jueves, 3 de agosto de 2017

El príncipe y la corista




No hay presente ni futuro, sólo el pasado que se repite una y otra vez.
E. O´Neill

Hubo una vez, hace ya mucho tiempo, una corte esplendorosa. Esa corte apenas es conocida hoy en día salvo por los muy amantes de la historia. Los fastuosos reyes que la presidian eran ni más ni menos que Justiniano y Teodora, dos personajes aparentemente incompatibles pero que formalizaron una de las parejas reinantes más estables e indestructibles de todos los tiempos.
Cuando los bárbaros atravesaron sus fronteras, el antaño Gran Imperio Romano se deshizo como un azucarillo en el café. Antes de eso se dividió en dos partes, la zona occidental (Hispania, Italia, Francia e Inglaterra) que desapareció pronto a manos de esos pueblos nórdicos, y la parte oriental que aguantó otros mil años más. A esa gran zona oriental (las actuales, Grecia. Turquía o Siria) se la conocía como, el Imperio Bizantino. Esto fue así por la ciudad de Bizancio, más tarde conocida por Constantinopla… y ahora por Estambul.
Sobre el siglo VI de nuestra era, gobernaba como emperador de ése imperio el gran Justiniano, un tipo astuto que supo llevarlo a su más alta cota de extensión y riqueza. Justiniano, poderoso y apuesto, se enamoró perdidamente y contra todo pronóstico de Teodora; y digo esto porque resulta que nadie daba un duro por esta bella mujer.
El hecho de afirmar que su matrimonio con Teodora fue contra-natura es porque ella era, ni más ni menos, que una prostituta de lujo. Organizaba, en sus mejores tiempos, orgías depravadas con miembros de la alta sociedad bizantina, y se acostó (y no para dormir precisamente) con una cantidad considerable de varones de toda condición. De ella llegó a decir el famoso historiador Procopio, que la gente evitaba cruzársela por la acera para no contaminarse de sus numerosos pecados. Sin embargo, después de ser rechazada por un general de la que estaba enamorada, hizo propósito de enmienda y cambió radicalmente. Y en ésas estaba cuando la conoció el bueno de Justiniano.
Juntos, emperador y emperadora, formaron una pareja modelo. La corte Bizantina llegó a ser espectacular, por lo fastuosa y fueron muy respetados por todos sus súbditos… y por la historia. Un día se organizó un torneo y juegos festivos entre los dos partidos principales del imperio, los azules (de religión, digamos más ortodoxa) y los verdes (monofisitas, estos no creían en la naturaleza divina de Jesucristo). Pero la cosa acabó mal, se liaron a palos entre ellos y la revuelta llegó a ser de tal calibre que hubo miles de muertos, llegando incluso la turba a asaltar el palacio en donde moraban los reyes.
Todo estaba perdido, Justiniano a punto de rendirse y sucumbir, pero Teodora le echó un par. Ella fue la que animó a su marido a pelear hasta el final y junto al gran general Belisario, lograron apaciguar a las masas. Como era lógico y habitual en aquellos tiempos, la represión fue brutal y los ajusticiados se contaron por decenas de miles. Se decía que Teodora le dijo a su esposo, (aun en las últimas y en plena desesperación) “No huyas y aguanta porque, qué mejor mortaja que la púrpura imperial” aludía a que mejor morir de reina que vivir en el exilio o de lacayo. Salieron de estas y gozaron de un largo y fructífero reinado.
Como dije antes, el Imperio Bizantino aguantó mil años más, superando para ello montones de vicisitudes a cual más peliaguda. Por ejemplo soportó y se resistió a los árabes que en algún momento pisaban fuerte. De hecho en España no pudimos con ellos y nos invadieron. Otra peculiaridad de esta sociedad fue el gran problema religioso conocido como Iconoclasta. En una determinada época los jefes religiosos dispusieron que no se debería adorar ni reverenciar a las imágenes de los templos, pues eso era poco menos que idolatría… y destruyeron todas las que había en las iglesias. Pero después, otra corriente de pensamiento dijo lo contrario, y volvieron a reponerlas. Duró esa controversia varios siglos y trajo, por cierto, graves conflictos.
El otro gran motivo de tipo religioso a resaltar fue el cisma del año 1000. La iglesia Bizantina se separó de Roma por diversos y peregrinos motivos… y se negaron a reconocer al Papa. Hoy en día sus herederos siguen al margen y tienen sus propios patriarcas. Por ejemplo, Grecia y todos los países ortodoxos (Rusia, Bulgaria, Rumanía etc.) son los sucesores religiosos del Imperio Bizantino.
Constantinopla, la capital del imperio, llegó a ser una de las más grandes ciudades de la antigüedad tardía. Rivalizó con la Córdoba de los califas. Entre éstas dos, Bagdad y Damasco, fueron la envidia de peregrinos y aventureros del mundo conocido de entonces. Llegó a tener más de un millón de habitantes y estaba defendida por una soberbia muralla con más de cien torres de increíbles alturas. Su moneda oficial de oro era la más segura y preciada de la civilización y hasta en China era cotizada. Hacía ésta, las veces que hace hoy en día el dólar americano en el mundo.
Además de su magnífica historia, (una delicia para interesados), la religión cristiana ortodoxa (que siguen hoy en día unos cuatrocientos millones de personas en Europa oriental), y las secuelas del llamado código de Justiniano (conjunto de leyes que han servido en Europa hasta hace cuatro días), el monumento arquitectónico de la iglesia de Santa Sofía es, sin duda, el más importante legado de los bizantinos.
La enorme cúpula de Santa Sofía, hoy en pie y en perfecto estado en Estambul, se erigió en el año 563 y podría catalogarse como una de las maravillas del mundo. Cuando Isidoro de Mileto y Antemio de Tralles, junto a unos diez mil obreros terminaron de construirla, se dice que Justiniano sentenció, “Salomón, te he superado” 
Hoy en día todo ese antiguo y magnífico imperio cristiano está en manos de los turcos que lo conquistaron en 1453 cuando cayó por primera y última vez la suntuosa Constantinopla. Esa fecha marca el inicio de la Edad Moderna y el final de la Medieval. Se dijo, y no sin cierta verosimilitud, que la cristiandad tembló de miedo y lloró, también, de pena y dolor al conocer la terrible noticia.
Dicho queda…
                                                                                  Joaquin Yerga
                                                                              

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