domingo, 7 de junio de 2020

Cuando llegue noviembre..



Cuando haya muerto, llórame tan sólo

mientras escuches la campana triste,

anunciadora al mundo de mi fuga

del mundo vil hacia el gusano infame.


Y no evoques, si lees esta rima,

la mano que la escribe, pues te quiero

tanto que hasta tu olvido prefiera

a saber que te amarga mi memoria.


Pero si acaso miras estos versos

cuando del barro nada me separe,

ni siquiera mi nombre digas

y que tu amor conmigo se marchite.


para que el sabio en tu llorar no indague

y se burle de ti por el ausente..

--Shakespeare--



Comprendí la indirecta del enterrador para que abandonara el cementerio, cuando desde lejos me mostró las manecillas de su reloj de pulsera advirtiéndome de lo avanzado de la tarde. Atendiendo a su evidente insinuación traspasé aún emocionado la puerta del camposanto, y salí al exterior. 

Casi anochecía y el frío arreciaba. Me subí el cuello del abrigo y eché hacia atrás una última mirada.. C
erraban ya las verjas y apenas unos yerbajos, acaso desprendidos de las decenas de ramos de flores ofrendadas a los difuntos el día anterior, revoloteaban por los solitarios paseos del cementerio. Los pájaros se posaban inquietos en las ramas de los cipreses dispuestos a afrontar la inminente oscuridad de la noche. ¿Y los muertos? --pensé-- ¡Ay, de los muertos se habían vuelto a olvidar!..

Mientras mis ojos se acostumbraban a las siniestras sombras que el anochecer diseminaba sobre la tapia, me acordé de mis seres queridos que atrás dejaba.. Y recordé a mis padres. Ahí quedaban un día más en ésa fría eternidad que es el “más allá”. Curiosa metáfora nos hemos inventado los vivos; quizás para alejar a los muertos un poco más lejos de nuestra vanidosa realidad.

De pie, frente a la verja ya cerrada y escudriñando a través de los barrotes el tenebroso horizonte de la necrópolis, quedé un rato meditando sobre la vida y la muerte. "La muerte" --pensé-- eterna presente en los cementerios ya vacíos. En qué otra cosa se puede pensar en semejante lugar...

Recuerdo que aún perduraban las flores frescas en las repisas de los nichos y brillaban, del lustre de ayer (día de los difuntos) las frías losas de mármol de las sepulturas. Relucían también los epitafios esculpidos por diestro cincel en las lápidas pero, ¡tendrán que esperar! --me dije para mis adentros-- Sí, tendrán que aguardar al próximo año para ser releídos, porque la multitud, satisfecha y complacida de las ofrendas de flores a sus muertos, ha vuelto ya al mundo de los vivos y no regresará hasta el año que viene. 

Yo, sin embargo, aún permanecía allí parado. Seguía con ganas de pensar en los muertos. Sí, pensaba en el gran número de nuestra gente allí sepultada. Y se me ocurrió una cifra que tal vez cuadriplicaba a los que trajinaban más o menos felices más allá del mesón “La Fábrica”, en el 
pueblo de los vivos.

Saqué mi pitillera y encendí un cigarrillo. Entre bocanadas de humo seguía reflexionando sobre vivos y muertos. ¡Y tuve una idea!.. Pensé que el cementerio, que contemplaba en esos momentos, es nuestro otro pueblo, padre y madre del que habitamos allá abajo. Los dos son Fuente de Cantos, porque...

En aquél de allá luchamos, sufrimos y amamos los vivos. En éste de acá, tras la verja, pero con mucha historia, descansan nuestros antepasados el sueño eterno. Aquí reposan nuestras raíces, nuestro 
ADN de toda la vida. Son cientos de años de mezcolanza de personas, nombres y apellidos los que están grabados en las miles de lápidas de nuestro camposanto. 

Es curioso, --cavilé-- si escogiéramos los quince o veinte apellidos más comunes del pueblo comprobaríamos que la inmensa mayoría de los que yacen tras las lápidas llevan de primero o de segundo algunos de esos apellidos: lo que me dio pie a calcular que todos descendemos de unas pocas familias llegadas al pueblo hace, ¿tal vez ochocientos años?..

Tras un buen rato abstraído y ya más sosegado, enjuagué una última lágrima rezagada que se deslizaba por mi mejilla y caminé hacia mi coche aparcado frente a la entrada. Poco después, mientras me alejaba del cementerio, aún tuve tiempo de mirar por el retrovisor los acompasados movimientos de la copas de los cipreses empujados por alguna racha de viento.. No obstante un pensamiento inesperado aún me vino a la mente; se trataba de aquellos versos de Bécquer que decía: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!..

En unos pocos minutos vi de frente el parpadeo de las luces del pueblo. A mi derecha, al fondo, la luz amarilla del reloj de la torre. Creo que iban a dar las ocho. ¡Es el pueblo de los vivos, se entiende!. A éste otro de los muertos que dejaba atrás volveré al año que viene; supongo que a pasear y pensar, no más..

Joaquín Yerga






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