No
es que muera de amor, muero de ti.
Muero de ti, amor, de
amor de ti,
de urgencia mía de mi piel de ti,
de
mi alma, de ti y de mi boca
y del insoportable que yo soy
sin ti.
(Jaime Sabines)
Me preguntas, hermano, si he
amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis
sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este
recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia
semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de
acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan
sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión
singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las
noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de
condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada
demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi
alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude
desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí.
Mi vida se había complicado con
una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un
sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas
santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me
convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y
caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar
el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y
soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y
palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a
pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme
que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que,
desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en
el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha
envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin
ninguna relación con las cosas del siglo.
Sí, he amado como no ha amado
nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que
me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches!
¡Qué noches!
Desde mi más tierna infancia
había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos
en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro
años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de
teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes
menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud,
de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación
fue fijado para la semana de Pascua.
Jamás había andado por el mundo.
El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía
vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a
pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana
y enferma, dos veces al año, y ésta era toda mi relación con el
exterior.
No lamentaba nada, no sentía la
más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de
alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con
tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser
sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado
ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.
Digo esto para mostrar cómo lo
que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan
inexplicable fascinación.
Llegado el gran día caminaba
hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el
aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me
extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros,
pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado
casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía
Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través
de las bóvedas del templo.
Conoces los detalles de esta
ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la
unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos
y, finalmente, el santo sacrificio ofrecido al unísono con el
obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job, y cuán
imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté
casualmente mi cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y
vi ante mí, tan cerca que habría podido tocarla -aunque en realidad
estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada-, a
una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un
esplendor real. Fue como si se me cayeran las escamas de las pupilas.
Experimenté la sensación de un ciego que recuperara súbitamente la
vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios
palidecieron en sus candelabros de oro como las estrellas al
amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa oscuridad. La
encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una
presencia angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía,
sino que derramaba a su alrededor.
Bajé los párpados, decidido a no
levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los objetos,
pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.
Un minuto después volví a abrir
los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los
colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado
al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores,
persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el
divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa
realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar
idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus
cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían
sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su
diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría
amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad
que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un
brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el
destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor,
una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos;
lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la
llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero
ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un
demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva,
la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en
su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños
hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de
una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen. En la
piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata
y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían
sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un
movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer
el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata.
Llevaba un traje de terciopelo
nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos
patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados,
eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los
de la aurora.
Tengo estos detalles tan presentes
como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente turbado nada
escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en
la barbilla, el imperceptible vello en las comisuras de los labios,
el terciopelo de su frente, la sombra temblorosa de las pestañas
sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una sorprendente
lucidez.
Mientras la miraba sentía abrirse
en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes obstruidos
dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía
diferente, acababa de nacer a un nuevo orden de ideas. Una
escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada minuto
transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la
ceremonia avanzaba, y yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada
cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije sí, cuando quería decir
no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia
que mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mí
pesar las palabras de la garganta. Quizá por este motivo tantas
jóvenes llegan al altar con el firme propósito de rechazar
clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su
plan. Por esta razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque
decididas a destrozarlo en el momento de pronunciar sus votos. Uno no
se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas
personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno
como una losa de plomo; además, todo está tan cuidadosamente
preparado, las medidas tomadas con antelación de una forma tan
visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los
hechos y sucumbe por completo.
La mirada de la hermosa
desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia.
Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y
disgustado, como de no haber sido comprendida.
Hice un esfuerzo capaz de arrancar
montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin conseguir
nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir
mi voluntad en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi
estado era semejante al de una pesadilla en que se quiere gritar una
palabra de la que nuestra vida depende sin obtener resultado alguno.
Ella pareció darse cuenta de mi
martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena de divinas
promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.
Me decía:
-Si quieres ser mío te haré más
dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán.
Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza,
la juventud, la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría
ofrecerte Yahvé como compensación? Nuestra vida discurrirá como un
sueño y será un beso eterno.
“Derrama
el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas
desconocidas, dormirás apoyado en mi seno en un lecho de oro macizo
bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu Dios ante
quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta
él.”
Me parecía oír estas palabras
con un ritmo y una dulzura infinita; su mirada tenía música, y las
frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón
como si una boca invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me
encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin embargo, mi corazón
realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa
mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada,
que me atravesaron el corazón cuchillas afiladas, y sentí en el
pecho más puñales que la Dolorosa.
Todo terminó. Ya era sacerdote.
