Un estado de ánimo
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
(Gil
de Biedma)
Cuando
era un poco más joven veía a los mayores que yo, aunque solo lo
fueran diez años, casi viejos. Arrepentido ahora de esa percepción, pues he llegado a los años en los que entonces vislumbraba ésa
supuesta vejez, compruebo con satisfacción que uno nunca llega a
sentirse viejo. Lo que yo suponía, de manera errónea, era
simplemente un desconocimiento de la esencia de la vida y una
equivocada omnipotencia de la juventud.
Estoy
convencido de que todos llevamos dentro el niño que siempre fuimos y
que por suerte nunca abandonamos del todo. Dicen los que saben de
esto que actuamos gran parte de las ocasiones movidos por las
emociones más que por la razón. Y la emoción significa
espontaneidad y franqueza, virtudes propias de los más jóvenes.
Pero voy más lejos, aunque a menudo dediquemos mucho tiempo en tomar
una decisión y sopesemos varias alternativas ante cualquier tipo de
problemas, al final escogemos la que nos sugiere la emoción
(corazón), y no la que el raciocinio profundo y sereno selecciona
(cerebro).
Dicen,
también, que las personas menos impulsivas, o las que se lo piensan
dos veces antes de actuar, son a su vez más calculadoras y egoístas.
Yo no diría tanto pero es verdad que los impetuosos, al no dedicar
mucho tiempo a medir las consecuencias de su acción, actúan
efectivamente como son en realidad, sin dobleces. Confieso que en mi
caso particular manda la emoción por goleada, aunque preferiría ser
paciente y llegar a ponderar bien mis actos, con ello mediría muy
mucho las posibles consecuencias adversas de mis precipitadas
decisiones.
Desde
siempre habíamos recurrido a una palabra para definir el tipo de
conducta, digamos, permisiva y tolerante, se llamaba comprensión.
Ahora la hemos sustituido por empatia, y se ha puesto muy
de moda desde hace unos años. Tiene éste vocablo muchos
significados pero todos van encaminados a facilitar de alguna manera
la sociabilidad y coexistencia entre los seres humanos. Significa,
por otra parte, ponerse en el lugar del otro, intentar comprender sus
razones. No hay duda que ejercitando a menudo esta sufrida tarea
evitaríamos montones de inconveniencias, incomprensiones, cabreos,
desazón, en fin...
La
buena educación y el civismo son dos virtudes que aprecio
especialmente. Ignoro cómo se llega a adquirir “urbanidad”, que
así se decía antes, pero sospecho que tener buena cultura tiene
mucho que ver, no en vano en los países del centro y norte de Europa
abunda esta cualidad. Y les va mejor, créanselo.
Aunque
no esté muy de moda soy de los que saludan, todavía, a los vecinos.
En casa procuro no perturbar el silencio a partir de ciertas horas de
la noche y me molesto en redistribuir correctamente los diferentes
envases usados que nos facilita el mercado en su cubo de basura
correspondiente. Vaya por delante que todo lo dicho y otras acciones
referentes a buenos modales y cortesías no deberían ser tareas
extraordinarias, sino hechos normales dentro de una correcta
convivencia.
Por
otra parte, y puestos a sincerarse uno, curiosamente he perdido con
los años la capacidad de ambicionar cosas, apenas me interesan más
de las que necesito día a día. Eso sí, confieso que mis
necesidades son singulares y presiento que muchos estarían sobrados
con ellas.
Otro
cambio paulatino pero inexorable en mi personalidad son las ganas de
aprovechar al máximo las esquivas horas del día. Y es que, con
el tiempo y pasados ya los años, tiendo
a valorar, más si cabe, pequeñas cosas que antes
despreciaba. Incluso, ahora, bordeando la frontera de la senectud
constato un desmesurado gusto por la calidad de las cosas
en detrimento de la cantidad de éstas.
Pero si
de una genuina aptitud estoy especialmente satisfecho es de no haber
odiado jamás a nadie ni a nada. El odio es una emoción dañina e
inútil que hace que el primer perjudicado sea el que odia, además
la persona odiada posiblemente ni se entere de esa fijación perversa
del odiador. Llevándolo al terreno colectivo, nuestro país ha sido
pródigo en odios viscerales entre nosotros mismos. Aun percibo ese
defecto en ciertos círculos emergentes y eso me da mucho miedo. En
política y en democracia la divergencia entre izquierda y derecha
debería ser solo de matices y no cuestión de vida o muerte, sobre
todo en esta sociedad opulenta en la que moramos.
Precisamente
en ésta sociedad de hoy en día triunfa más que nada lo banal e
insustancial. Solo ponemos interés en las formas sin llegar al
fondo, que es donde está la esencia de las cosas. Y también, por
desgracia, cuenta con éxito y fama lo material y el egoísmo, aunque
de puertas afuera hagamos alarde de solidaridad. Yo no me creo mejor
que nadie, por supuesto, solo que con los años y la experiencia
aprendida me atrevo asegurar que no es rentable ser malvado ni
demasiado ambicioso, ni tan siquiera por puro egoísmo, son cuatro
días escasos los que estamos en este ingrato mundo y no merece la
pena hacer daño a nadie para disfrutar de unos supuestos y engañosos
beneficios.
A
mí, y perdóneseme que lo cite, me gustaría acabar mis
días recordando a mí admirado António Machado cuando dice..
Y
cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la
nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de
equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Joaquín
Yerga
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