Después
de comer en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para salir, y se
puso a despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así la última
noche del año, solo, escribiendo; recordaba cuanto le había ocurrido en doce
meses, todo lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus meditaciones la
imagen de un amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo cordial de Año
Nuevo.
Se
sentó, abrió un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y darle un
beso, la dejó encima de la mesa y empezó una carta: "Mi adorable Irene:
Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en
ti..." No pasó adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venía...
Desde marzo tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de
aventuras, actriz, callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido
y logrado con verdadero amor.
El
ya no era un joven; pero distando todavía de ser viejo, miraba seriamente las
cosas a través de un prisma positivo y práctico. "Hizo balance" de su
pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de sus amistades y de todas
las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado su primer apasionamiento
ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto la quería y cuál pudiera
ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió arraigado en su alma un cariño
profundo, mezcla de ternura, encanto y agradecimiento, poderosos lazos que
sujetan para toda la vida.
Un
campanillazo le hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un
desconocido, que al pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía,
salió al recibimiento, hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio
en el descansillo a su querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en
la pared. Sorprendido, preguntó:
—¿Qué
te pasa?
Ella
dijo: —¿Puedo entrar?
—¡Ya
lo creo!
—¿No
me verá nadie?
—Absolutamente
nadie.
—¿Ibas a salir?
—No.
Entró,
como quien tiene muy conocida la casa, y desplomándose, casi desmayada, en el
diván del gabinete, rompió a llorar. El, arrodillado junto a ella, procuraba
suavemente descubrir y ver sus ojos, repitiendo:
—Irene,
Irene mía, ¿por qué lloras? Te lo suplico. ¡Dime por qué lloras!
La
mujer balbució entre sollozos:
—¡No
puedo.., vivir así!
No
la comprendía. —¿Vivir así? ¿Cómo?
—No
puedo vivir así... en mi casa. No quise decírtelo nunca, pero es horrible... No
puedo..., sufro demasiado... Me atormenta... Me ha maltratado!...
—¿Tu
marido?
—Sí...
—¡Ah!...
Le sorprendió, porque no imaginaba— ¡cómo imaginarlo! —que fuera brutal con su
querida el marido; un hombre de finos modales, que frecuentaba el casino, la
sala de armas, paseos y escenarios; jinete y tirador; muy conocido y estimado
en sociedad, correcto y cortés; hombre de pocos alcances y de limitados
conocimientos, pero con la inteligencia indispensable para discurrir como todas
las gentes de su mundo y respetar las preocupaciones y rutinas elegantes.
Parecía ocuparse de su mujer, como debe hacerlo un hombre, acaudalado y
aristócrata: atendiendo a sus caprichos, a su salud, a sus trajes y dejándola
perfectamente libre.
Desde
que Randal fue presentado a Irene y ella le recibió con agrado, tuvo derecho a
las deferencias que todo marido culto sabe guardar a los contertulios de su
mujer. Cuando Randal pasó de ser amigo a ser amante, las deferencias del esposo
aumentaron, es natural. Y como nada le hizo sospechar que hubiese tempestades
íntimas en aquel matrimonio, le sorprendía mucho esta revelación inesperada.
¡Te ha maltratado! No llores y dime cómo fue.
Irene
contó una historia muy larga: sus desavenencias, al principio triviales pero
más hondas de día en día, la incompatibilidad de sus temperamentos. Empezaron
las disputas, acabando en una separación completa; el marido se mostró
suspicaz, violento. Más adelante, celoso, celoso de Randal; y acababa de
maltratarla.
—... No vuelvo a mi casa, no. Dime lo que debo
hacer.
Jacobo
se había sentado muy cerca, y le cogió las manos.
—Piénsalo
mucho, y no lo hagas ciegamente; que todas las culpas caigan sobre tu marido;
tu salva tu posición de mujer irreprochable.
Mirándole
con inquietud, Irene le preguntó: —¿Qué me aconsejas? —Vuelve a tu casa y sufre
con resignación hasta encontrar un pretexto para separarte con todos los
honores.
—¿No es algo cobarde tu consejo?
—Es
prudente. No puedes arrojar por la ventana tu honra y las atenciones que debes
a tu familia. ¡Qué dirán de ti si renuncias a todo en un momento de locura!
Irene
se levantó excitada, violenta:
—No
puedo más. Todo acabó. ¡Se acabó, se acabó y se acabó!
Luego,
apoyando ambas manos en e1 pecho de su amante, le miró a los ojos.
—¿Me quieres?
—Mucho.
—¿De
veras?
—¡Tan
de veras!
—Pues
bien; viviremos juntos en tu casa.
Randal
exclamó asombrado:
—¿En
mi casa? ¿Conmigo? ¿Te has vuelto loca? ¿Comprometerte, deshonrarte para toda
la vida?
Ella
repuso, lentamente, con seriedad, midiendo las palabras:
—Oye,
Jacobo. Me ha prohibido que te vea. Yo no soy mujer de las que mienten y
engañan. Si vuelvo a mi casa, no volveré más a la tuya. Elige. —Si te
divorciases, nos casaríamos —Era necesario esperar dos o tres años... Tu
cariño, ¿tiene tanta paciencia? ¿No se sublevaría en ese tiempo? —Reflexiona.
Si te quedas hoy aquí, mañana te reclamará; es tu marido: el derecho le asiste,
le .ampara la ley.
—No me interesa quedarme aquí, lo que yo
quiero es ir contigo a cualquier parte. Si me quieres, vámonos a donde tú
digas, y si no me quieres, adiós.
Jacobo
la detuvo:
—Irene,
ten calma;
Ella
no quería oírle; con los ojos llenos de lágrimas, repetía:
—Déjame...,
déjame..., déjame...