Jamás fisonomía humana manifestó
una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su novio
súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su
hijo, Eva sentada en el umbral del paraíso, el avaro que encuentra
una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que deja caer al
fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire
tan aterrado e inconsolable. La sangre abandonó su rostro
encantador, que se volvió blanco como el mármol; sus hermosos
brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se
hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus
piernas. Yo me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia,
lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante que el del
Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me
parecía como si sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la
cúpula.
Al franquear el umbral una mano se
apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer! Jamás había
tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una
huella ardiente como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.
-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has
hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la multitud.
El anciano obispo pasó a mi lado;
me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más extraño,
palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros
se apiadó de mí y me llevó con él; hubiera sido incapaz de
encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta de una esquina,
mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido
de manera extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un
portafolios rematado en oro, indicándome que lo ocultara; lo deslicé
en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé solo en mi celda.
Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras:
“Clarimonda, en el palacio Concini.” Como yo no estaba entonces
al corriente de las cosas de la vida, no conocía a Clarimonda, a
pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba
el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como
otras, pero con tal de volver a verla, me importaba bastante poco que
pudiera ser gran dama o cortesana.
¿Cómo hacer para ver de nuevo a
Clarimonda? No tenía pretextos para salir del seminario, no conocía
a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más
tiempo, pues sólo esperaba a que me designasen la parroquia que
debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la ventana, pero la
altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo
podría bajar de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable
laberinto de calles? Estas dificultades -que no serían nada para
otros- eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado,
sin experiencia, sin dinero y sin ropa.
“¡Ah!
-me decía a mí mismo en mi ceguera-, si no hubiera sido sacerdote
habría podido verla todos los días, habría sido su amante, su
esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario, tendría
ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como
los jóvenes y hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la
tonsura, jugarían alrededor de mi cuello, formando ondeantes rizos.
Tendría un lustroso bigote y sería un valiente. Pero, una hora ante
el altar, unas pocas palabras apenas articuladas, me separaban para
siempre de entre los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi
tumba, había corrido el cerrojo de mi prisión!”
No sé cuántos días permanecí
de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al padre
Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me
avergoncé de mí mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí
el rostro con las manos.
-Romualdo, amigo mío -me dijo
Serapion después de algunos minutos de silencio-, te sucede algo
extraño; ¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan
sosegado y tan dulce, te revuelves ahora como un animal furioso. Ten
cuidado, hermano, y no escuches las sugerencias del diablo; el
espíritu maligno, irritado por tu eterna consagración al Señor, te
acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para
atraerte a él. En vez de dejarte abatir, mi querido Romualdo, hazte
una coraza de oración, un escudo de mortificación y combate
valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita de la
tentación, y el oro sale más fino del crisol. No te asustes ni te
desanimes. Las almas mejor guardadas y las más firmes han tenido
estos momentos. Ora, ayuna, medita y se alejará el malvado espíritu.
El discurso del padre Serapion me
hizo volver en mí y me tranquilicé.
-Venía a anunciarte que te ha
sido asignada la parroquia de Castretto: El sacerdote que la ocupaba
acaba de morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí.
Prepárate para mañana.
Respondí afirmativamente con la
cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer
oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis
ojos. Las ideas se enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó
de entre mis manos sin darme cuenta.
¡Partir mañana sin haberla
visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre
nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos
que sucediera un milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién
haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de mi estado, ¿a
quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de
una terrible ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el
padre Serapion me acababa de decir de los artificios del diablo: lo
extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el
destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la
turbación en que me había hundido, el cambio repentino que se había
operado en mí, mi piedad desvanecida en un instante; todo ello
demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no
era sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me
sumieron en un gran temor, recogí el misal que había caído de mis
rodillas al suelo y volví a mis oraciones.
A la mañana siguiente, Serapion
vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje esperaban a
la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras
recorríamos las calles de la ciudad miraba todas las ventanas y
balcones por si veía a Clarimonda; pero era demasiado temprano, y la
ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar
los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos.
Serapion, sin duda, atribuía esta curiosidad a la admiración que me
causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el paso de su
montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la
ciudad y empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me
volví para mirar una vez más el lugar donde vivía Clarimonda. La
sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los tejados azules
y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y
allá, los humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias
a un singular efecto óptico se dibujaba, rubio y dorado, bajo un
rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a las
construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque
estaba a más de una legua, parecía muy cercano. Podían
distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las azoteas, las
ventanas e incluso las veletas con cola de milano.
-¿Qué palacio es ese que veo
allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? -le pregunté a
Serapion.
