¡La Nochebuena! ¡Ah, la
Nochebuena! Jamás celebraré yo la Nochebuena…
Y Enrique Templier decía esto con una voz tan furiosa como si le propusieran una infamia.
Los otros, riendo, exclamaban:
—¿Por qué te encolerizas así?
—Porque la Nochebuena me ha jugado la más abominable de las burlas. Porque guardo un invencible horror a esta noche de alegría imbécil.
—¿Qué fue?
—¿Qué? ¿Vosotros queréis saberlo? Pues escuchad. Aquel invierno era muy frío, tan frío que hacía morir a los pobres en las calles. Tenía yo entonces entre manos una obra urgente y rehusé todas las invitaciones que me fueron hechas para celebrar la Nochebuena, prefiriendo pasar la noche delante de mi mesa de trabajo. Comí solo y volví a mi tarea. Pero hacia las diez, el ruido de las calles, que a pesar de mis preocupaciones percibía, y los preparativos de cena que se advertían en la vecindad, me agitaron.
No sabía lo que hacía. Escribía cien disparates y comprendí que no haría cosa de provecho en aquella noche. Daba grandes paseos por mi cuarto; me sentaba, me levantaba; indudablemente sufría la misteriosa influencia de la alegría de fuera, y me resigné. Llamé a mi muchacha y le dije:
—Ángela, vaya usted a buscar cena para dos; ostras, una perdiz y cangrejos, jamón y pasteles. Traiga usted también dos botellas de champaña; ponga dos cubiertos y acuéstese usted.
Obedeció un poco sorprendida. Cuando todo estuvo preparado me puse el abrigo y salí.
Quedaba una gran cuestión que resolver. ¿Con quién celebraría mi Nochebuena? Mis amigos estarían todos invitados. Para contar con uno hubiera sido necesario comprometerle anticipadamente. Entonces pensé en realizar una buena acción al mismo tiempo que me procuraba compañía. Y me dije: “París está lleno de hermosas y pobres jóvenes que no tienen cena esta noche y que andan errantes en busca de un muchacho generoso. Yo seré la Providencia de Navidad para una de esas desheredadas. Voy a corretear un poco por las calles, entraré en los lugares del placer, preguntaré, ojearé y escogeré a mi gusto”.
Y empecé a recorrer la ciudad. Desde luego, encontré gran número de muchachas infelices que buscaban aventura, pero unas eran feas hasta proporcionar una indigestión, y otras tan delgadas que podían quebrarse por los pies si se tropezaban. Yo soy débil, ya lo sabéis. Adoro a las mujeres llenitas. Cuanto más metidas en carnes, más me gustan. De pronto, cerca del teatro de Variedades, descubro un perfil que me agrada. Una cabeza hermosa y dos curvas atractivas: la del pecho, muy bella; la de más abajo, sorprendente. Una barriga de pato gordo. Me quedaba un punto que esclarecer: el rostro. El rostro es el postre; y el resto, el asado. Apreté el paso. Era encantadora, muy joven, morena y con grandes ojos negros. Le hice mi proposición, que aceptó sin vacilar. Un cuarto de hora después estábamos sentados a la mesa en el comedor de mi casa.
Al entrar exclamó:
—¡Ah, qué bien se está aquí!
Y miraba alrededor con la satisfacción visible de haber encontrado habitación y mesa en aquella noche glacial.
Era una mujer arrogante y gruesa. Se quitó el abrigo y el sombrero. Se sentó y se puso a comer; pero no parecía del todo bien dispuesta. De cuando en cuando, su cara, un poco pálida, se alteraba como si sufriese un dolor oculto. Le pregunté:
—¿Tienes algún disgusto?, ¿te pasa algo?
Me contestó:
—¡Bah! Olvidémonos de todo.
Empezó a beber. Vaciaba de un sorbo su vaso de champaña y lo llenaba sin cesar. Bien pronto empezó a ponerse encarnada y a reír locamente. Yo la adoraba ya. La besaba apasionadamente y descubrí que no era vulgar ni grosera.
En fin: llegó el momento de acostarse, y mientras yo levantaba la mesa colocada delante de la chimenea, ella se desnudó vivamente y se deslizó entre las sábanas. Mis vecinos hacían un ruido infernal, riendo y cantando como locos, y yo pensaba: “He hecho bien en ir a buscar a esta hermosa muchacha. No habría sido posible trabajar de ningún modo”.
Un quejido profundo me hizo volver la cabeza.
—¿Qué tienes, querida?
No respondió, pero siguió suspirando dolorosamente, como si sufriera de una manera horrible.
—¿Estás indispuesta? —le pregunté.
