así
paso el día. Pero en ningún instante tengo la sensación de estar
perdiendo el tiempo; al revés, es como si no hubiese hecho nunca
nada más importante.
Miércoles,
16 de marzo.
¿No
es extraño que nunca haya pensado seriamente en establecer mis
relaciones con Clarimonde sobre un fundamento más racional que el de
estos jueguecitos que duran horas? Ayer por la noche reflexioné
sobre el asunto. Puedo simplemente tomar el sombrero y el abrigo,
bajar las escaleras, dar cinco pasos en la calle, subir otra
escalera. En la puerta hay un pequeño letrero donde se lee
«Clarimonde». «¿Clarimonde?», ¿qué? No lo sé; pero Clarimonde
está ahí. Llamo y entonces…
Hasta aquí puedo imaginármelo con
gran precisión; cada movimiento que hago, por pequeño que sea, lo
veo ante mí. Pero de lo que pueda seguir, no consigo imaginarme
nada. La puerta se abre, eso aún lo veo. Permanezco en el umbral y
miro en la oscuridad donde no puedo reconocer nada, absolutamente
nada. Ella no viene…, no viene nada; no hay nada de nada, sólo esa
oscuridad negra e impenetrable.
A veces siento como si no hubiera
otra Clarimonde que la que veo allí en la ventana y que juega
conmigo. No puedo imaginarme qué aspecto tendría esa mujer con
sombrero o con otro vestido distinto al negro con los adornos lila;
ni siquiera me la puedo imaginar sin sus guantes. Si la viera en la
calle o en un restaurante, comiendo, bebiendo, charlando, no podría
sino reírme, tan inconcebible me parece esa imagen. De vez en cuando
me pregunto si la amo. Y no puedo hallar respuesta a esta pregunta,
porque no he amado nunca. Pero si el sentimiento que tengo hacia
Clarimonde es realmente amor, es completamente diferente a lo que he
visto en mis camaradas o a lo que he conocido en novelas. Me resulta
muy difícil analizar mis sentimientos. Sobre todo me resulta difícil
pensar en algo que no se refiera a Clarimonde, o más bien a nuestro
juego. Pues es innegable que es realmente este juego lo que me ocupa
continuamente, y no otra cosa. Y esto es lo que me parece más
incomprensible.
¡Clarimonde! Sí, me siento atraído por ella. Pero
aquí se mezcla otro sentimiento, como si también tuviera miedo.
¿Miedo? No, tampoco es eso, es más bien un desasosiego, un ligero
temor ante algo que no conozco. Y es precisamente este miedo el que
tiene algo de extrañamente compulsivo o voluptuoso, que es lo que me
mantiene apartado de ella y, no obstante, me atrae con tanta más
fuerza.
Me da la sensación como si corriera a su alrededor en un
gran círculo, me aproximara un poco y volviera a retirarme, siguiera
corriendo, avanzara en otro lugar para retroceder de nuevo
rápidamente. Hasta que al final –y eso lo sé con toda certeza–
tenga que ir a ella. Clarimonde se sienta en la ventana e hila.
Hilos, largos, delgados, infinitamente sutiles. De ellos forma un
tejido, y no sé qué resultará. No puedo comprender cómo puede
hacer esa tela sin romper y confundir una y otra vez esos hilos tan
finos. En su primorosa labor hay modelos peregrinos, animales
fabulosos y máscaras extravagantes. Por lo demás, ¿qué estoy
escribiendo aquí? Lo cierto es que no puedo ver nada de lo que hila,
los hilos son demasiado finos. Y, no obstante, siento que su trabajo
es precisamente como lo veo… cuando cierro los ojos. Igual. Una
gran tela y muchas criaturas en ella, animales fabulosos y máscaras
extravagantes.
Jueves,
17 de marzo.
Me
siento extrañamente excitado. Ya no hablo con ningún ser humano; ni
siquiera les deseo buenos días a la señora Isabel y al criado.
Apenas dedico tiempo a la comida; tan sólo quiero sentarme en la
ventana para jugar con ella. Es un juego emocionante, realmente lo
es. Y tengo la sensación de que mañana tiene que ocurrir algo.
Viernes,
18 de marzo.
Sí,
hoy tiene que ocurrir algo. Me digo –y me hablo en voz alta para
poder oír mi voz– que por esa razón estoy aquí. Pero lo malo es
que tengo miedo. Y este miedo, de que pueda ocurrirme algo similar a
lo que les ocurrió a mis predecesores en esta habitación, se mezcla
extrañamente con el otro miedo: el que tengo a Clarimonde. Apenas
los puedo distinguir. Siento pavor, quisiera gritar.
6
de la tarde.
Deprisa
un par de palabras, con el abrigo puesto y el sombrero en la mano. A
las cinco había llegado al final de mis fuerzas. ¡Oh, ya sé ahora
que hay algo extraño en esa sexta hora del penúltimo día de la
semana, ya no me río del bulo que le conté al comisario! Estaba
sentado en mi sillón, me aferraba a él con violencia. Pero me
atrajo, me arrastró hasta la ventana. Tuve que jugar con Clarimonde,
y luego, de nuevo, ese miedo espantoso ante la ventana. Los veía
colgar allí, al viajante de comercio catalán, alto, con un cuello
grueso y su barba gris de dos días. Y al artista delgado, y al
sargento bajo y corpulento. Veía a los tres, a uno tras otro y luego
a los tres juntos, colgados del mismo gancho, con las bocas abiertas
y las lenguas colgando. Y después me vi a mí, entre ellos. ¡Oh,
este miedo! Sentía que lo tenía tanto del crucero de la ventana y
del espantoso gancho, como de Clarimonde.
Que me perdone, pero es
así; en mi ignominioso temor ella se mezclaba en la imagen de los
tres que allí colgaban, con las piernas rozando el suelo. Es cierto
que en ningún momento sentí en mí el deseo, el anhelo de
ahorcarme; tampoco temía que pudiera hacerlo. No, sólo tenía miedo
de la misma ventana, y de Clarimonde, de algo espantoso, incierto,
que ahora podría producirse. Tenía el deseo apasionado, indomable
de levantarme e ir a la ventana. Y tenía que hacerlo. En ese momento
sonó el teléfono.
Tomé el auricular y antes de que pudiera oír
una sola palabra, yo mismo grité en él: «¡Vengan, vengan
enseguida!» Fue como si el grito de mi voz estridente ahuyentara de
inmediato a todas las sombras, que desaparecieron por los últimos
resquicios del suelo. Me tranquilicé al instante. Me limpié el
sudor de la frente y bebí un vaso de agua, después reflexioné lo
que iba a decirle al comisario cuando viniera. Por último, me
acerqué a la ventana, saludé y sonreí. Y Clarimonde saludó y
sonrió. Cinco minutos más tarde, el comisario estaba en la
habitación.
Le conté que por fin llegaba al fondo del asunto; que
por hoy no me hiciera preguntas, pero que en breve le daría
información sobre mis extraños descubrimientos. Lo más raro de
ello era que, cuando le mentí, estaba plenamente convencido de que
decía la verdad. Y ahora casi lo siento así, lo siento… aun en
contra de mi mejor saber y entender. Él advirtió mi estado de ánimo
un tanto peculiar, en especial cuando me disculpé por mi grito
angustioso en el auricular y se lo intenté explicar de la manera más
natural, pero sin encontrar un motivo para ello. Me dijo con gran
amabilidad que no parara en mientes con él, que siempre estaba a mi
disposición, que ese era su deber. Prefería venir una docena de
veces en vano que tardar demasiado cuando fuese urgente. A
continuación, me invitó a salir con él esa noche, eso me
distraería; no era bueno que estuviera siempre solo. He aceptado su
invitación, aunque me costó un gran esfuerzo; no me gusta abandonar
esta habitación.
Sábado,
19 de marzo.