Puso la mano por encima de sus
ojos y cuando lo vio me contestó:
-Es el antiguo palacio que el
príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden
cosas horribles.
En ese instante -aún no sé si
fue realidad o ilusión- creí ver cómo en la terraza se deslizaba
una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era
Clarimonda!
¡Oh! ¿Sabía ella entonces que,
desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella, yo no
descendería nunca más? ¿Que, ardiente e inquieto, yo no apartaba
mis ojos del palacio que habitaba y al que un insignificante juego de
luz parecía acercarme como para invitarme a entrar y ser su dueño?
Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía
como para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había
impulsado a subir a la terraza, envuelta en sus velos, en el helado
rocío de la mañana.
La sombra se apoderó del palacio,
y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde sólo se
distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo
paso siguió la mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató
para siempre la ciudad de S**, pues no volvería nunca.
Al cabo de tres días de camino a
través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles el
gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de
recorrer calles tortuosas flanqueadas por chozas y cercados llegamos
ante la fachada, que no se caracterizaba por su grandeza.
Cuando estuve instalado, el padre
Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo y sin otro
apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo a
obsesionarme, y aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre
lo conseguía. Una tarde, paseando por mi jardín entre los caminos
bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una
silueta de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar
entre las hojas dos pupilas verde mar; pero era sólo una ilusión,
pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño
que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy
altas, inspeccioné todos los recodos y rincones y no había nadie.
Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada comparado con las
cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví
cumpliendo con exactitud todos los deberes correspondientes a mi
estado, orando, ayunando y socorriendo enfermos, dando limosnas hasta
privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior una
profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No
podía gozar de la felicidad que da el cumplimiento de una misión
santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y las palabras de
Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo que se repite
involuntariamente. ¡Oh hermano, medita bien esto! Por haber mirado
solamente una vez a una mujer, por una falta aparentemente tan leve,
he sufrido durante años las más miserables turbaciones. Mi vida
está trastornada para siempre jamás.
No voy a entretenerte más tiempo
con derrotas y victorias seguidas siempre de las más profundas
caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche
llamaron violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a
abrir, y un hombre de rostro cobrizo y ricamente vestido, aunque a la
moda extranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral a la
luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de
miedo, pero el hombre la tranquilizó diciéndole que necesitaba
verme enseguida para algo relacionado con mi ministerio. Bárbara lo
hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora,
una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le
respondí que estaba dispuesto a acompañarlo; cogí lo necesario
para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la puerta resoplaban
de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho
emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar
uno de ellos, después se montó en el otro, apoyando solamente una
mano en la silla.
Tras cabalgar toda la noche
llegamos al pueblo, y al castillo. Una sombra negra salpicada de
luces se alzó súbitamente ante nosotros; las pisadas de nuestras
cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y
entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres
enormes. En el castillo reinaba una gran agitación; los criados,
provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces subían y
bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas
arquitectónicas inmensas, columnas, arcos, escalinatas y
balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica. Un
paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el
mensaje de Clarimonda, vino a ayudarme a bajar del caballo, y un
mayordomo vestido de terciopelo negro con una cadena de oro en el
cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas
cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.
-¡Demasiado tarde, padre! -dijo
bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudo salvar su
alma, venga a velar su pobre cuerpo.
Me tomó del brazo y me condujo a
la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo, pues
acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda,
tanto y tan locamente amada. Había un reclinatorio junto al lecho;
una llama azul, que revoloteaba en una pátera de bronce, iluminaba
toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear
en la sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la
mesa en una urna labrada, yacía una rosa blanca marchita, cuyos
pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al
vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico,
disfraces de todo tipo se encontraban esparcidos por los sillones, y
hacían pensar que la muerte se había presentado de improviso y sin
anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a
dirigir la mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran
fervor, dando gracias a Dios por haber interpuesto la tumba entre el
pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis
oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se
fue debilitando este impulso, y caí en un estado de ensoñación.
Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara mortuoria.
Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado
a respirar en los velatorios, un vaho lánguido de esencias
orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba suavemente en la
tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una
media luz buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la
llama que tiembla junto a los cadáveres. Recordaba el extraño azar
que me había devuelto a Clarimonda en el instante en que la perdía
para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció
oír suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco.
Gracias a este movimiento mis ojos cayeron sobre el lecho de muerte
que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco rojo
estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta
acostada con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un
velo de lino de un blanco resplandeciente que resaltaba aún más
gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba
lo más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus
bellas líneas ondulantes como el cuello de un cisne que ni siquiera
la muerte había podido entumecer. Se hubiera creído una estatua de
alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una
reina, o una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.