La
hizo sentar a la fuerza y se arrodilló de nuevo a sus pies. Trató —acumulando
reflexiones y consejos— de hacerle comprender lo irreparable de aquella
resolución. Estuvo elocuente, y hasta en su mismo cariño halló argumentos
convincentes. Le suplicó una y mil veces que le atendiera, que razonara como
él, que no se ofuscase.
Fría,
serena, cuando Jacobo calló, Irene dijo:
—Está
bien; permite que me levante y que me vaya
—No;
eso, no.
—Déjame.
Tú me rechazas, me voy
—Te
vas, pensando que no te quiero.
—Me
rechazas.
—¡Dime
si tu resolución, si tu loca resolución, de la cual te arrepentirás luego, es
irrevocable!
—Sí...
Pero ¡déjame!
—No;
si estás decidida, mi casa es tu casa. Nos iremos lo antes posible a un lugar
seguro; te acompañaré, te seguiré...
—No;
no quiero que te sacrifiques. Comprendo... que te sacrificas. Espera; hice cuanto pude para convencerte;
no quise contribuir a perjudicarte. Pero lo que tú hagas
—Habla;
explícame cómo te convenciste cuando te proponías convencerme; dime lo que has
pensado.
—No
he pensado nada. Te advierto que haces una locura, una terrible y dolorosa
locura. Insistes, y te pido mi parte; lo de cada uno debe ser de los dos: tu
locura, como todo.
—Tampoco
me convences.
—Óyeme
bien. No se trata ni de sacrificio ni de abnegación. Cuando comprendí que te
amaba, pensé lo que debieran pensar todos los amantes en situaciones parecidas:
"El hombre que pretende a una mujer, que la enamora, que la consigue,
contrae un sagrado compromiso. Naturalmente, cuando se trata de una como tú y no
de una mujer fácil y casquivana. El matrimonio, que tiene mucha importancia
social, un gran valor legal, a mi juicio, vale poco, moralmente, por las
condiciones que lo determinan. Así, cuando una mujer sujeta por ese lazo
jurídico, pero que no quiere a su esposo, que no puede quererle, cuyo corazón
es libre, siente cariño por un hombre y se hace suya, ese hombre se compromete
más en ese mutuo consentimiento que formalizando legalmente un matrimonio. Y si
ella y él son personas honradas, la unión debe ser más íntima y estrecha que si
la consagraran todas las ceremonias. En tales circunstancias, la mujer se
arriesga mucho. Y, porque no lo ignora, porque lo da todo, su corazón, su
cuerpo, su alma, su honor, su vida; porque se ha resignado a sufrir todas las miserias
y todas las derrotas; porque realiza su amor heroicamente; porque se ha
resuelto a desafiar las iras de su marido, que .puede matarla, y el desprecio
del mundo, que puede perderla, ¡es digna de respeto! Por eso también su amante,
al pretenderla, debió pensarlo y prevenirlo todo, preferiría siempre a todo, en
cualquier circunstancia. No tengo nada que añadir. Advertí primero —como un
hombre prudente; ahora ya puedo hablar como un hombre apasionado. ¡Soy tuyo!
Radiante
de alegría, Irene selló sus labios con un beso.
—Viviremos
como siempre; no ha pasado nada: he fingido... Quise ver cuánto me querías...
Una
prueba muy arriesgada...
Ya
la hice... ¡Qué feliz Año Nuevo me ofreces!!
(Guy de Maupassant. 7 de enero de 1887)
Nota
sobre el autor:
Es
éste otro ameno relato de Maupassant y, aunque reconozco que estoy un poco pesado
y repetitivo con este autor no por ello no deja de ser mejor ofrecerles mil
veces cualquiera de él que los muy tediosos y aburridos míos.
Hablando
un poco del autor y su época, debemos tener en cuenta que la de Maupassant
(siglo XIX) eran tiempos en donde
predominaba, sobre todo en la alta y media sociedad los buenos modos y la
caballerosidad, y el orgullo y la honra eran bienes muy preciados. También es
verdad que se trataba de un mundo un poco hipócrita pues la apariencia y la dignidad
de las personas estaban muy sobrevaloradas; importaba mucho más las formas y el
qué dirán que el fondo de las cosas; recuerden que era muy común batirse en
duelo ante cualquier ofensa o agravio de tipo familiar, sentimental o económico
que se hiciera.
El
siglo XIX, sobre todo la segunda mitad, fue el siglo de Francia como nación
importante y marcadora de tendencias de todo tipo: arte, literatura, ciencia
etc. En esa época y contemporáneos de Maupassant estaban, nada menos, que
Balzac (Eugenia Grandet) Víctor Hugo (Los Miserables) Flaubert (Madame Bovary)
Gautier, Alejandro Dumas (El conde de Montecristo) Julio Verne (20.000 leguas
de viaje submarino), sin contar con Pasteur, Madame Curí, Manet, Monet,
Delacrix. etc. etc.
La
ciudad más admirada, visitada e imitada del mundo en ése siglo era sin duda
París. Era la meca de cualquier artista que quisiera triunfar en la vida. Paris
le debe a ésos tiempos su fisionomía más conocida, recuerden, la Torre Eiffel
se hizo en 1889 para una exposición de carácter temporal, luego se quedó para
siempre. También los grandes bulevares o el Arco de Triunfo se hicieron en esa
dorada época parisina. Gay de Maupassant vivió en aquellos tiempos, y les
aseguro que les sacó buen provecho. Se fue “al otro barrio” bien satisfecho, no
se privó de nada “el tío”, sobre todo de asuntos carnales.
Dicho queda…
Joaquin Yerga
05/08/2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario