miércoles, 12 de marzo de 2014

Un estado de ánimo





Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
(Gil de Biedma)


Cuando era un poco más joven veía a los mayores que yo, aunque solo lo fueran diez años, casi viejos. Arrepentido ahora de esa percepción, pues he llegado a los años en los que entonces vislumbraba ésa supuesta vejez, compruebo con satisfacción que uno nunca llega a sentirse viejo. Lo que yo suponía, de manera errónea, era simplemente un desconocimiento de la esencia de la vida y una equivocada omnipotencia de la juventud.
Estoy convencido de que todos llevamos dentro el niño que siempre fuimos y que por suerte nunca abandonamos del todo. Dicen los que saben de esto que actuamos gran parte de las ocasiones movidos por las emociones más que por la razón. Y la emoción significa espontaneidad y franqueza, virtudes propias de los más jóvenes. Pero voy más lejos, aunque a menudo dediquemos mucho tiempo en tomar una decisión y sopesemos varias alternativas ante cualquier tipo de problemas, al final escogemos la que nos sugiere la emoción (corazón), y no la que el raciocinio profundo y sereno selecciona (cerebro).
Dicen, también, que las personas menos impulsivas, o las que se lo piensan dos veces antes de actuar, son a su vez más calculadoras y egoístas. Yo no diría tanto pero es verdad que los impetuosos, al no dedicar mucho tiempo a medir las consecuencias de su acción, actúan efectivamente como son en realidad, sin dobleces. Confieso que en mi caso particular manda la emoción por goleada, aunque preferiría ser paciente y llegar a ponderar bien mis actos, con ello mediría muy mucho las posibles consecuencias adversas de mis precipitadas decisiones.
Desde siempre habíamos recurrido a una palabra para definir el tipo de conducta, digamos, permisiva y tolerante, se llamaba comprensión. Ahora la hemos sustituido por empatia, y se ha puesto muy de moda desde hace unos años. Tiene éste vocablo muchos significados pero todos van encaminados a facilitar de alguna manera la sociabilidad y coexistencia entre los seres humanos. Significa, por otra parte, ponerse en el lugar del otro, intentar comprender sus razones. No hay duda que ejercitando a menudo esta sufrida tarea evitaríamos montones de inconveniencias, incomprensiones, cabreos, desazón, en fin...
La buena educación y el civismo son dos virtudes que aprecio especialmente. Ignoro cómo se llega a adquirir “urbanidad”, que así se decía antes, pero sospecho que tener buena cultura tiene mucho que ver, no en vano en los países del centro y norte de Europa abunda esta cualidad. Y les va mejor, créanselo.
Aunque no esté muy de moda soy de los que saludan, todavía, a los vecinos. En casa procuro no perturbar el silencio a partir de ciertas horas de la noche y me molesto en redistribuir correctamente los diferentes envases usados que nos facilita el mercado en su cubo de basura correspondiente. Vaya por delante que todo lo dicho y otras acciones referentes a buenos modales y cortesías no deberían ser tareas extraordinarias, sino hechos normales dentro de una correcta convivencia.
Por otra parte, y puestos a sincerarse uno, curiosamente he perdido con los años la capacidad de ambicionar cosas, apenas me interesan más de las que necesito día a día. Eso sí, confieso que mis necesidades son singulares y presiento que muchos estarían sobrados con ellas.
Otro cambio paulatino pero inexorable en mi personalidad son las ganas de aprovechar al máximo las esquivas horas del día. Y es que, con el tiempo y pasados ya los años, tiendo a valorar, más si cabe, pequeñas cosas que antes despreciaba. Incluso, ahora, bordeando la frontera de la senectud constato un desmesurado gusto por la calidad de las cosas en detrimento de la cantidad de éstas.
Pero si de una genuina aptitud estoy especialmente satisfecho es de no haber odiado jamás a nadie ni a nada. El odio es una emoción dañina e inútil que hace que el primer perjudicado sea el que odia, además la persona odiada posiblemente ni se entere de esa fijación perversa del odiador. Llevándolo al terreno colectivo, nuestro país ha sido pródigo en odios viscerales entre nosotros mismos. Aun percibo ese defecto en ciertos círculos emergentes y eso me da mucho miedo. En política y en democracia la divergencia entre izquierda y derecha debería ser solo de matices y no cuestión de vida o muerte, sobre todo en esta sociedad opulenta en la que moramos.
Precisamente en ésta sociedad de hoy en día triunfa más que nada lo banal e insustancial. Solo ponemos interés en las formas sin llegar al fondo, que es donde está la esencia de las cosas. Y también, por desgracia, cuenta con éxito y fama lo material y el egoísmo, aunque de puertas afuera hagamos alarde de solidaridad. Yo no me creo mejor que nadie, por supuesto, solo que con los años y la experiencia aprendida me atrevo asegurar que no es rentable ser malvado ni demasiado ambicioso, ni tan siquiera por puro egoísmo, son cuatro días escasos los que estamos en este ingrato mundo y no merece la pena hacer daño a nadie para disfrutar de unos supuestos y engañosos beneficios.
A mí, y perdóneseme que lo cite, me gustaría acabar mis días recordando a mí admirado António Machado cuando dice..
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

                                                                                     Joaquín Yerga

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