Teodoro iba a casarse perdidamente
enamorado. Su novia y él aprovechaban hasta los segundos para
tortolear y apurar esa dulce comunicación que exalta el amor por
medio de la esperanza próxima a realizarse. La boda sería en mayo,
si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la felicidad
de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se atravesó uno
terrible: Teodoro entró en el sorteo de oficiales y la suerte le fue
adversa: le reclamaba la patria.
Ya se sabe lo que ocurre en
semejantes ocasiones. La novia sufrió síncopes y ataques de
nervios; derramó lágrimas que corrían por sus mejillas frescas,
pálidas como hojas de magnolia, o empapaban el pañolito de encaje;
y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su amada,
trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el
regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó
con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era
animoso y no rehuía ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.
Escribió siempre que pudo, y no
le faltaron cartas amantes y fervorosas en contestación a las suyas
algo lacónicas, redactadas después de una jornada de horrible
fatiga, robando tiempo al descanso y evitando referir las molestias y
las privaciones de la cruel campana, por no angustiar a la niña
ausente. Un amigo a prueba, comisionado para espiar a la novia de
Teodoro -no hay hombre que no caiga en estas puerilidades si está
muy lejos y ama de veras-, mandaba noticias de que la muchacha vivía
en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo
que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la
fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran la
epidermis.
Cierto día, de espeso matorral
salieron algunos disparos al paso de la columna que Teodoro mandaba.
Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el caballo; le recogieron y
trataron de curarle, mientras huía cobardemente el invisible
enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vio que tenía
destrozado el hueso de la pierna -fractura complicada, gravísima-.
El médico dio su fallo: para salvar la vida había que practicar
urgentemente la amputación por más arriba de la rótula,
advirtiendo que consideraba peligroso dar cloroformo al paciente.
Teodoro resistió la operación con los ojos abiertos, y vio cómo el
bisturí incidía su piel y resecaba sus músculos, cómo la sierra
mordía en el hueso hasta llegar al tuétano y cómo su pierna
derecha, ensangrentada, muerta ya, era llevada a que la enterrasen…
Y no exhaló un grito ni un gemido; tan sólo, en el paroxismo del
dolor, tronzó con los dientes el cigarro que chupaba.
Según el cirujano, la operación
había salido divinamente. No hubo supuración ni calentura;
cicatrizó el muñón bien y pronto, y Teodoro no tardó en ensayar
su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar a
Alemania otra hecha con arreglo a los últimos adelantos…
Al escribir a su novia desde el
hospital, sólo había hablado de herida, y herida leve. No quería
afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la herida alarmó a la
muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror y efusiones de
cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y
acompañarle, y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba a resistir hasta
la carta siguiente, donde él participase su mejoría?
Aquellas páginas tiernas y
sencillas, que debían consolar a Teodoro, le causaron, por el
contrario, una inquietud profunda. Pensaba a cada instante que iba a
regresar, a ver a su adorada, y que ella le vería también…, pero
¡cómo! ¡Qué diferencia! Ya no era el gallardo oficial de esbelta
figura y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito
inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos
caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que
fortalece; tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción y
que recibir una limosna de amor o de lástima, otorgada por caridad a
su desventura. Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la
muleta, presentía la impresión de su novia, cuando él llegase así,
cojo y mutilado -él, el apuesto novio que antes envidiaban las
amigas-. Ver la luz de la compasión en unos ojos adorados…. ¡qué
triste sería, qué triste! Mirose al espejo y comprobó en su rostro
las huellas del sufrimiento, y pensó en el ruido seco de la pata de
palo sobre las escaleras de la casa de su futura… Con el revés de
la mano se arrancó una lágrima de rabia que surgía al canto del
lagrimal; pidió papel y pluma y escribió una breve carta de
rompimiento y despedida eterna.
Dos años pasaron. Teodoro había
vuelto a la Península, aunque no a la ciudad donde amó y esperó.
Por necesidad tuvo que ir a ella pocos días, y aunque evitaba salir
a la calle, una tarde encontró de improviso a la que fue su novia,
y, sofocado, tembloroso, se detuvo y la dejó pasar. Iba ella del
brazo de un hombre: su marido. El amputado, repuesto, firme ya sobre
su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de ortopedia, que
disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó que el
esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, de
rodillas huesudas e innoble pie… y una sonrisa de melancólica
burla jugó en su semblante grave y varonil.
Fin
(Emilia Pardo Bazán)
Nota sobre la autora:
Miré sus obras y seleccioné unos
cuantos para hacerles partícipes de ellos, la mayoría sin mucha
transcendencia pero fáciles de leer. Casi todos los cuentos cortos
de esta gran mujer son de amor o desamor, asuntos a los que Emilia le
dedicó muchas páginas durante su vida de escritora. Éste de hoy,
imagino, sería muy frecuente en aquella belicosa época, y les
cuento por qué…
Conozco mucha gente que, al igual
que al mozo del relato, el Servicio Militar Obligatorio (Mili) les
trastocó, como poco, sus vidas. Jóvenes con una vida placentera por
delante, familiar o amorosa, incluso laboral, veían como se truncaba
sus aceptables expectativas de futuro al tener que reincorporarse al
ejército. Sin ir más lejos el que esto escribe: yo también sufrí
las consecuencias de esta anomalía personal y os aseguro que no
exagero si os digo que ésta (Mili) condicionó grandemente mi vida.
De todas maneras la “Mili” que
a mí me correspondió ejercer durante un año y de la que no saqué
nada práctico, no tiene nada que ver con las guerras que se
desarrollaban en la época en las que Emilia nos encuadra la
historia. Entonces hablábamos de batallas y de muertos; lo mío de
paréntesis en la vida y perdidas de tiempo. Imagino que la guerra en
la que perdió una pierna el protagonista, le hizo perder su amor y
le destrozó su vida, serían las guerras carlistas, una de las tres
que tuvimos en España entre mitad y finales del siglo XIX.
Espero que hayan disfrutado del
relato. Reconozcan que se lee fácil.
Dicho queda…
Joaquín
Yerga
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