No juzguéis y no seréis juzgados
(San Mateo 7, 1-2)
Por la mente de Pedro pasaron como flashes luminosos mil retazos de su vida. A pesar de su aturdimiento al limite ya de la extenuación final, aun oía, a lo lejos, el sonido de los martillos de los centuriones romanos golpear con saña la cabeza de los clavos. Mientras sus compañeros iban expirando uno a uno en cruces parecidas a la suya, su mente, caprichosa, le hizo recordar a su madre y revivir su infancia allá en Palestina.
Sacando fuerzas de flaqueza aun pudo pedirle a Dios que le concediera un último deseo. Él ya no sufría, pues de sus manos clavadas a la madera por dos grandes puntas de hierro oxidado y de sus pies entumecidos apenas notaba su palpito. Y le pidió, haciendo un esfuerzo sobre humano, que se apiadara de su mujer cruelmente martirizada también, por su amor a él.
Apenas acabada la última palabra de súplica sus ojos se cerraron para siempre, pero su cara reflejaba la paz y serenidad que vio un día, hacía ya años, en la de Jesucristo, su maestro, y que él tanto buscó.
Esto de arriba es una recreación que me he inventado de la muerte en la cruz de San Pedro pero, no crean, realmente los últimos momentos de su vida tuvieron que ser muy parecidos...
Mirad, si algo necesitamos todos para creer, lo mejor son pruebas reales y evidentes que nos aseguren que es cierto, que ése alguien es digno de nuestro crédito y confianza. Aun así muchos detentan una fe infinita, por ejemplo, en Dios, a pesar de carecer de señales o indicio alguno de su existencia. Yo me reservo mi opinión...
El personaje del cual quiero hablar, San Pedro, no debería haber tenido ningún tipo de dudas en cuanto a su fe, pues vivió personalmente los acontecimientos que dieron lugar a la mayor aventura jamás vista por los hombres, la vida de Jesucristo. Si yo hubiera sido San Pedro, estoy seguro que a nada que me he hubiera esforzado lo hubiera hecho mejor que él. Si, no se alarmen, enseguida me explico...
San Pedro fue la persona elegida por Jesucristo para ser su lugarteniente, y perdónenme la palabreja. Cuentan los evangelios que Jesús caminando por la ribera del Mar de Galilea se encontró con Pedro y su hermano Andrés que estaban pescando en la orilla. Nada más verlos Jesús les dice: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” Y ellos al instante, dejando las redes, les siguieron..
Pedro y su hermano mostraron una fe a prueba de bombas en esos momentos porque: imaginaros que estáis paseando por el campo, se acerca un tipo de unos 33 años, con larga melena oscura y túnica blanca, y os dice que dejéis todo y le sigáis. Así, sin más. No me digan qué harían pues me lo imagino ¿Quizás echar a correr?...
¿Qué vieron los dos hermanos, y los otros diez futuros apóstoles que encontraron mas tarde, en ése hombre para seguirlo sin pensárselo dos veces? Lógicamente algo muy especial tendría que ser para tamaña convicción.
Pero San Pedro a pesar de la fe ciega que tuvo en un principio en Jesús, más tarde dudó un poquillo de él. Tanto que llegó a traicionarle tres veces. Sí, porque tres fueron las veces que negó conocerle, ¡Claro! que lo hizo para salvar el pellejo ante los centuriones romanos que no se andaban con chiquitas precisamente.
No obstante, el hecho de ser el ojito derecho de su maestro y el tiempo que anduvo detrás de él, viendo “in situ” su modélica vida y sus milagros, y sobre todo haberle visto resucitado en una montaña de Galilea, tal vez hiciera que después de muerto Jesús se convirtiera en uno de sus más firmes seguidores.
San Pedro después de la muerte de Cristo aguantó en Palestina predicando las enseñanzas de su excepcional maestro hasta las persecuciones de Herodes Agripa en el año 44, que tuvo que poner pies en polvorosa para salvar su vida. Luego a la muerte de éste rey volvió, y allí en Jerusalén, se reunió con San Pablo y San Bernabé, estos son datos históricos, es decir, reales.
De los planes que hicieron los tres y el resto de los apóstoles apenas hay datos fiables, pero se sabe que dispusieron llegar hasta Roma, intentando convencer a la gente de la verdad de Jesús, aunque lo hicieron por diferentes caminos.
En Roma tampoco sabemos de sus andanzas. Quizás lo más importante (y esto es verídico) que murió crucificado boca abajo por petición propia (para no ponerse a la altura moral de Jesús) en tiempos de Nerón, junto a San Pablo, en el Circo de la Colina del Vaticano. Justamente en ese lugar, trecientos años más tarde, se encontraron unas tumbas que posiblemente fueran sus retos. Allí levantaron la primera basílica en su honor; hoy es el inmenso San Pedro del Vaticano..
La historia de San Pedro es de alguna manera excepcional y quizás su vida fuera el mejor testimonio de la existencia de ése hombre que se decía hijo de Dios porque, si Pedro conoció a fondo a Jesús, vivió con él, fue testigo de sus milagros y resurrección y aun así dedicó el resto de su vida a predicar sus enseñanzas, incluso se dejó crucificar por no renegar de su fe, es que algo gordo vio en Cristo para semejante gesta, digo yo..
Joaquín