No podía contenerme; el aire de
esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio marchita me
subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome
ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto
bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos me
atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente muerta y
que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y
así confesarme su amor. Por un momento creí ver que movía su pie
en la blancura de los velos y se alteraban los pliegues de su
sudario. Luego me decía a mí mismo: “¿acaso es Clarimonda? ¿Qué
pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra
mujer. Debo estar loco para desconsolarme y turbarme de este modo”.
Pero mi corazón contestaba: “es ella, claro que es ella”. Me
acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi
incertidumbre. Debo confesaros que tal perfección de formas, aunque
purificadas y santificadas por la sombra de la muerte, me turbaban
voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño
que uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para
realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven
esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no
quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido
de temor y placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo;
lo levanté lentamente, conteniendo la respiración para no
despertarla.
Mis venas palpitaban con tal
fuerza que las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba
sudorosa como si hubiese levantado una lápida de mármol. Era en
efecto la misma Clarimonda que había visto en la iglesia el día de
mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la muerte parecía en ella
una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de
sus labios, sus largas pestañas dibujando una sombra en esta
blancura le otorgaban una expresión de castidad melancólica y de
sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus largos cabellos
sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules,
almohadillaban su cabeza y ocultaban con sus bucles la desnudez de
sus hombros; sus bellas manos, más puras y diáfanas que las
hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita
oración, y esto compensaba la seducción que hubiera podido
provocar, incluso en la muerte, la exquisita redondez y el suave
marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de
perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y
cuanto más la miraba menos podía creer que la vida hubiera
abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.
No sé si fue una ilusión o el
reflejo de la lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de
nuevo bajo esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil.
Toqué ligeramente su brazo; estaba frío, pero no más frío que su
mano el día en que rozó la mía en el eco de la iglesia. Incliné
de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando en sus mejillas el tibio
rocío de mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de
desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de vigilia! Hubiera
querido poder juntar mi vida para dársela y soplar sobre su helado
despojo la llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir
acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la
triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había
sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración
se unió a la mía, y la boca de Clarimonda respondió a la presión
de mi boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de brillo,
suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato
indescriptible.
-¡Ah, eres tú Romualdo! -dijo
con una voz lánguida y suave como las últimas vibraciones de un
arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero
ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós
Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te debo la
vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.
Su cabeza cayó hacia atrás, pero
sus brazos aún me rodeaban, como reteniéndome. Un golpe furioso de
viento derribó la ventana y entró en la habitación; el último
pétalo de la rosa blanca palpitó como un ala durante unos instantes
en el extremo del tallo para arrancarse luego y volar a través de la
ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se
apagó y caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.
Cuando desperté estaba acostado
en mi cama, en la habitación de la casa parroquial, y el viejo perro
del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de la manta.
Bárbara se movía por la habitación con un temblor senil, abriendo
y cerrando cajones, removiendo los brebajes de los vasos. Al verme
abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y
movió el rabo, pero me encontraba tan débil que no pude articular
palabra ni hacer el más mínimo movimiento. Supe después que estuve
así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi
imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde
estuvo mi espíritu durante este tiempo, no guardé recuerdo alguno.
Bárbara me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo que había
venido a buscarme por la noche, me había traído a la mañana
siguiente en una litera cerrada, y se había vuelto a marchar
inmediatamente. En cuanto recuperé la memoria examiné todos los
detalles de aquella noche fatídica. Pensé que había sido el juego
de una mágica ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por
tierra esta suposición. No podía pensar que era un sueño, pues
Bárbara había visto como yo al hombre de los caballos negros y
describía con exactitud su vestimenta y compostura. Sin embargo,
nadie conocía en los alrededores un castillo que se ajustara a la
descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonda.
Una mañana apareció el padre
Serapion. Bárbara le había hecho saber que estaba enfermo y acudió
rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto e interés
por mi persona, no me complació como debía. El padre Serapion tenía
en la mirada un aire penetrante e inquisidor que me incomodaba. Me
sentía confuso y culpable ante él, pues había descubierto mi
profunda turbación, y temía su clarividencia.
Mientras me preguntaba por mi
salud con un tono melosamente hipócrita, clavaba en mí sus pupilas
amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda en mi alma.
Después se interesó por la forma en que llevaba la parroquia, si
estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo que el ministerio me dejaba
libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar, cuáles
eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le
contestaba con la mayor brevedad, e incluso él mismo pasaba a otro
tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía, por
supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin
ningún preámbulo y como si se tratara de una noticia recordada de
pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante que
sonó en mi oído como las trompetas del juicio final:
-La cortesana Clarimonda ha muerto
recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue
algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación de los
banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío!