Entonces lanzó un grito, un grito espantoso. Me precipité hacia ella con una bujía en la mano. Su fisonomía estaba descompuesta por el dolor. Se retorcía las manos y salían de su garganta gemidos sordos como el estertor de un agonizante. Aturdido, yo le preguntaba:
—¿Qué tienes?
No respondía y comenzó a dar alaridos. De pronto, las vecinas callaron y se pusieron a escuchar lo que pasaba en mi habitación.
—¿Qué tienes? Dímelo —repetía yo—. ¿Qué te duele?
Entonces balbuceó:
—¡Oh, mi vientre, mi vientre!
Levanté sus ropas y vi…
Aquella mujer, amigos míos ¡estaba dando a luz!
Entonces, con la cabeza perdida, fui hacia la pared de mi cuarto y empecé a dar puñetazos gritando con todas mis fuerzas:
—¡Socorro, socorro!
La puerta se abrió y se precipitó en mi cuarto una multitud de hombres vestidos de frac, mujeres escotadas, pierrots, turcos, mosqueteros. Esta invasión me enloquecía de tal modo que no acertaba a encontrar una explicación. Temían un accidente grave, un crimen, quizá, y no me comprendían. Yo pude decir al fin:
—Es… es que está dando a luz.
Entonces todos la examinaron, dando cada uno su opinión. Un capuchino, sobre todo, pretendía ser inteligente en el asunto y quería ayudar a la Naturaleza. Todos estaban más o menos borrachos y creo que la hubieran matado. Yo me precipité sin sombrero por la escalera para buscar un médico viejo que vivía cerca. Cuando volví con el médico, los vecinos de todos los pisos ocupaban mi habitación. Cuatro desahogados, sentados a la mesa, concluían con mis cangrejos y mi champaña.
A mi llegada, oí un grito formidable y una lechera me presentó sobre una tabla un pedazo de carne, arrugada y doblada, que gemía y maullaba como un gato.
—Es una niña —me dijo.
El médico examinó a la recién parida, declarando que su estado era grave por haber sucedido el parto después de una cena, y se fue, anunciándome que mandaría a una enfermera y una nodriza. Las dos mujeres llegaron una hora después, trayendo un paquete de medicamentos. Yo pasé la noche en una butaca, demasiado aturdido para poder reflexionar sobre las consecuencias del lance.
Volvió el médico por la mañana y halló bastante mal a la enferma.
—Su mujer de usted —me dijo.
—No es mi mujer —le interrumpí.
—O su querida, poco me importa —y siguió enumerando los cuidados, los medicamentos y el régimen que necesitaba.
¿Qué hacer? Enviar a esa desgraciada al hospital hubiera significado aparecer a los ojos de toda la vecindad, del barrio entero, como un desalmado. La retuve en mi casa y estuvo seis semanas enferma en mi misma cama.
¿El niño? Lo di a criar en un pueblo cercano. Me cuesta cincuenta pesetas al mes y, habiendo pagado hasta hoy, me veo obligado a pagar hasta que me muera. Cuando tenga criterio para comprender, supondrá que soy su padre.
Y para colmo de desdichas, cuando estuvo curada…, me quería, me quería con delirio la muy…
Pero se puso delgada como un gato hambriento. Y me paso el día huyendo de la maldita, que parece un esqueleto, y me aguarda en las calles, se esconde para verme pasar, me detiene de noche cuando salgo, para besarme la mano, me aburre y me vuelve loco.
Y Enrique Templier decía esto con una voz tan furiosa como si le propusieran una infamia.
Los otros, riendo, exclamaban:
—¿Por qué te encolerizas así?
—Porque la Nochebuena me ha jugado la más abominable de las burlas. Porque guardo un invencible horror a esta noche de alegría imbécil.
—¿Qué fue?
—¿Qué? ¿Vosotros queréis saberlo? Pues escuchad. Aquel invierno era muy frío, tan frío que hacía morir a los pobres en las calles. Tenía yo entonces entre manos una obra urgente y rehusé todas las invitaciones que me fueron hechas para celebrar la Nochebuena, prefiriendo pasar la noche delante de mi mesa de trabajo. Comí solo y volví a mi tarea. Pero hacia las diez, el ruido de las calles, que a pesar de mis preocupaciones percibía, y los preparativos de cena que se advertían en la vecindad, me agitaron.
No sabía lo que hacía. Escribía cien disparates y comprendí que no haría cosa de provecho en aquella noche. Daba grandes paseos por mi cuarto; me sentaba, me levantaba; indudablemente sufría la misteriosa influencia de la alegría de fuera, y me resigné. Llamé a mi muchacha y le dije:
—Ángela, vaya usted a buscar cena para dos; ostras, una perdiz y cangrejos, jamón y pasteles. Traiga usted también dos botellas de champaña; ponga dos cubiertos y acuéstese usted.
