Hablábamos
de mujeres galantes, la eterna conversación de los hombres. Uno dijo: —Voy a
referir un suceso extraño. Y era como sigue…
Un
anochecer de invierno se apoderó de mí un abandono perturbador; uno de los
terribles abandonos que dominan cuerpo y alma de cuando en cuando. Estaba solo,
y comprendí que me amenazaba una crisis de tristeza, esas tristezas lánguidas
que pueden conducirnos al suicidio. Me puse un abrigo y salí a la calle. Una
lluvia menuda me calaba la ropa, helándome los huesos. En los cafés no había
gente. Y ¿Adónde ir? ¿Dónde pasar dos horas? Decidíme a entrar en
Folies-Bergére, divertido mercado carnal. Había escaso público; los hombres
vulgares, y las mujeres, las mismas de siempre, las miserables mozas
desapacibles, fatigadas, con esa expresión de imbécil desdén que muestran
todas, no sé por qué. De pronto descubrí entre aquellas pobres criaturas
despreciables a una joven fresca, linda, provocadora. La detuve y brutalmente,
sin reflexionar, ajusté con ella el precio de la noche. Yo no quería volver a
mi casa. Y la seguí. Vivía en la calle de los Mártires. La escalera estaba
oscura. Subí despacio, encendiendo cerillas. Ella se detuvo en el cuarto piso,
y cuando entramos en su habitación, echando el cerrojo de su puerta, me
preguntó:
—¿Piensas
quedarte aquí hasta mañana?
—Eso
me propongo; eso convinimos. Y me dejó a oscuras.
Oí
cerrar dos puertas; luego me pareció que aquella mujer hablaba con alguien.
Quedé sorprendido, inquieto. La idea de un chulo me turbó, aun cuando tengo
bastante fuerza defenderme. "Veremos lo que sucede", pensé. Y
afinando el oído, escuchaba. Se movían con grandes precauciones para no hacer
ningún ruido. Luego sentí abrir otra puerta y me pareció que hablaban, pero muy
bajo. La moza volvió al fin con una bujía, diciéndome:
—Ya
puedes entrar.
Entré,
y pasando por un comedor donde sin duda nunca se come, me condujo a un gabinete
alcoba.
—Ponte
cómodo, mi vida.
Yo
lo inspeccionaba todo y no encontraba cosa que pudiera causarme inquietud. Ella
se desnudó tan de prisa, que ya estaba en la cama cuando yo no me había quitado
aún el abrigo. Y riendo, prosiguió:
—¿Qué
te ocurre? ¿Te has convertido en estatua de sal? Acaba y ven.
Así
lo hice. A los cinco minutos me daban intenciones de vestirme y escapar. Pero
el maldito abandono que me amenazó en mi casa con tristezas crueles, me quitaba
las energías, reteniéndome, a disgusto mío, en aquella cama pública. El encanto
sensual que me había hecho sentir aquella criatura en el teatro, desapareció
cuando la vi tan cerca y deseosa de complacerme. Su carne vulgar, semejante a
la de todas, y sus besos insípidos, me desilusionaron. Para entretenerme le
hice varias preguntas:
—¿Hace
mucho que vives en esta casa?
—El
quince de febrero hará seis meses.
—Y
antes, ¿en dónde vivías?
—En
la calle Clauzel. Pero la portera la tomó conmigo y tuve que despedirme.
Relatóme
con detalles minuciosos aquella historia. De pronto sentí ruido cerca de
nosotros; así como un suspiro; después un roce ligero, como si alguien se
removiera sobre una silla. Me senté con viveza en la cama, preguntando:
—¿Qué
significa ese ruido?
Ella
respondió tranquilamente:
—No
te importe, mi vida; es en el otro cuarto. Como son tan delgadas las paredes,
todo se oye. ¡Hacen unas casas! ¡De cartón!
Mi
abandono era tan grande, que me arrebujé de nuevo entre sábanas. Y proseguimos
la conversación. Movido por la estúpida curiosidad que induce a todos los
hombres a conocer la primera falta de las mujeres galantes, como para encontrar
en ellas un rastro de inocencia, tal vez evocada por una frase ingenua que
ofrece la imagen del pudor perdido, pues aun cuando mienten se descubre alguna
vez entre mentiras algo conmovedor, le dije:
—Vaya,
cuéntame cómo cediste al primer amante
—Yo
era criada en el restaurante Marinero de Agua Dulce, y un señorito me forzó
mientras le hacía la cama.
Recordé
la teoría de un médico amigo, un observador filósofo que, por hacer servicio en
un hospital de mujeres, conoce todas las flaquezas de las pobres criaturas víctimas
de la embestida brutal del macho errante con dinero en el bolsillo. —Siempre
—me decía—, siempre una moza es vencida por un hombre de su clase o condición.
Tengo anotadas muchas observaciones acerca del asunto. Se acusa a los ricos de
coger la flor de la inocencia entre las niñas pobres. No es verdad. Los ricos
pagan luego las flores tronchadas; las cogen en la segunda floración, pero no
cortan jamás el primer capullo. Reí, mirando a mi compañera.
—Ya
sabes que conozco tu historia. El señorito no era el primero. Hubo antes otro.
—Te
lo juro, mi vida.
—Mientes,
mi cielo.
—No,
no; te lo juro.
—Mientes...
Vaya, dime la verdad.
Ella
dudó, asombrada; yo continué.
—Soy
adivino, somnámbulo. Ahora no me dices la verdad. Cuando te duermas yo haré que
la digas. Tuve miedo; era estúpida como todas, balbució:
—¿Cómo
lo has adivinado?