Los convidados fueron servidos por esclavos de piel oscura que
hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos
demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un
emperador. Sobre Clarimonda se han contado muchas historias
extraordinarias en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un
final miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro,
pero yo creo que se trata del mismísimo Belcebú.
Calló, y me miró más fijamente
aún para observar el efecto que me causaban sus palabras. No pude
evitar estremecerme al oír nombrar a Clarimonda, y, la noticia de su
muerte, además del dolor que me causaba por su extraña coincidencia
con la escena nocturna de que fui testigo, me produjo una turbación
y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a pesar de que hice
lo posible por contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y
severa, luego añadió:
-Hijo mío, debo advertirte, has
dado un paso hacia el abismo, cuidado de no caer en él. Satanás
tiene las garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa
de Clarimonda debió ser sellada tres veces, pues, por lo que se
dice, no es la primera que ha muerto. Que Dios te guarde, Romualdo.
Serapion dijo estas palabras y se
dirigió lentamente hacia la puerta. No volví a verlo, pues partió
hacia su sede inmediatamente después.
Me había recuperado por completo
y volvía a mis tareas cotidianas. El recuerdo de Clarimonda y las
palabras del anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin
embargo, ningún extraño suceso había ratificado hasta ahora las
fúnebres predicciones de Serapion, y empecé a creer que mis temores
y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve un sueño. Apenas me
había quedado dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho
y el ruido de las anillas en la barra sonó estrepitosamente; me
incorporé de golpe sobre los codos y vi ante mí una sombra de
mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda. Sostenía una lamparita como
las que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos
afilados una transparencia rosa que se difuminaba insensiblemente
hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo. Su única ropa
era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y
sujetaba sus pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi
desnuda, pero su manita no bastaba, y como era tan blanca, el color
del tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la
lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus
formas, parecía una estatua de mármol de una bañista antigua y no
una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su
belleza siempre era la misma; tan sólo el verde brillo de sus
pupilas estaba un poco apagado, y su boca, antes bermeja, sólo era
de un rosa pálido y tierno semejante al de sus mejillas. Las
florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado por
completo y habían perdido todos sus pétalos; pero estaba
encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la aventura y del
modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí
temor ni por un instante.
Dejó la lámpara sobre la mesilla
y se sentó a los pies de mi cama; después, inclinándose sobre mí,
me dijo con esa voz argentina y aterciopelada, que sólo le he oído
a ella:
-Me he hecho esperar, querido
Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado. Pero
vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay
ni luna ni sol en el país de donde procedo; sólo hay espacio y
sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra para caminar, ni
aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más
fuerte que la muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi
viaje rostros lúgubres y cosas terribles. Mi alma ha tenido que
luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y
poseerlo de nuevo… ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la
lápida que me cubría! Mira las palmas de mis manos lastimadas.
¡Bésalas para curarlas, amor mío! -me acercó a la boca sus manos,
las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de
inefable placer.
Confieso para mi vergüenza que
había olvidado por completo las advertencias del padre Serapion y el
carácter sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer
resistencia, y al primer asalto. Ni siquiera intenté alejar de mí
la tentación; la frescura de la piel de Clarimonda penetraba la mía
y sentía estremecerse mi cuerpo de manera voluptuosa. ¡Mi pobre
niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un
demonio: no lo parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor
sus garras y sus cuernos. Había recogido sus piernas sobre los
talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de coquetería
indolente. Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos
formaba rizos como ensayando nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con
la más culpable complacencia y ella añadía a la escena un adorable
parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal
aventura y, dada la facilidad que tienen nuestros ojos para
considerar con normalidad los más extraños acontecimientos, la
situación me pareció de lo más natural.
-Te amaba mucho antes de haberte
visto, querido Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú eras mi
sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije:
¡es él! y te lancé una mirada con todo el amor que había tenido,
tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de condenar a un
cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey ante su corte. Tú
permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa
estoy de tu Dios al que has amado y amas aún más que a mí!
“¡Desdichada,
desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí,
a quien resucitaste con un beso, para mí, Clarimonda la muerta, que
forzó por tu causa las puertas de la tumba y viene a consagrarte su
vida; recobrada para hacerte feliz.”
Estas palabras iban acompañadas
de caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón hasta
el punto de no temer proferir para contentarla una espantosa
blasfemia y decirle que la amaba tanto como a Dios.