Obedeció un poco sorprendida. Cuando todo estuvo preparado me puse el abrigo y salí.
Quedaba una gran cuestión que resolver. ¿Con quién celebraría mi Nochebuena? Mis amigos estarían todos invitados. Para contar con uno hubiera sido necesario comprometerle anticipadamente. Entonces pensé en realizar una buena acción al mismo tiempo que me procuraba compañía. Y me dije: “París está lleno de hermosas y pobres jóvenes que no tienen cena esta noche y que andan errantes en busca de un muchacho generoso. Yo seré la Providencia de Navidad para una de esas desheredadas. Voy a corretear un poco por las calles, entraré en los lugares del placer, preguntaré, ojearé y escogeré a mi gusto”.
Y empecé a recorrer la ciudad. Desde luego, encontré gran número de muchachas infelices que buscaban aventura, pero unas eran feas hasta proporcionar una indigestión, y otras tan delgadas que podían quebrarse por los pies si se tropezaban. Yo soy débil, ya lo sabéis. Adoro a las mujeres llenitas. Cuanto más metidas en carnes, más me gustan. De pronto, cerca del teatro de Variedades, descubro un perfil que me agrada. Una cabeza hermosa y dos curvas atractivas: la del pecho, muy bella; la de más abajo, sorprendente. Una barriga de pato gordo. Me quedaba un punto que esclarecer: el rostro. El rostro es el postre; y el resto, el asado. Apreté el paso. Era encantadora, muy joven, morena y con grandes ojos negros. Le hice mi proposición, que aceptó sin vacilar. Un cuarto de hora después estábamos sentados a la mesa en el comedor de mi casa.
Al entrar exclamó:
—¡Ah, qué bien se está aquí!
Y miraba alrededor con la satisfacción visible de haber encontrado habitación y mesa en aquella noche glacial.
Era una mujer arrogante y gruesa. Se quitó el abrigo y el sombrero. Se sentó y se puso a comer; pero no parecía del todo bien dispuesta. De cuando en cuando, su cara, un poco pálida, se alteraba como si sufriese un dolor oculto. Le pregunté:
—¿Tienes algún disgusto?, ¿te pasa algo?
Me contestó:
—¡Bah! Olvidémonos de todo.
Empezó a beber. Vaciaba de un sorbo su vaso de champaña y lo llenaba sin cesar. Bien pronto empezó a ponerse encarnada y a reír locamente. Yo la adoraba ya. La besaba apasionadamente y descubrí que no era vulgar ni grosera.
En fin: llegó el momento de acostarse, y mientras yo levantaba la mesa colocada delante de la chimenea, ella se desnudó vivamente y se deslizó entre las sábanas. Mis vecinos hacían un ruido infernal, riendo y cantando como locos, y yo pensaba: “He hecho bien en ir a buscar a esta hermosa muchacha. No habría sido posible trabajar de ningún modo”.
Un quejido profundo me hizo volver la cabeza.
—¿Qué tienes, querida?
No respondió, pero siguió suspirando dolorosamente, como si sufriera de una manera horrible.
—¿Estás indispuesta? —le pregunté.
Entonces lanzó un grito, un grito espantoso. Me precipité hacia ella con una bujía en la mano. Su fisonomía estaba descompuesta por el dolor. Se retorcía las manos y salían de su garganta gemidos sordos como el estertor de un agonizante. Aturdido, yo le preguntaba:
—¿Qué tienes?
No respondía y comenzó a dar alaridos. De pronto, las vecinas callaron y se pusieron a escuchar lo que pasaba en mi habitación.
—¿Qué tienes? Dímelo —repetía yo—. ¿Qué te duele?
Entonces balbuceó:
—¡Oh, mi vientre, mi vientre!
Levanté sus ropas y vi…
Aquella mujer, amigos míos ¡estaba dando a luz!
Entonces, con la cabeza perdida, fui hacia la pared de mi cuarto y empecé a dar puñetazos gritando con todas mis fuerzas:
—¡Socorro, socorro!
La puerta se abrió y se precipitó en mi cuarto una multitud de hombres vestidos de frac, mujeres escotadas, pierrots, turcos, mosqueteros. Esta invasión me enloquecía de tal modo que no acertaba a encontrar una explicación. Temían un accidente grave, un crimen, quizá, y no me comprendían. Yo pude decir al fin:
—Es… es que está dando a luz.
Entonces todos la examinaron, dando cada uno su opinión. Un capuchino, sobre todo, pretendía ser inteligente en el asunto y quería ayudar a la Naturaleza. Todos estaban más o menos borrachos y creo que la hubieran matado. Yo me precipité sin sombrero por la escalera para buscar un médico viejo que vivía cerca. Cuando volví con el médico, los vecinos de todos los pisos ocupaban mi habitación. Cuatro desahogados, sentados a la mesa, concluían con mis cangrejos y mi champaña.