—Vamos,
dilo.
—¡Ah!
La primera vez casi no fue nada. Para una fiesta contrataron a un gran
cocinero. Desde que Alejandro llegó, dispuso de toda la fonda. El amo, el ama,
estaban a sus órdenes, como si fuera un rey. Desde la cocina gritaba:
"¡Manteca! ¡Huevos! ¡Coñac! " Y era necesario llevarle corriendo lo
que pedía, porque si no se incomodaba mucho y daba miedo. Cuando hubo acabado,
sentóse a fumar su pipa frente a la puerta, y al pasar yo con una pila de
platos, me dijo: —Muchacha, vente conmigo a la ribera para enseñarme la
campiña. Fui con él como una tonta, y apenas llegamos a la orilla del río, me
forzó con tal prisa, que apenas me di cuenta de lo que hizo. Luego se fue en el
tren de las nueve. No le vi más.
—Y
¿así acabó todo?
—Creo
que Ángel es hijo suyo.
—¿Quién
es Angel?
—Mi
nene.
—¡Ah!
Muy bien. Y luego dijiste al señorito que te había hecho la criatura, ¿no es
cierto?
—Si.
—¿Tenía
dinero el señorito?
—Algo.
Me dejó una renta de trescientos francos.
Aquellas
confianzas me divertían. Proseguí.
—Muy
bien, mi cielo; muy bien. Sois menos tontas de lo que parece. Y ¿cuántos años
tiene Angel?
—Doce.
Hará su primera comunión en primavera.
—Bravo.
Y desde que te ocurrió esa... desgracia... te dedicaste al oficio...
Suspiró,
resignada.
—Se
hace lo que se puede...
Un
ruido, bastante fuerte, me hizo saltar de la cama. No me cabía duda; era el
ruido que produce un cuerpo que se desploma y luego se levanta de nuevo
agarrándose a la pared. Cogí la bujía y miré alrededor, furioso. Ella se había
levantado también, y trataba de contenerme, repitiendo:
—No
es nada, mi vida; te aseguro que..
—Yo
no tengo la culpa, mamá; yo no tengo la culpa. Estaba dormido y me caí. No me
castigues; yo no tengo la culpa.
Acercándome
a la mujer, dije:
—¿Qué
significa esto?
Ella,
confusa y desalentada, respondió entre dientes:
—Ya
lo ves. No gano bastante para tenerlo pensionista y no puedo pagar un cuarto
mayor. Duerme conmigo cuando no hay nadie, y cuando alguien viene por una hora
o dos, lo escondo en el armario. Pero cuando hay cliente para toda la noche se
cansa y le duelen los riñones de dormir en la silla... Tampoco él tiene la
culpa. Quisiera verte durmiendo en una silla, metido en un armario... Ya
veríamos... Irritándose, gritaba.
El
niño seguía llorando. Yo también sentía ganas de llorar. Y volví a mi casa
tristemente.
París
a 16 de diciembre de 1884
(Guy
de Maupassant)
Nota
sobre el autor:
Ya
es el tercero o cuarto relato que expongo de Guy de Maupassant, y posiblemente
no sea el último porque escribió muchos y muy buenos.
En
esto de los relatos que, aunque no lo parezca, es muy difícil idearlos, teniendo
en cuenta que hay que simplificar en un par de folios una historia creíble e
interesante para el lector, la mayoría de la
gente no sabe de ellos, sobre todo importa que no conozcan los más logrados. Quizás por ello me
congratula especialmente rescatar del anonimato popular algunos de los más importantes y mostrárselos, para su regocijo.
Éste
que les muestro hoy titulado “El armario” es muy de la época y debemos
contemplarlo como tal, aunque bien mirado, hasta hace cuatros días, como aquel que dice, era una situación muy habitual en
nuestros pueblos y ciudades, me refiero al tratamiento de las prostitutas con
los clientes.
Hoy,
lógicamente, y gracias a nuestra gran evolución como seres humanos avanzados en el siglo XXI,
vemos con estupor el comportamiento de unos y otras, pero debemos
aceptarlo como escenas de otros tiempos pues en todos los libros, novelas
películas etc. cualquier relato o historia de años atrás se reflejaba la vida
cotidiana de entonces, y eso no lo podemos ni debemos cambiarlo, tan solo
tomarlo como ejemplo para hacerlo ahora mucho mejor.
A
mí, lo reconozco, me gusta mucho Maupassant por la naturalidad con que escribe
y la vida cotidiana de la Francia de entonces que refleja en sus historias.
Escribe mucho de París, entonces la capital del mundo civilizado, pero también
de su tierra de nacimiento, en el norte del país, y más concretamente de
Normandía y sus dos ciudades más sobresaliente Ruan y Caen. Hace un tiempo cayó
en mis manos un librito suyo de relatos y os aseguro que nunca lo olvidé.
Ya
conté hace unos días que Guy fue un tipo especial, creo que casi todos los
escritores lo son porque para escribir cosas así debe uno haber tenido una
existencia, cuanto menos, ajetreada y fuera de lo común. Quizás lo que más
sobresalga de su azarosa vida fuera lo juerguista que era y el poco aprecio que
le tenía al matrimonio, porque recuerden lo que dijo una vez y que ya les conté
“El matrimonio es un intercambio de malos humores durante el día y de malos
olores durante la noche”
Murió,
como ya dije, también, en Paris y muy joven, aquejado de alguna enfermedad
mental producida, posiblemente, por la sífilis, muy común en aquellos tiempos y
en algunos personajes especialmente promiscuos, como el amigo Guy.
Dicho
queda…
Joaquin
Yerga
03/08/2018
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