Sus pupilas se reavivaron y
brillaron como crisopacios:
-¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto
como a Dios! -dijo rodeándome con sus brazos-. Si es así, vendrás
conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese horrible
traje negro. Serás el más orgulloso y envidiable de los caballeros,
serás mi amante. Ser el amante confeso de Clarimonda, que llegó a
rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz,
una dorada existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?
-¡Mañana!, ¡mañana! -gritaba
en mi delirio.
-Mañana, sea -contestó-. Tendré
tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es demasiado ligera y no
sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar a la gente que me
cree realmente muerta y me llora. Dinero, trajes, coches, todo estará
dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, corazón
-rozó mi frente con sus labios.
La lámpara se apagó, se
corrieron las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se
apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más tarde que
de costumbre, y el recuerdo de tan extraña visión me tuvo todo el
día en un estado de agitación; terminé por convencerme de que
había sido fruto de mi acalorada imaginación. Pero, sin embargo,
las sensaciones fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran
sido reales, y me fui a dormir no sin cierto temor por lo que iba a
suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí los malos
pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.
Enseguida me dormí profundamente,
y mi sueño continuó. Las cortinas se corrieron y vi a Clarimonda,
no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las
violetas de la muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida y
dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo verde adornado con
cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de
satén. Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio
sombrero de fieltro negro cargado de plumas blancas colocadas
caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro. Me
dio un toque suavemente diciendo:
-Y bien, dormilón, ¿así es como
haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie. Levántate, que
no tenemos tiempo que perder -salté de la cama-. Anda, vístete y
vámonos -me dijo señalándome un paquete que había traído-; los
caballos se aburren y roen su freno en la puerta. Deberíamos estar
ya a diez leguas de aquí.
Me vestí enseguida, ella me
tendía la ropa riéndose a carcajadas con mi torpeza y explicándome
su uso cuando me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba
listo me ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con
filigranas de plata diciendo:
-¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a
tu servicio como mayordomo?
Yo no era el mismo y no me
reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque de piedra
y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino el
torpe esbozo de lo que el espejo reflejaba. Era hermoso y me
estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las elegantes ropas y el
traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder
de unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje
penetraba mi piel, y al cabo de diez minutos había adquirido ya un
cierto aire de vanidad.
Di unas vueltas por la habitación
para manejarme con soltura. Clarimonda me miraba con maternal
complacencia y parecía contenta con su obra.
-Ya está bien de chiquilladas, en
marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no llegaremos nunca -me
tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas
las tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.
En la puerta estaba Margheritone,
el escudero que ya conocía; sujetaba la brida de tres caballos
negros como los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para
Clarimonda. Debían ser caballos bereberes de España, nacidos de
yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían tanto como el viento,
y la luna, que había salido con nosotros para iluminarnos, rodaba
por el cielo como una rueda soltada de su carro; la veíamos a
nuestra derecha, saltando de árbol en árbol y perdiendo el aliento
por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura donde,
junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosos
caballos; subimos y el cochero les hizo galopar de una forma
insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y estrechaba una
de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el
roce de su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan
feliz. Me había olvidado de todo y no recordaba mejor el hecho de
haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal era
la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de
esa noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que
no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que
cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba
ser sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no
sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la ilusión.
El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el
sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida
bicéfala que llevaba podría describirse como dos espirales
enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo extraño
que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve
siempre muy clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había
un hecho absurdo que no me podía explicar: era que el sentimiento de
la misma identidad perteneciera a dos hombres tan diferentes. Era una
anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo
Castretto, ya como il signor Romualdo, amante
titular de Clarimonda.
El caso es que me encontraba – o
creía encontrarme- en Venecia; aún no he podido aclarar lo que
había de ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en
un gran palacio de mármol en el Canaleio, con frescos y estatuas, y
dos Ticianos de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda: era
un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía su góndola y
su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro poeta.
Clarimonda entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra
en su forma de ser. Por mi parte, llevaba un tren de vida digno del
hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera a la
familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de
la serenísima república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux,
y creo que desde Satán, caído del cielo, nadie fue más insolente y
orgulloso que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me
mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias
arruinadas, con mujeres de teatro, con estafadores, parásitos y
espadachines. A pesar de mi vida disipada, permanecía fiel a
Clarimonda. La amaba locamente. Ella habría estimulado a la misma
saciedad, y habría hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda
era tener cien amantes, era poseer a todas las mujeres por tan
mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero
camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera
cometido con otras, adoptando el carácter, el porte y la belleza de
la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi amor centuplicado, y
en vano jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez
le hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle
matrimonio; rechazó a todos. Tenía oro suficiente; sólo quería
amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que sería el
primero y el último. Hubiera sido completamente feliz de no ser por
la pesadilla que volvía cada noche y en la que me creía cura de
pueblo mortificándome y haciendo penitencia por los excesos
cometidos durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de
estar a su lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que
conocí a Clarimonda. Sin embargo, las palabras del padre Serapión
me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de inquietarme.