A mi llegada, oí un grito formidable y una lechera me presentó sobre una tabla un pedazo de carne, arrugada y doblada, que gemía y maullaba como un gato.
—Es una niña —me dijo.
El médico examinó a la recién parida, declarando que su estado era grave por haber sucedido el parto después de una cena, y se fue, anunciándome que mandaría a una enfermera y una nodriza. Las dos mujeres llegaron una hora después, trayendo un paquete de medicamentos. Yo pasé la noche en una butaca, demasiado aturdido para poder reflexionar sobre las consecuencias del lance.
Volvió el médico por la mañana y halló bastante mal a la enferma.
—Su mujer de usted —me dijo.
—No es mi mujer —le interrumpí.
—O su querida, poco me importa —y siguió enumerando los cuidados, los medicamentos y el régimen que necesitaba.
¿Qué hacer? Enviar a esa desgraciada al hospital hubiera significado aparecer a los ojos de toda la vecindad, del barrio entero, como un desalmado. La retuve en mi casa y estuvo seis semanas enferma en mi misma cama.
¿El niño? Lo di a criar en un pueblo cercano. Me cuesta cincuenta pesetas al mes y, habiendo pagado hasta hoy, me veo obligado a pagar hasta que me muera. Cuando tenga criterio para comprender, supondrá que soy su padre.
Y para colmo de desdichas, cuando estuvo curada…, me quería, me quería con delirio la muy…
Pero se puso delgada como un gato hambriento. Y me paso el día huyendo de la maldita, que parece un esqueleto, y me aguarda en las calles, se esconde para verme pasar, me detiene de noche cuando salgo, para besarme la mano, me aburre y me vuelve loco.
Ya sabéis por qué no
celebraré nunca la Nochebuena.
Fin
(Guy de Maupassant)
Nota sobre el autor:
No
se alarmen, es verdad que el cuento es un poco duro para las entendederas de
hoy en día, pero tengan en cuenta que se escribió hace ya ciento cincuenta años,
y entonces es lo que había.
A
Enrique, el protagonista del cuento, le salió el tiro por la culata y por culpa
de una mala noche se le fastidió la vida. Él, que sólo buscaba pasar una noche
loca en compañía de alguna mujer gordita, (ya nos advirtió su preferencias por
las rellenitas) mira por donde fue a encontrar una a punto de parir. Imagino
que se le dio una situación poco habitual pero perfectamente posible entonces,
en donde ésas pobres mujeres de “dudosa vida” se ganaban el sustento exponiendo
y vendiendo sus cuerpos y salud al mejor postor apurando tiempo y momentos para
no dejar de ganar.
De
todas maneras debemos reconocer las buenas maneras de Enrique, así como su educación,
pues desde un principio podía haber dicho la verdad y eximirse del mal trago,
aunque quizás más que educación, que también, fue “el qué dirán” muy extendido
en aquellos tiempos, lo que hizo que tragara con el asunto.
Hoy
en día la posibilidad de que vivamos una situación así es muy remota, pues
cualquier mujer, prostituta o no, está mucho más protegida y enseguida los
servicios sociales se harían cargo de ella y del niño. También, pocos hombres,
que requiriesen los servicios de alguna fulana iban a apechugar tan fácilmente con madre e
hijo sin comerlo ni beberlo, salvo situación desesperada; afortunadamente ya no
intimida tanto “el qué dirán” además tenemos las infalibles pruebas del ADN que
nos asegurarían que el niño no es nuestro.
Lamentablemente
el mundo de la prostitución ha existido siempre y existirá por más leyes restrictivas que
hagan al respecto. Ahora se pretende castigar a los clientes y proteger a las
putas; de lo segundo estoy de acuerdo, de lo primero tengo mis dudas razonables
de que sea efectivo. Y es que soy de los que piensan, aunque sea una barbaridad
decirlo, que el oficio tiene que existir mientras algún hombre tenga necesidad de
sexo razonable y alguna mujer necesite ganar un dinero fácil. Eso sí, todo por mutuo
acuerdo, sin coacción de ningún tipo y bajo aceptables medidas higiénicas. No olviden
lo que se dice de la prostitución: “que es el oficio más viejo del mundo”
Por
cierto, el autor del relato es el francés Guy de Maupassant. Ya he expuesto algún
cuento más de él y he comentado algo sobre su tarambana vida. Este cuento de
hoy lo tituló “La Nochebuena”, y ya saben el porqué.
Dicho
queda…
Joaquin Yerga
29/08/2018