Estuvimos dando un paseo por el centro. El comisario
tenía razón; me ha sentado bien salir de aquí, respirar otros
aires. Al principio tenía una sensación de lo más desagradable,
como si estuviera cometiendo una injusticia, como si fuera un
desertor que le da la espalda a su bandera. Pero al poco tiempo esa
sensación se desvaneció; bebimos mucho, reímos y charlamos. Cuando
hoy por la mañana me acerqué a la ventana, creí advertir un
reproche en la mirada de Clarimonde. Pero tal vez sólo sean
imaginaciones mías. ¿De dónde va a saber que salí ayer por la
noche? Por lo demás, sólo duró un instante, luego volvió a
sonreír. Hemos jugado durante todo el día.
Domingo,
20 de marzo.
Hoy
puedo volver a escribir, hemos estado jugando durante todo el día.
Lunes,
21 de marzo.
Hemos
jugado todo el día.
Martes,
22 de marzo.
Sí,
y hoy también lo hemos hecho. Nada, nada más. A veces me pregunto
para qué en realidad, por qué. O qué quiero en realidad, adónde
va a llevar todo esto. Pero nunca me doy una respuesta. Pues es
seguro que no deseo otra cosa que precisamente eso. Y lo que pueda
venir, sea lo que sea, es lo que anhelo. En estos días hemos
hablado, aunque sin decir ni una sola palabra en voz alta. A veces
hemos movido los labios, con más frecuencia sólo nos hemos mirado.
Pero nos hemos entendido muy bien. Había tenido razón. Clarimonde
me reprochó la salida del último viernes. Después le pedí perdón
y le dije que comprendía que había sido un gesto tonto y feo de mi
parte. Me ha perdonado, y yo le he prometido que no me apartaré más
de esta ventana. Y nos hemos besado, hemos presionado los labios
largo tiempo contra el cristal.
Miércoles,
23 de marzo.
Ahora
sé que la amo. Tiene que ser así, estoy penetrado por ella hasta la
última fibra de mi ser. Puede ser que el amor de otras personas sea
diferente. ¿Pero hay una cabeza, una oreja, una mano que sea igual
entre miles de millones? Todas son diferentes, así que no hay un
amor que sea igual a otro. Mi amor es peculiar, eso lo sé muy bien.
¿Pero es por eso menos bello? Casi soy feliz con este amor. ¡Si no
estuviera también el miedo! A veces ese miedo se duerme y lo olvido,
pero sólo por unos minutos, después vuelve a crecer y no me deja un
instante. Me parece un ratoncillo miserable que lucha contra una
serpiente larga y bella y que quiere escapar de sus férreos abrazos.
Espera tú, estúpido miedecillo, pronto te devorará este amor
enorme.
Jueves,
24 de marzo.
He
hecho un descubrimiento, no soy yo el que juega con Clarimonde, es
ella la que juega conmigo. Ayer por la noche pensé, como siempre, en
nuestro juego. Anoté cinco secuencias nuevas complicadas con las que
quería sorprenderla por la mañana. Cada movimiento llevaba un
número. Me ejercité para poder realizar cada secuencia lo más
deprisa posible, hacia delante y hacia atrás. Luego las cifras pares
y luego sólo las impares, a continuación todos los primeros y
últimos movimientos de las cinco secuencias.
Fue muy trabajoso, pero
me entretuvo mucho, y me aproximó más a Clarimonde, aun cuando no
la viera. Me ejercité durante horas y al final lo dominé por
completo. Así pues, esta mañana me presenté ante la ventana. Nos
saludamos; a continuación, comenzó el juego. A un lado y a otro,
era increíble la rapidez con que me entendía, cómo casi en el
mismo instante hacía lo que yo le proponía. En ese momento llamaron
a la puerta; era el criado, que me traía las botas. Me las dio, y
cuando regresaba a la ventana, mi mirada recayó en el papel en el
que había anotado las secuencias. Y vi que no había realizado ni
uno solo de todos esos movimientos. Me tambaleé, me agarré al brazo
del sillón y me dejé caer.
No podía creerlo, leí la hoja una y
otra vez. Pero era así, acababa de ejecutar varias secuencias de
movimientos y ninguna de ellas era mía. Y volví a tener la
sensación: una puerta se abre de par en par, su puerta. Y yo estoy
ante ella y miro fijamente hacia el interior: nada, absolutamente
nada, sólo esa vacía oscuridad. Entonces lo supe: si salgo ahora,
estoy salvado; y sentí que podía irme ahora. Pero no me fui. Se
debió a que tenía la confusa sensación de que yo tenía el
secreto, bien aferrado entre mis manos. ¡vas a conquistar la ciudad! Por un instante la ciudad fue más importante que Clarimonde.
¡Ay, ahora apenas pienso en ello! Ahora sólo siento mi amor, y en
él ese miedo callado y voluptuoso. Pero en ese instante me dio
fuerzas.
Leí una vez más mi primera secuencia de movimientos y
memoricé cada uno de ellos. Regresé entonces a la ventana. Presté
atención exacta a lo que hacía: no había ningún movimiento entre
ellos de los que yo quería ejecutar. Acto seguido, me propuse llevar
el dedo índice a la nariz, pero besé el cristal; quería
tamborilear con los dedos en la ventana, y acaricié mi pelo con la
mano. Así que tuve la certeza: no era Clarimonde la que me imitaba,
sino que era yo el que repetía lo que ella me proponía. Y lo hacía
con tal rapidez, de manera tan fulminante, al segundo, que, aún hoy,
a veces me imagino que esa manifestación volitiva había partido de
mí. Así pues, yo, que tan orgulloso estaba de influir en sus
pensamientos, yo soy el que se ve influido del todo. Sólo que esa
influencia es tan sutil, tan leve que no hay nada que sea más
agradable. He realizado otros intentos.
Me guardo las dos manos en
los bolsillos, me propongo no moverlas y la miro fijamente. Vi cómo
levantaba su mano, cómo sonreía y me amenazaba ligeramente con el
dedo índice. No me moví. Noté cómo mi mano derecha quería
salirse del bolsillo, pero agarré el fondo con fuerza. Luego,
lentamente, tras unos minutos los dedos se relajaron y la mano salió
del bolsillo y el brazo se elevó. Y yo la amenacé con el dedo y
sonreí. Era como si no fuera yo mismo el que lo hiciera, sino una
persona extraña a la que yo estaba observando. No, no fue así: Fui
yo el que lo hizo… y una persona extraña me observaba.
Precisamente la persona extraña que era tan fuerte y que quería
hacer el gran, gran descubrimiento. Pero ese no era yo, a mí… ¿qué
me importa este descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que ella
quiere, Clarimonde, a la que amo con deliciosa angustia.
Viernes,
25 de marzo.
He
cortado el cable del teléfono. No tengo ganas de que el estúpido
comisario me esté molestando continuamente, sobre todo cuando llega
la hora misteriosa. ¡Señor!, ¿por qué escribo esto? No hay una
sola palabra de verdad en todo ello. Es como si alguien guiara mi
pluma. Pero yo quiero… quiero escribir lo que está sucediendo. Me
cuesta un gran esfuerzo, pero lo quiero hacer. Sólo… lo que
quiero. He cortado el cable del teléfono, eh… porque me vi
obligado. ¡Por fin, aquí lo tenemos, porque me vi obligado!
Esta
mañana estábamos en la ventana y jugábamos. Desde ayer nuestro
juego es diferente. Ella hace un movimiento y yo me resisto todo lo
que puedo, hasta que por fin he de ceder y hago lo que ella quiere,
privado de toda voluntad. No puedo describir el placer que supone ese
ser vencido, ese abandono a su voluntad. Jugamos, y después, de
repente, ella se levantó y se retiró. Estaba tan oscuro que ya no
podía verla; parecía invisible en la oscuridad. Pero regresó
pronto llevando con las dos manos un teléfono, igual que el mío.
Lo
dejó sonriendo en el alféizar de la ventana y con un cuchillo cortó
el hilo y lo volvió a dejar en la mesa. Así ocurrió. Estoy sentado
a la mesa; he bebido té, el criado acaba de llevarse el servicio. Le
he preguntado la hora, mi reloj no va bien. Son las cinco y cuarto,
las cinco y cuarto… Sé que si ahora levanto la mirada, Clarimonde
hará algo que yo también tendré que hacer. Pero levanto la mirada.
Allí está y sonríe. ¡Si tan sólo pudiera apartar la mirada!
Ahora se va a la cortina, toma en sus manos el cordón… un cordón
rojo, igual que el de mi ventana. Hace un lazo, cuelga el cordón del
gancho del crucero de la ventana. Se sienta y sonríe.
No, a lo que
siento ya no se le puede llamar miedo. Es un horror espantoso y
opresivo que, sin embargo, no quisiera cambiar por nada del mundo. Es
una coacción de índole inaudita y, no obstante, de una
voluptuosidad extrañísima en su ineluctable crueldad. Podría ir a
la ventana y hacer lo que ella quiere. Pero espero, lucho, me
defiendo. Siento cómo la atracción se intensifica a cada minuto que
pasa. Vuelvo a estar sentado aquí. He ido rápidamente y he hecho lo
que ella quería: tomé el cordón, hice el lazo y lo colgué del
gancho. Y ahora no quiero levantar la mirada, sólo quiero mantener
mis ojos fijos en el papel. Sé lo que ella hará si la vuelvo a
mirar… ahora en la hora sexta del penúltimo día de la semana. Si
la miro tendré que hacer lo que ella quiere y entonces… No quiero
mirarla. Ahora me río, en voz alta. No, no río, algo ríe en mí.
Sé por qué: por este «no quiero…» No quiero y, sin embargo, sé
con total certeza que tengo que hacerlo. Tengo que mirarla, tengo que
hacerlo y luego… el resto. Espero sólo para alargar aún más este
tormento, sí, eso es: este sufrimiento sofocante, esta suma
voluptuosidad.
Escribo lo más deprisa que puedo para poder
permanecer aquí sentado más tiempo, para alargar estos segundos de
dolor que incrementan el placer de mi amor hasta el infinito. Más,
más tiempo. ¡De nuevo el miedo, otra vez! Sé que la voy a mirar,
me levantaré y me ahorcaré; pero no es eso lo que temo, ¡oh, no!,
lo que temo es que es una sensación deliciosa y bella. Pero hay algo
diferente aquí, que viene después. No sé qué será, pero viene,
estoy seguro de que viene. Pues la dicha de mi tormento es tan grande
que siento, siento que algo espantoso ha de seguirla. Tan sólo no
pensar… Escribir algo, lo que sea. No reflexionar, escribir con
rapidez. Mi nombre, Ricardo Montes, Ricardo Montes. ¡Oh,
no puedo seguir! Ricardo Montes, Ricardo Montes, ahora,
ahora, tengo que mirarla, tengo que… no, tengo que aguantar más…
Ricardo Montes…
El
comisario del distrito centro, al no recibir respuesta a sus insistentes
llamadas telefónicas, entró a las seis y cinco minutos en el Hotel Central. En la habitación número 7 encontró el cadáver del
estudiante Ricardo Montes colgado del gancho del crucero de la
ventana, en la misma posición que sus tres predecesores. Sólo el
rostro tenía una expresión diferente; estaba desfigurado por un
miedo espantoso; los ojos, muy abiertos, se salían de sus órbitas.
Los labios estaban estirados, los dientes apretados con fuerza. Y
entre ellos colgaban los restos de una araña negra enorme aplastada,
con extraños tonos violeta. En la mesa estaba el diario del
estudiante. El comisario lo leyó y se dirigió rápidamente a la
casa de enfrente. Allí constató que el segundo piso estaba vacío
desde hacía meses, sin nadie que lo habitara.
--Hanns
Heinz Ewers--
París,
agosto de 1908
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