La salud de Clarimonda no era tan
buena desde hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando día a día.
Los médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no supieron
qué hacer. Prescribieron algún medicamento sin importancia y no
volvieron. Pero ella palidecía visiblemente y cada vez estaba más
fría. Parecía tan blanca y tan muerta como aquella noche en el
castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba
lentamente. Ella, conmovida por mi dolor, me sonreía dulcemente con
la fatal sonrisa de los que saben que van a morir.
Una mañana, me encontraba
desayunando en una mesita junto a su lecho, para no separarme de ella
ni un minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un corte en
un dedo bastante profundo. La sangre, color púrpura, corrió
enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda. Sus ojos se
iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y
salvaje que no le conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal
de mono o de gato y se abalanzó sobre mi herida que empezó a chupar
con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a pequeños
sorbitos, lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un
vino de Jerez o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas
no eran redondas, sino que se habían alargado. Por momentos se
detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios
contra los labios de la herida para sacar todavía más gotas rojas.
Cuando vio que no salía más sangre, se incorporó con los ojos
húmedos y brillantes, rosa como una aurora de mayo, satisfecha, su
mano estaba tibia y húmeda, estaba más hermosa que nunca y
completamente restablecida.
-¡No moriré! ¡No moriré!
-decía loca de alegría colgándose de mi cuello-; podré amarte aún
más tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene de ti.
Sólo unas gotas de tu rica y noble sangre, más preciada y eficaz
que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la vida.
Este hecho me preocupó durante
algún tiempo, haciéndome dudar acerca de Clarimonda, y esa misma
noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia vi al padre
Serapion más taciturno y preocupado que nunca:
-No contento con perder tu alma
quieres perder también el cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa has
caído!
El tono de sus palabras me afectó
profundamente, pero esta impresión se disipó bien pronto, y otros
cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una noche vi en mi
espejo, en cuya posición ella no había reparado, cómo Clarimonda
derramaba unos polvos en una copa de vino sazonado que acostumbraba a
preparar después de la cena. Tomé la copa y fingí llevármela a
los labios dejándola luego sobre un mueble como para apurarla más
tarde a placer y, aprovechando un instante en que estaba vuelta de
espaldas, vacié su contenido bajo la mesa, luego me retiré a mi
habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué acababa
todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón y
una vez que se hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí.
Cuando estuvo segura de que dormía tomó mi brazo desnudo y sacó de
entre su pelo un alfiler de oro, murmurando:
-Una gota, sólo una gotita roja,
un rubí en la punta de mi aguja… Puesto que aún me amas no
moriré… ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura
brillante. Duerme mi bien, mi dios, mi niño, no te haré ningún
daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que no se apague la
mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas
venas agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce
horror. ¡Ah, qué brazo tan hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás
podré pinchar esta venita azul -lloraba mientras decía esto y
sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía entre sus manos.
Finalmente se decidió, me dio un pinchacito y empezó a chupar la
sangre que salía. Apenas hubo bebido unas gotas tuvo miedo de
debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de
frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.
Ya no cabía duda. El padre
Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta certeza, no podía
dejar de amar a Clarimonda y le hubiera dado toda la sangre necesaria
para mantener su existencia ficticia. Por otra parte, no tenía qué
temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había visto y oído
me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que tardarían
en agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto
el brazo yo mismo diciéndole:
-Bebe, y que mi amor se filtre en
tu cuerpo con mi sangre.
Evitaba hacer la más mínima
alusión al narcótico y a la escena de la aguja, y vivíamos en una
armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban
más que nunca y ya no sabía qué penitencia podía inventar para
someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis visiones fueran
involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a tocar a
Cristo con unas manos tan impuras y un espíritu mancillado por
semejantes excesos reales o soñados. Para evitar caer en semejantes
alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis párpados
con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con
todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento
pesaba en mis ojos, y al ver que mi lucha era inútil dejaba caer mis
brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me
arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma
vehemente y me reprochaba con dureza mi debilidad y mi falta de
fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de ordinario me
dijo:
-Sólo hay un remedio para que te
desembaraces de esta obsesión, y aunque es una medida extrema la
llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios. Conozco el
lugar donde fue enterrada Clarimonda; vamos a desenterrarla para que
veas en qué lamentable estado se encuentra el objeto de tu amor. No
permitirás que tu alma se pierda por un cadáver inmundo devorado
por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te hará entrar
en razón.
Estaba tan cansado de llevar esta
doble vida que acepté; deseaba saber de una vez por todas quién era
víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería
acabar con uno o con otro o con los dos, pues mi vida no podía
continuar así. El padre Serapion se armó con un pico, una palanca y
una linterna y a medianoche nos fuimos al cementerio de** que él
conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de
algunas tumbas, llegamos por fin ante una piedra medio escondida
entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas parásitas,
donde desciframos el principio de la siguiente inscripción:
Aquí yace Clarimonda
Que fue
mientras vivió
La más bella del mundo.
-Aquí es -dijo Serapion y,
dejando en el suelo su linterna, colocó la palanca en el intersticio
de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a
trabajar con el pico. Yo le veía hacer más oscuro y silencioso que
la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea, sudaba
copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el
estertor de un agonizante. Era un espectáculo extraño y, cualquiera
que nos hubiera visto desde fuera, nos habría tomado por
profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de Dios.
El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo asemejaba
más a un demonio que a un apóstol o a un ángel, y sus rasgos
austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían de
tranquilizador.
Sentía en mis miembros un sudor
glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi cabeza; en el
fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un abominable
sacrilegio, y hubiera deseado que del flanco de las sombrías nubes
que transcurrían pesadamente sobre nosotros hubiera salido un
triángulo de fuego que lo redujera a polvo. Los búhos posados en
los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a
golpear sus cristales con sus alas polvorientas, gimiendo
lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos
siniestros brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion
chocó con el ataúd, y los tablones retumbaron con un ruido sordo y
sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se la toca;
derribó la tapa y vi a Clarimonda, pálida como el mármol, con las
manos juntas; su blanco sudario formaba un solo pliegue de la cabeza
a los pies. Una gotita roja brillaba como una rosa en la comisura de
su boca descolorida. Al verla, Serapion se enfureció:
-¡Ah! ¡Estás aquí demonio,
cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro! -y roció de agua
bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con su
hisopo. Tan pronto como el santo roció a la pobre Clarimonda su
hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que una mezcla
espantosa y deforme de ceniza y de huesos medio calcinado-. He aquí
a tu amante, señor Romualdo -dijo el despiadado sacerdote
mostrándome los tristes despojos-, ¿irás a pasearte al Lido y a
Fusine con esta belleza?
Bajé la cabeza, sólo había
ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo,
amante de Clarimonda, se separó del pobre cura a quien durante tanto
tiempo había hecho tan extraña compañía. Sólo que la noche
siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como la primera
vez en el pórtico de la iglesia:
-¡Infeliz! ¡Infeliz!, ¿qué has
hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no
eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y
pusieras al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para
siempre toda posible comunicación entre nuestras almas y nuestros
cuerpos. Adiós, me recordarás -se disipó en el aire como el humo y
nunca más volví a verla.
¡Ay de mí! Tenía razón; la he
recordado más de una vez y aún la recuerdo. La paz de mi alma fue
pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para
reemplazar al suyo. Y, he aquí, hermano, la historia de mi juventud.
No mires jamás a una mujer, y camina siempre con los ojos fijos en
tierra, pues, aunque seas casto y sosegado, un solo minuto basta para
hacerte perder la eternidad.
FIN
(T. Gautier)
Nota sobre el autor.
Theóphile Gautier fue un francés
de principios del siglo XIX. Nació en Tarbes en los Pirineos, muy
cerquita de nuestro país, pero enseguida se trasladó a vivir a
Paris la gran ciudad europea del momento. Allí trabajó de
periodista en diferentes medios, incluso fundó algún periódico.
Fue amigo de los mejores
escritores franceses de la época, incluidos Alejandro Dumas, Víctor
Hugo o Balzac Con algunos de ellos creó la "Sociedad Amiga del
Hachís", una especie de club en donde se pueden imaginar cómo se
divertían.
Gautier fue un gran viajero;
conoció: Turquía, Argelia, Italia o España en donde quedó
prendado de nuestras costumbres. Fue a los toros en Madrid, visitó
Andalucía y le gustó mucho Granada. Llegó a decir que las mujeres
españolas eran más guapas que las francesas.
Además de periodista fue un gran
dramaturgo, poeta y fotógrafo, amigo íntimo del poeta Baudelaire,
se le considera uno de los escritores malditos del romanticismo.
Escribió montones de cuentos, relatos, libros de viajes etc. Murió
en París y está enterrado en el cementerio de Montmartre.
Joaquin
Yerga